Leyendas del Oeste: la frontera

«We can never have enough of nature
Henry David Thoreau, Walden, Life in the Woods, 1854

Comenzamos una serie de textos sobre las leyendas del Oeste atendiendo a la que concierne al espacio físico donde se desarrollaron los acontecimientos, monumentales escenarios que sirvieron para subrayar la épica de las narraciones. Se trata de una inmensa región con un clima de extremos violentos, una naturaleza virgen, en apariencia infinita, compuesta por animales salvajes, caudalosos ríos, frondosos bosques, extensas praderas, abruptas cordilleras, implacables desiertos… En el vasto territorio conocido como la «frontera» (frontier), término que no alude tanto a la línea que separa dos regiones (la frontera natural del río Misisipi), sino que se refiere, en sentido etimológico, a la tierra que está en frente, el Lejano Oeste.

Estados Unidos nace como país a finales del siglo XVIII, cuando las Trece Colonias se proclamaron independientes de Gran Bretaña. Tras la guerra con la metrópoli, el Tratado de Versalles de 1783 reconocía los límites de su territorio: hasta el río Misisipi por el oeste, hasta los Grandes Lagos por el norte y hasta Florida por el sur. En los años siguientes, el crecimiento de la población y el deseo de ampliar sus dominios propiciaron una serie de campañas de reconocimiento del país financiadas por el gobierno. La primera exploración fluvial estadounidense en dirección al oeste, hasta el Pacífico, fue realizada por Lewis y Clark entre mayo de 1804 y septiembre de 1806, y patrocinada por el presidente norteamericano Thomas Jefferson, que, tras la compra del extenso territorio de Luisiana a la Francia napoleónica en 1803, creía necesario el estudio de aquella tierra ignota. Además de garantizar la presencia norteamericana y abrir una ruta de comunicación a través del territorio de la frontera, cuestiones ambas apremiantes, se trataría de una campaña de investigación naturalista y etnográfica.

Sello postal conmemorativo del bicentenario de la expedición de Lewis y Clark (2004)

Sello postal conmemorativo del bicentenario de la expedición de Lewis y Clark (2004)

La expedición, dirigida por los militares Meriwether Lewis y William Clark, y acompañados por un grupo formado por una treintena de personas, recorrió el río Misuri, atravesando las Grandes Llanuras y los territorios de los siux, hidatsa y mandan, y pasando las Rocosas de los pies negros y los nez percé, hasta Oregón. Los aventureros encontraron, a lo largo de los casi 6.000 kilómetros recorridos, unas 300 especies (flora y fauna) desconocidas para la ciencia y casi 50 tribus indias. Maravillas naturales que recogieron exhaustivamente en sus diarios.

El objetivo de aquella exploración, como indicó Jefferson a Lewis, era el de «ponerle cara» al nuevo país, por lo que el carácter geográfico, descrito a través de mapas, era fundamental. E igualmente importante era el conocimiento de los habitantes indígenas del territorio, en general pacíficos, y que con su ayuda resultaron determinantes para el éxito de la aventura. Así como la idea enciclopédica de crear un completo catálogo de la flora y fauna. Los diarios de Lewis y Clark están llenos de observaciones directas y descripciones anatómicas de los especímenes y paisajes hallados en el viaje. Además de ponerle cara, le pusieron nombres.

Frederic Remington, Lewis y Clark en el río Columbia, publicado en Collier’s Weekly, 12 de mayo de 1906]

Frederic Remington, Lewis y Clark en el río Columbia, publicado en Collier’s Weekly, 12 de mayo de 1906

La epopeya de Lewis y Clark espoleó en el país una nueva visión romántica de la naturaleza propia, una identificación ideológica, artística y literaria con los asombrosos paisajes descubiertos, su leyenda: una reivindicación patriótica fundamentada en el poder de la naturaleza, una suerte de nacionalismo ecológico con cualidades religiosas. La sensación de que el mundo natural poseía poderes de curación física y mental, y que cristalizará en el terreno pictórico en la Escuela del río Hudson, establece una relación mística y reverencial, muy decimonónica, en la aproximación del ser humano a la naturaleza.

La frontera, a través de la geografía y la ecología, ocupó un espacio inédito en el núcleo del debate civil estadounidense del siglo XIX. La frontera vista como un Jardín del Edén que preservar del salvajismo, la tierra prometida para los colonos, el orgullo identitario de una nación recién nacida. Porque además de la curiosidad científica por el nuevo entorno, existía la necesidad de encontrar recursos de valor para la construcción de una nueva sociedad civilizada: una idealización minera, agraria y ganadera que dominaría la naturaleza en base a un orden divino. Con aquel patrimonio, a comienzos del siglo XIX, América debía ser rural, pero no salvaje. Se trataba de un «destino manifiesto» (Manifest Destiny), o mejor traducido como «destino evidente», concepto inventado por John L. O’Sullivan en los años cuarenta, y que expresa la idea de que dios había dado a los norteamericanos esas tierras para convertirse en la gran nación del futuro y así justificar moralmente la conquista del Oeste.

John Gast, American progress, 1872. Museum of the American West, Los Ángeles

John Gast, American progress, 1872. Museum of the American West, Los Ángeles

Todo ello figura en la obra American progress, 1872, de John Gast, una imagen estereotipada del civilizado avance colonial, que sin embargo produce cierto desasosiego. La gigante personificación de los Estados Unidos guía a los colonos hacia el oscuro oeste, recorre las Grandes Llanuras tendiendo un moderno cable telegráfico y seguida por los ferrocarriles, y, ante semejante visión, cunde el pánico entre los indios y los bisontes, que huyen en estampida.

Sin embargo, los pintores del Lejano Oeste, en sus ensoñaciones paisajísticas, tienden a reducir el protagonismo de los seres humanos frente al de la naturaleza, convertidos éstos en diminutos huéspedes en medio de un espacio inconmensurable. Se trata de una concepción romántica del arte, donde el ser humano poco tiene que hacer frente a una naturaleza tan poderosa, es la aplicación visual de las teorías románticas de lo sublime y lo pintoresco de Joseph Addison e Immanuel Kant, de la naturaleza como una fuerza moral, en tanto obra divina, que somete a los hombres. Todo ello se encuentra en la obra de Thomas Cole, pionero en la visión imaginaria y panteísta del universo fronterizo, así como en las de Asher Durand, Frederick Edwin Church, John Frederick Kensett, Sanford Robinson Gifford, Martin Johnson Heade o Albert Bierstadt. Esa visión legendaria del territorio chocaba con una realidad más prosaica; las guerras contra los indios y su confinamiento en reservas, la de la matanza indiscriminada de bisontes o la de la explotación salvaje de los recursos mineros.

Albert Bierstadt, Sierra Nevada, California, 1868. Smithsonian American Art Museum, Washington, DC

Albert Bierstadt, Sierra Nevada, California, 1868. Smithsonian American Art Museum, Washington, DC

Lo cierto es que valor estilístico de aquellos parajes no pasó desapercibido para ninguna disciplina artística. Había dejado su impronta en la literatura romántica americana de la primera mitad del siglo XIX, en escritores como William Cullen Bryant, Ralph Waldo Emerson y Henry David Thoreau, quienes, influidos por la vertiente romántica inglesa más espiritual y lírica de Coleridge y Wordsworth, cantaron a la majestuosidad de la naturaleza de la frontera. Pero si hubo una disciplina que documentó verdaderamente el territorio de la frontera y su descomunal belleza natural, ésta fue la fotografía.

Su notoriedad obedeció a causas diversas, desde las expediciones fotográficas puramente científicas o comerciales a las campañas gubernamentales para atraer a los colonos a las tierras de la frontera. Y a ello contribuyó, además de un espíritu aventurero generalizado, el progreso técnico de la fotografía en la segunda mitad del XIX, con avances como el calotipo, proceso de negativo a positivo que permitía trabajar con equipos más ligeros, un menor tiempo de exposición para obtener las instantáneas y realizar copias, todo lo cual ayudó a enfocar con nitidez el Lejano Oeste. Más que cualquier otro medio creativo, al finalizar la Guerra de Secesión, en 1865, la fotografía hizo visible una gran diversidad natural del paisaje y paisanaje. Así, intrépidos fotógrafos recorrieron el territorio de la frontera armados con sus cámaras, como Peter Britt, retratista de los colonos de Oregón; Timothy O’Sullivan, miembro de expediciones geológicas y topográficas por el territorio comprendido entre las Montañas Rocosas y Sierra Nevada; Edward S. Curtis y Frank Rinehart, autores de las mejores fotografías de indios; William Bell en el desierto de Arizona, o William Henry Jackson y Carleton Watkins, responsables de captar y difundir los sublimes paisajes de Yellowstone y Yosemite.

 

Desde el final de la guerra civil, oleadas de colonos llegaron a la frontera procedentes de las grandes ciudades del este –Nueva York, Filadelfia, Boston o Chicago–. Pioneros que, una vez asentados en la tierra liberada por el gobierno, se convirtieron en agricultores, erigiendo seguidamente unas ciudades prósperas, gracias a los inmensos, y aparentemente infinitos, recursos de la tierra. Omaha y San Luis rivalizaban desde los años cuarenta por convertirse en la puerta de entrada al Oeste; Omaha hizo su fortuna en equipar los colonos y San Luis se construyó sobre el comercio de pieles. Los colonos europeos llegaron a todas partes, desiertos incluidos, algo de lo que carecía Europa, de modo que, además de la exuberante naturaleza del noroeste, las tierras áridas del suroeste acabaron convertidas igualmente en iconos de la identidad americana.

Albert Bierstadt, Emigrantes atravesando la llanura, 1869. National Cowboy & Western Heritage Museum, Oklahoma City

Albert Bierstadt, Emigrantes atravesando la llanura, 1869. National Cowboy & Western Heritage Museum, Oklahoma City

Los cambios en la región fronteriza, durante el proceso de expansión de los colonos hacia el Oeste, se producían al compás del crecimiento ferroviario, de los barcos de vapor fluviales, de las prospecciones mineras, de los grandes rebaños de los ganaderos o del establecimiento de tropas militares en los fuertes diseminados por su territorio. La minería sirvió para erigir ciudades en California, Colorado, Montana y Nevada. Las Grandes Llanuras eran ideales para el pastoreo de grandes rebaños, y con la finalización del ferrocarril transcontinental en 1869 la ganadería se volvió muy rentable. La cría de ganado en esas extensas tierras proporcionó a Estados Unidos otra figura legendaria de su cultura: el cowboy; además de propiciar el florecimiento de ciudades como Abilene y Dodge City, o los grandes ranchos en los territorios de Colorado, Wyoming, Kansas, Nebraska y Dakota.

Frances F. Palmer, Across the continent, 1868

Frances F. Palmer, Across the continent, 1868

Inmigrantes de distintas nacionalidades, sectas religiosas, esclavos liberados… Formaban una frenética masa a la carrera que transformó el paisaje en pocos años. El gobierno favoreció los asentamientos con toda clase de prebendas para los colonos, como la Ley de Emplazamiento de Ciudades de 1867, que permitía a un grupo de 100 personas fundar su propia ciudad, y cuyos ciudadanos podían adquirir grandes extensiones de tierra a precios de ganga. La urbanización del Oeste y los avances en la comunicación, fundamentalmente el ferrocarril y el telégrafo, cambiaron la fisionomía de sus paisajes y su carácter místico.

La extensión de la red ferroviaria en el Oeste fue determinante para «civilizar» los territorios colonizados. Con la creación del ferrocarril transcontinental en 1869, la unión entre el este y oeste se convirtió en indisoluble. En un ambicioso proyecto de ingeniería civil sin precedentes, las compañías Union Pacific (de este a oeste) y Central Pacific (de oeste a este) unieron sus vías el 10 de mayo de 1869, en Promontory, Utah, y sólo cinco años después ya había cuatro líneas transcontinentales en funcionamiento. De modo que los pioneros, para cruzar el país, ya no necesitaban realizar una agotadora travesía por los trails de Oregón y California durante varios meses en diligencias, carromatos o caballos, ahora podrían viajar de costa a costa en una semana. El Oeste se convirtió en un territorio más accesible, y el viaje era más seguro y barato.

Thomas Hill, The Last Spike, 1881. California State Railroad Museum Library

Thomas Hill, The Last Spike, 1881. California State Railroad Museum Library

Con el ferrocarril, el país se cercioró de que el vasto territorio de la frontera no era ilimitado, pero fue la matanza de bisontes la que corroboró que los recursos naturales podían agotarse si no se tenía cuidado. La infame masacre de bisontes americanos alcanzó su apogeo a principios de 1870; pasando de los más de 10 millones de cabezas a mediados de siglo a sólo unos pocos cientos a principios de 1880. Ese genocidio, perpetrado en aras de la rentabilidad económica por el comercio de pieles y el empleo de las tierras que ocupaban las manadas para la agricultura y la ganadería extensivas, transformó la vida en las Grandes Llanuras, afectando fundamentalmente a los indios nómadas, quienes dependían de la caza del bisonte para su subsistencia.

Fotografía de una pila de cráneos de bisonte para su uso como fertilizante, década de 1870

Fotografía de una pila de cráneos de bisonte para su uso como fertilizante, década de 1870

Asfixiados por el avance y colonización de los pioneros, confinados en territorios improductivos y cada vez más reducidos y en una guerra constante con el ejército estadounidense, los aguerridos indios de las Grandes Llanuras no tuvieron más opción que claudicar. En apenas treinta años, el periodo comprendido entre 1860 y 1890, los indios padecieron en su territorio una increíble violencia y sufrieron la codicia del hombre blanco, que prácticamente destruyó su cultura, profanó sus santuarios y cercenó sus libertades. El indio, tenido por una amenaza para la civilización del Oeste, fue deliberadamente silenciado y engañado con promesas incumplidas. Ese capítulo es quizás el más infame de la leyenda del Oeste, sumamente desconsiderado con la naturaleza y con quienes la habitaban en perfecta armonía.

George Catlin, Caza del bisonte, 1861-1869. National gallery of Art, Washington, D.C.

George Catlin, Caza del bisonte, 1861-1869. National gallery of Art, Washington, D.C.

Uno de los primeros en prevenir del riesgo destructor en la conquista del Oeste fue el artista, explorador y antropólogo George Catlin en los años treinta del siglo XIX. Suya fue la feliz idea de proteger la naturaleza mediante una red de parques naturales, al ser consciente durante sus viajes a las Grandes Llanuras de que se estaba destruyendo el equilibrio natural, a causa de la explotación del bisonte. Su propuesta figura en Letters and Notes on the Manners, Customs, and Condition of the North American Indians (1841), obra de referencia para comprender el modo de vida de los indios en el Oeste.

Más de treinta años después, en 1872, se creó el primer parque nacional, Yellowstone, tras el éxito de la expedición del geólogo Ferdinand Hayden y las impresionantes fotografías de William Henry Jackson. Gracias a aquella campaña de concienciación ecológica, las principales maravillas naturales del país, como las cataratas del Niágara, Yosemite, el Gran Cañón del Colorado o Yellowstone, recibieron una avalancha de turistas, en una especie de grand tour a la americana que sirvió para poner en valor y preservar intacto su rico patrimonio paisajístico. Yellowstone sirvió como modelo de gestión para los parques nacionales creados entre finales del XIX y principios del XX –Secuoyas, Yosemite, Monte Rainier, Lago del Cráter…–.

Thomas Moran, El gran cañón de Yellowstone, 1872. Smithsonian American Art Museum, Washington, DC

Thomas Moran, El gran cañón de Yellowstone, 1872. Smithsonian American Art Museum, Washington, DC

En las últimas décadas del siglo XIX, cuando el Oeste americano dejó de ser salvaje, por fortuna emergió un movimiento de concienciación ecológica. Los gobiernos federales y estatales iniciaron diferentes programas para la conservación de los bosques y Theodore Roosevelt impulsó un Servicio de Parques Nacionales, agencia que sirvió para restaurar la consideración oficial y pública de la naturaleza, tras décadas de activismo en los campos del arte y la literatura. El progreso no sólo había domesticado el territorio de la «frontera», lo que está en frente, sino que había demostrado la importancia de su cuidado. A partir de entonces, el Oeste quedó fijado en el imaginario colectivo mediante las novelas baratas, el Wild West Show de Buffalo Bill o los westerns cinematográficos; una reducción simplista y popular del capítulo más importante de la historia norteamericana, donde se forjaron la identidad nacional estadounidense y sus leyendas más salvajes y aventureras.

 

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