Nuevos paradigmas del desnudo
[Texto publicado en el catálogo de la exposición Desnudos. Cuerpos normativos e insurrectos en el arte español (1870-1970), editado por el Museo Carmen Thyssen Málaga en 2024]
Para la tradición artística occidental, la noción del cuerpo ideal está vinculada al desnudo. Esta imagen, alejada de sus circunstancias habituales, ofrece posibilidades casi inagotables para mostrar la condición humana y su lugar en el mundo. En las artes plásticas del siglo xx, el desnudo puede funcionar como esencia individual y como personificación colectiva. Una vez liberado de su papel como modelo para la prescripción mitológica y religiosa, su potencia expresiva experimenta una clara amplificación.
El desnudo ha sido, probablemente, el tema más importante de la historia del arte. Para los sofistas griegos, el hombre era la medida de todas las cosas. Tanto en el arte como en la arquitectura, el cuerpo masculino desnudo fue el kanon («lo que debe ser»), sin necesidad de contenido alguno, sino por su propia naturaleza y belleza, que sintetizaba los ideales de la de la formación ciudadana (paideia). En este sentido, el desnudo clásico, más que un género, representa la esencia misma del arte.
La tradición clásica se fundamentaba en la existencia de un cuerpo perfecto, invulnerable, con unas medidas proporcionadas. Un canon fabricado a imagen y semejanza de la divinidad, que se sustanció en las artes plásticas durante siglos en un exhaustivo catálogo de gestos y poses. Los tratadistas renacentistas consideraban que la base de la pintura era el desnudo; además del estudio anatómico, concedían una importancia fundamental a las matemáticas y a la geometría, saberes que permitían a los artistas no sólo captar la realidad visible, sino también transcribir el cuerpo de una manera precisa, relacionando el sistema de representación con las proporciones del cuerpo. El canon fue formulado y reinterpretado a lo largo de la historia. Incluso los anatomistas del siglo xix aplicaron el conocimiento científico a las preocupaciones de orden estético: «Hemos sustituido la idea estética de lo bello por la noción científica de lo perfecto», proclamaba Paul Richer.
Toda clasificación pretende la universalidad, es decir, una manera unívoca de hacer, un canon. Y la jerarquía implica la idea de preeminencia de ciertos temas sobre otros, una subordinación evaluable en términos de invención. La noción «ejemplar» del arte, no como mera imitación de la realidad sino con un propósito doctrinal, resume la asunción del concepto clásico de belleza de herencia grecolatina, basado en preceptos éticos y estéticos. Las reglas clasicistas y su vocación universalista con valor normativo, que promueve tanto la verosimilitud como la intemporalidad, y la idea de belleza basada en la imitación de ejemplos virtuosos, el decoro (lo adecuado) y el buen gusto constituyen la base teórica sobre la que se erige la Academia, epicentro institucional del arte clásico en las edades moderna y contemporánea. Y en un lugar preeminente de la jerarquía de géneros se encuentra el desnudo, tal vez el tema más recurrente de la historia del arte.Asimilado durante el clasicismo a la pintura de historia, integrado fundamentalmente en escenas mitológicas, el desnudo femenino representa la maternidad o los ideales de justicia e igualdad; frente al masculino, asociado al poder y la fuerza.
El desnudo ha constituido históricamente un estadio primario del proceso formativo a través del estudio anatómico tomado del natural, en las llamadas academias. Desde un punto de vista preceptivo, se podría establecer una distinción entre el desnudo natural –donde aparece la figura sin poses provocativas ni elementos que distorsionen la simple idea del cuerpo desnudo– y el desnudo idealizado –aquel que representa la forma natural del cuerpo y al que se agregan elementos connotativos–. En el arte moderno, desde Goya, Courbet o Manet, proliferan los desnudos mundanos que, al prescindir del móvil alegórico, son ya pura representación física, forma.
Si bien en el inicio de la modernidad el artista contaba con medios y argumentos para mostrar en su obra desnudos, a lo largo del siglo xx prácticamente se neutraliza esa disciplina como género académico. A partir de entonces, el término desnudo es sustituido por otra noción, la del cuerpo. A ello contribuyó una serie de transformaciones en el panorama artístico en el fin de siglo: los temas, las exposiciones, el público, el mercado, la crítica y, sobre todo, el cambio en el sistema formativo de los pintores. La caída del régimen académico permitió en Europa el desarrollo de nuevos grupos de artistas que no reconocían al academicismo como fuente de legitimación, lo que dio lugar a la creación de un campo artístico autónomo. La antigua y rígida formación artística fue reemplazada por el aprendizaje en escuelas privadas o ateliers. De modo que la atención de los artistas al desnudo académico viró a otro menos adocenado y más procaz.
En este relato de renovación artística, el caso español es excepcional. Por su especificidad –una sociedad más conservadora, preeminencia de la Iglesia, menor importancia de la burguesía–, la modernidad comparece en España más tarde. Si obviamos las premonitorias propuestas de superación de los postulados normativos, de un Martí Alsina, por ejemplo, no es hasta el noucentisme, un movimiento renovador artístico y literario, europeísta y de reacción contra el academicismo, ya andado el siglo xx, cuando se inaugura de facto en el país una nueva visión del desnudo. Con cuerpos que representan un regreso de la humanidad a sus orígenes, a una «edad de oro» sin contaminar por la civilización, en escenas de ambientación remota e intemporal. Podríamos comparar lo que supuso este episodio de reminiscencia utópica en el arte español, en cuanto a ruptura con la tradición y rescisión del desnudo como tipología clásica, con el cataclismo formal de las vanguardias en el resto Europa, donde la pintura se situó en una esfera emancipada, definitivamente ajena a las contingencias de la historia.
Con el fin de la convención académica del género –la pose, el tema, la unidad, la lección moral–, en el arte del siglo xx se produce lo que podríamos denominar el libre albedrío de los cuerpos, donde el desnudo tiene sentido como mero motivo plástico. En términos artísticos, es un período antropocentrista, con el ser humano situado en el centro de los discursos, pero sin heroísmo ni idealismo y protagonizado por nuevos cuerpos, regidos por otros cánones de belleza (desnudos no normativos, culturas híbridas y periféricas), y que abrirá la puerta a un territorio plástico inédito, sin centro y liberado de dogmas, del arte contemporáneo. El final de las jerarquías, la ausencia de géneros y la total emancipación de la tradición y de la idealización normativa anuncian la prevalencia de la otredad, donde –en palabras de Estrella de Diego– «el canon es que no hay canon».
Pero no todo es tan drástico ni sencillo. En el arte español de la primera mitad del siglo xx conviven los nuevos paradigmas del desnudo femenino con propuestas más entroncadas con nuestro acervo iconográfico, como el Desnudo de mujer (1908) de Aurelia Navarro o La Oterito en su camerino (1936) de Zuloaga. Sobreviven las manidas referencias en torno a la alegoría sexual y el espejo (una perspectiva especular que parece anticipar la actual virtualidad tecnológica) o la iconografía de la belleza asociada a Venus, indelebles deudas velazqueñas del arte español. La iconografía de la Venus yacente ha tenido una larga preeminencia en las artes plásticas del país. Se trata de una tipología erótica de origen veneciano (Giorgione y Tiziano) que ha supuesto una excepción en el escueto inventario de desnudos de nuestra tradición. Y, sin embargo, persistente desde finales del siglo xix, como alegoría del placer maldito –para los romanos era una diosa del encanto (venia) y del poder mágico de subyugación (venenum)– y del ideal literario del simbolismo. Así figura la actriz y cupletista Raquel Meller en la Venus de la poesía (1913) de Romero de Torres, donde desnudez y seducción se convierten en catalizadores de la estética moderna, entendida ésta como primacía de la imaginación y un cierto aggiornamento del folclore.
Aunque hay usos del desnudo en los que perdura el canon, la gran sublevación moderna consistió en la visibilidad de arquetipos hasta entonces marginados. En la exposición evidente en los cuerpos de ancianos, de minorías étnicas o de complexión gruesa. Asimismo, en la visibilidad de las sexualidades no reproductivas –que no son necesariamente monogámicas y heterosexuales– y que comprenden un área que Michel Foucault denominó «periféricas». Todos ellos trataron de corregir el paradigma, si no para cambiar el mundo, al menos para revelar, parafraseando a Paul Éluard, los otros mundos que hay en éste.
Otro aspecto disruptivo del desnudo moderno es la propensión al fragmento, que será uno de los recursos primordiales de la práctica artística contemporánea. Una fragmentación de gusto fetichista que rompe con el ideal de belleza basado en la unidad clásica. Los restos, como las ruinas, invitan al espectador a completar las hipótesis de la creación, espolean la imaginación hacia un todo. Durante la modernidad deja de garantizarse la entereza del cuerpo en la obra o la autonomía de sus partes. Desaparecen tanto la identidad y la integridad, el modo en que se entendía la representación del desnudo. Una fragmentación corporal y compositiva que plantea un reto para el espectador: hallar el nexo narrativo que una esas imágenes tan dispares y las haga, en conjunto, inteligibles.
El sistema colapsa a mediados del siglo xx con la deconstrucción formal, material y estructural del cuerpo, con el triunfo del informalismo, del arte gestual y matérico liberado del pensamiento –escéptico, el creador suspende su juicio– y con el establecimiento de una nueva cultura, donde la mirada del espectador está contaminada por los códigos de los mass media y la publicidad, propios de la sociedad de consumo. Se produce entonces una ruptura con el concepto moderno de contemplación autónoma del arte, en favor de nuevas experiencias corpóreas y performativas, que abundan en la negación de lo bello y en la sublimación de lo abyecto e inmaterial. El cuerpo deja de ser incluso motivo plástico, para convertirse en un laboratorio de ideas. Y del canon, ni rastro.