Comienzan a tomar forma estas
líneas tras unos segundos turbadores y emocionantes en que la hoja en blanco
amenaza desde su imponente silencio. Es un placer sencillo, en estos tiempos
inciertos, enfrentarse con un papel anhelante (o con una menos evocadora
pantalla de ordenador) que apremia, mudo pero insistente, a llenarlo de
palabras. Imagino en ese mismo trance a los autores de los dibujos que
exponemos estos días en el Museo en Vanguardia dibujada, instantes antes
de plasmar los primeros trazos de sus composiciones, de conjurar el vacío de
unos simples papeles y de darles esa vida que late hoy en ellos. Y es que un
dibujo transmite una sensación de intimidad creativa; como espectadores no
podemos evitar sentir que estamos husmeando en el making of de un
artista, el de sus obras y, en general, el de su propio lenguaje, que
comenzaron ahí, experimentando sobre una hoja en blanco tras esos momentos de
estimulante incertidumbre. Sin embargo, el mero hecho de que los estemos
contemplando en una exposición significa que estos dibujos no han quedado
abandonados en una carpeta privada, condenados al olvido por pinturas o
esculturas a los que pudieron haber servido de estudio previo o que,
sencillamente, se impusieron a ellos por ser «artes mayores». Han conservado (o
se les ha concedido), en cambio, un valor propio de obra de arte independiente,
en el que confluyen la fascinación por «leer» en ellos el gesto más personal de
sus creadores y la superación, en la apreciación del arte moderno, del concepto
de los géneros artísticos «menores».
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