Durante siglos los artistas evitaron la contaminación de la escritura en sus obras. Las imágenes se mostraban desnudas al espectador y era éste quien debía interpretar su significado, quizá con la ayuda de alguna pista dejada intencionadamente por el creador o por algún erudito empeñado en resolver el misterio. Durante siglos arte y texto no compartieron mesa y mantel, y cada cual gestionaba su espacio y pagaba su cuenta, hasta que en un momento concreto, a finales del siglo XIX, la cosa cambió.
En los albores del arte, imagen y signo cohabitaban en perfecta armonía, desde los relieves dispuestos en frisos de los pictogramas sumerios hasta los jeroglíficos egipcios. Texto y figura funcionaban en la obra como un todo indisoluble. Desde los pedestales epigráficos de la estatuaria clásica hasta la iluminación de manuscritos (arte al servicio del texto), filacterias o cartelas (texto al servicio del arte) de la Edad Media. Pero enseguida, por la pericia de los propios artesanos, dejó de tener sentido sumar a la imagen una explicación y la palabra quedó relegada a un papel marginal.
Durante el Renacimiento o el Barroco, y en adelante, apenas encontramos textos en la pintura, ya que sus mensajes estaban implícitos y debían ser leídos en clave simbólica, el arte decía sus cosas sin palabras. Santa Lucía se presentaba con sus ojos en un platillo, el rey con su corona y su cetro, el bodegón con sus frutas de temporada y tal vez una calavera, y si el espectador no era capaz de descifrar esos códigos, peor para él, es que no estaba preparado para la maravilla.
Es con el art nouveau, en cualquiera de sus acepciones internacionales –modern style, sezession, jugendstil, modernismo…– cuando se produce el desarrollo de una tipografía específica que simpatiza con las representaciones, cuando el texto deja de entorpecer la imagen y se convierte en un aliado a la altura de tanta belleza orgánica y ondulante. Para el triunfo de aquella simbiosis fue determinante el concurso de los artistas y diseñadores de carteles, profesionales familiarizados con un nuevo lenguaje publicitario destinado a un público más amplio. Ellos hicieron más por llenar el arte de palabras que cualquiera en los quinientos años anteriores de hegemonía cortesana, eclesiástica o académica.
Con las vanguardias históricas la palabra dio un paso más, y pasó de residir en los márgenes de las obras, para ayudar al espectador a descifrar su sentido o simplemente titular la escena, a protagonizar las composiciones, como un elemento sustentante o como un recurso estilístico tremendamente efectista. Ese aluvión de letras, ese viaje del extrarradio al centro, se produce simultáneamente en los distintos focos de la modernidad europea: Francia, Italia, Rusia…
Existe la creencia de que fueron los pintores del cubismo (analítico), en Francia, los primeros vanguardistas en usar el texto como un ingrediente más en sus obras –los historiadores del arte creen fundamental saber quién llegó primero, cuando lo verdaderamente importante es saber quién ha ganado más carreras–. La cuestión es que Pablo Picasso y Georges Braque comenzaron a insertar textos en sus creaciones en el invierno de 1911. En aquellos collages rabiosamente modernos el texto servía para aportar un plus de contemporaneidad, además de dotar de un plano verosímil a unas composiciones enmarañadas, cercanas a la abstracción. No sólo es que el texto ayudase al espectador a decodificar la obra, es que unas pocas palabras, perfectamente mimetizadas en la composición, funcionaban como un ancla realista en mitad de la tempestad. Aquellas letras de molde de los periódicos superaban la mera función decorativa o denominativa, añadían significados a la obra, la enriquecían, como una pastilla concentrada un caldo.
Por esa misma época, los futuristas italianos probaron los textos en sus creaciones. El futurismo, un movimiento artístico tan moderno estéticamente como brutal en su ideología, propugnaba una arte nuevo basado en la velocidad, el maquinismo, la violencia… eso sí, como corriente artística, el futurismo puede presumir de haber dado a las imprentas algunos de los textos más importantes para la teoría del arte moderno, además de haber sido pioneros en la feliz combinación en sus obras de textos e imágenes. Asimismo, el futurismo propuso, por primera vez en el arte de las vanguardias, una conjunción entre arte y vida, sobre todo a partir de los años veinte y treinta, cuando sus seguidores pretendieron la exportación estética del movimiento a todas las disciplinas de la vida diaria: decoración de interiores, arquitectura, diseño, cocina, literatura, publicidad… y para llevarlo a cabo no se ahorraron una sola letra.
Otros de aquellos modernos radicales se agruparon en torno al dadaísmo. Un movimiento internacional que tuvo sus cimientos fundacionales en el texto. No en vano, su creación, durante la Primera Guerra Mundial en un cabaret de Zúrich, se debió a dos escritores, Hugo Ball y Tristan Tzara. El dadaísmo puso sobre la palestra un arte tan repleto de referencias a la vida contemporánea como combativo. Para ese arte paradójico –pues lucha contra los convencionalismos del arte– los artistas hicieron uso del sarcasmo, del nihilismo, de la yuxtaposición de imágenes o del fotomontaje para una nadería majadera y bella de ideas, palabras y cachivaches encontrados. Una especie de anti-arte que ha acabado en los museos, otra paradoja vanguardista.
En Rusia, una sociedad marcada por la tradición artística del icono, que combina durante siglos imagen y texto sagrados, se produjo otro de los epicentros del seísmo textual en el arte contemporáneo. Y aconteció gracias a personajes como Natalia Goncharova, una pionera en el uso del texto como elemento ornamental, con una clara influencia estética del cubismo y futurismo. Luego vendrían los constructivistas y suprematistas, como Rodchenko y El Lissitzky, que fueron artistas totales –escultores, pintores, diseñadores gráficos y fotógrafos– y exploraron el lenguaje visual mediante formas geométricas abstractas o volumétricas en combinación con la tipografía. Ese trabajo de los artistas-diseñadores rusos, que probaban el veneno revolucionario en las distintas disciplinas artísticas, espoleará a otros inconformistas. De la Bauhaus, escuela creada con el ideal utópico de construir el futuro mediante la combinación de todas las artes, surgió un nuevo tipo de artista moderno. De allí procedía László Moholy-Nagy, también pintor, tipógrafo, fotógrafo y diseñador, quien mostró en sus creaciones una preferencia por el lenguaje abstracto y la influencia tanto del dadaísmo como del constructivismo. Y también profesor en la Bauhaus, el suizo Paul Klee, uno de los mayores coloristas del siglo XX y autor de una obra muy personal en la que, además de advertirse una evolución desde el expresionismo del Blaue Reiter muniqués a posiciones más abstractas y geométricas, hallamos verdadera pasión por la caligrafía. Si no quieres caldo, toma dos tazas.
«Con tus pinturas quieres obligarnos a comer estopa y beber queroseno», le dijo Braque a Picasso en 1907. Y ese queroseno es el mismo que puso en marcha el motor del arte contemporáneo en las ciudades, donde repartieron estopa no pocos artistas. La idea de la metrópolis moderna como gran tema para las vanguardias, ese concepto de que la vida contemporánea es urbana, fue un must para la iconografía de aquellos nuevos artistas. Desde los orfistas, como Robert Delaunay, hasta los expresionistas, como George Grosz, la ciudad permitía incluir el lenguaje publicitario en el arte, a través de los anuncios y las luces de neón. Presente en innumerables composiciones, la ciudad era ese marco incomparable al que no se podían resistir los amantes de la velocidad y vorágine modernas. Como el uruguayo Joaquín Torres García, en cuyas representaciones de Nueva York se adivina su posterior estilo (universalista) constructivo, con sus característicos pictogramas encajados en retículas.
Y cuando los surrealistas tomaron la palabra, se armó la tremolina. El belga René Magritte realizó la probablemente más célebre contribución a esta peculiar (e incompleta) historia de palabras en el arte: Ceci n’est pas une pipe (Esto no es una pipa), de 1929. Un juego de palabras (e imágenes) que pone en solfa la traición icónica del arte. La representación realista de una enorme pipa, glosada con una desconcertante negación, sirve para poner de relieve lo contradictorio de la creación artística, porque «esto» en realidad «representa» una pipa, o sea, que lo que vemos no es más que el truco de magia inventado por un artista. Otro belga, el escritor y pintor Henri Michaux, entusiasmado con el concepto polisémico del arte surrealista, le dio otra vuelta a la idea de representación artística del texto mediante una especie de escritura ilegible, el colmo del disparate. La obra de Michaux, esos signos febriles y dibujos mescalínicos realizados con tinta, son como ideogramas chinos sin significado, puro ornamento. A semejantes tentaciones sucumbieron también Max Ernst (Maximiliana, 1964.), con un alfabeto inventado, o el mencionado Paul Klee, que desarrolló una tipografía inexistente inspirada en el arte chino, o el estupendo pintor de letras y garabatos Cy Twombly.
Pero el momento culminante de esta alianza lingüística llegó con el pop a finales de los años cincuenta. Los artistas del pop se adueñaron de las imágenes de los mass media (tv, películas, cómic) para desmitificar la sociedad de consumo y subvertir la idea de originalidad y creación única en el arte. Esa cosificación del mundo contemporáneo tiene un sentido ambivalente, por un lado es crítico con el sistema y por otro se aprovecha de su estética comercial. Y en ese extenso catálogo de imaginería pop realista, se incorpora el texto de manera muy natural; como en las composiciones basadas en cómics de Lichtenstein, en las series numéricas de Robert Indiana y Jaspers Johns, en las obras del primer Rauschenberg, en los bodegones de Wesselmann y Paolozzi, en los botes de sopa (cómo no) Campbell de Warhol o en los décollages con carteles de Rotella, todo lo cual certifica un nuevo y posmoderno orden mundial de un arte sin límites –donde campa a sus anchas el pastiche, la yuxtaposición, la intertextualidad o la globalización–.
A partir de los años sesenta el texto se hace necesario para dotar de significado la obra o para explicarla, pues el arte se vuelve más complejo e inasible –expresionismo abstracto, neodadaísmo, arte cinético, minimalismo, arte conceptual, Fluxus, arte povera, land art, etc.–. Y tomo aquí prestadas unas palabras de Ernst Gombrich –«cuanto más nos acercamos a nuestra propia época, se hace cada vez más difícil distinguir entre las modas pasajeras y los logros duraderos»– para advertir de la vigencia del texto como núcleo de muchas composiciones artísticas, pues actualmente hay numerosos artistas que fundamentan su obra en las propiedades éticas y estéticas de la palabra, como Bruce Nauman, Ignasi Aballí, Zhang Huan o Nathan Coley, entre otros, pero aún es pronto para saber si se trata de un motivo efímero o perenne, esperemos que no pasen otros quinientos años para averiguarlo…