«El crepúsculo redondea suavemente los duros ángulos de las calles […] El asfalto rezuma luz. La luz chorrea de los letreros que hay en los tejados, gira vertiginosamente entre las ruedas, colorea toneladas de cielo.»
Manhattan Transfer (1925)
Hotel Savoy, Manhattan, Nueva York, 1911. Las vistas desde la ventana de la habitación en la que se alojan el pintor Joaquín Sorolla y su mujer, Clotilde García del Castillo, son espectaculares, algo que merece la pena guardar en la memoria. A sus pies la Quinta Avenida, con el constante trajín de personas, automóviles y coches de caballos; delante, la Plaza –que años después será rebautizada como Grand Army Plaza–, con la mansión de Cornelius Vanderbilt II en un extremo, el monumento ecuestre dedicado al controvertido general unionista William T. Sherman en el lado opuesto y el flamante hotel Plaza justo enfrente; y lo mejor de todo, una de las entradas principales a Central Park, la llamada Scholars Gate, y la vista panorámica del parque, el inmenso oasis arbóreo incrustado en la jungla de asfalto. Pocos lugares de la Gran Manzana compendian para el forastero tanto encanto, lujo y pintoresquismo típicamente neoyorquinos. Sorolla no puede resistirse a capturar semejante privilegio.
La isla de Manhattan sigue un esquema urbanístico reticular, es decir, que el trazado de sus calles se ordena en ángulos rectos. Y como en las antiguas ciudades romanas, una vía principal, el cardō, divide la isla longitudinalmente, de norte a sur. Ese eje es la Quinta Avenida, zona residencial de la alta sociedad a finales del siglo XIX, donde se ubican los principales restaurantes, clubes sociales y hoteles de la ciudad. En poco tiempo, las mansiones cederán el preciado (y escaso) espacio a las tiendas de lujo y a los rascacielos. Nada ejemplifica mejor el cambio de época que vive la Quinta Avenida hacia 1910 como la suntuosa mansión del millonario Cornelius Vanderbilt II rodeada de rascacielos. Vanderbilt quiso construirse un palacio que no tuviese parangón en la ciudad: inspirada en modelos arquitectónicos europeos –el gótico del château de Blois– y ubicada frente a Central Park, fue la vivienda privada más grande jamás construida en Nueva York.
Como decía, el desarrollo comercial en la ciudad de Nueva York fuerza a los millonarios propietarios de las mansiones, en los primeros años del siglo XX, a ceder el espacio de sus residencias para la construcción de enormes rascacielos. El suelo de Manhattan alrededor de la Quinta Avenida se convierte en un bien escaso y terreno abonado para la especulación. Aquellas enormes mansiones de las potentadas familias –Astor, Vanderbilt, Carnegie, Rockefeller, Warburg, Morgan, Tiffany, Withney, Huntington…– incrustadas entre rascacielos, estaban perdiendo su sentido. Así, la otrora apacible ciudad de costumbres europeas durante la llamada «Gilded Age» (Edad de Oro), es devorada por una metrópolis vertical (con los edificios más altos del mundo), frenética (la ciudad que nunca duerme) y superpoblada (más de cuatro millones de habitantes en 1910, y sólo en Manhattan más de dos).
En la primera década del siglo XX, el skyline de Manhattan, dominado durante años por edificios de menos de veinte pisos de altura, sufre una mutación espectacular. Primero con la construcción del singular Flatiron (1902), después con la batalla por llegar más alto, los 47 pisos del Singer Building (1908) frente a los 50 del Metropolitan Life Tower (1909) –construido el mismo año en que se erigió el Puente de Manhattan y el edificio más alto del mundo cuando Sorolla visita la Gran Manzana–. Aquel desmán especulativo se corregirá años después con la ley de zonificación de 1916, obligando a los constructores a levantar rascacielos con las plantas superiores escalonadas, que permiten la llegada de la luz al suelo y una mayor salubridad en las calles. Pero en la vorágine de los años diez, los neoyorquinos prevén una ciudad verticalmente feroz.
La fisionomía de la ciudad cambia al vertiginoso compás de los tiempos modernos: apabullantes infraestructuras, un tráfico rodado cada vez más incontrolable y un formidable cambio del tejido social –entre 1880 y 1920 Nueva York recibe millón y medio de inmigrantes; en 1910 el 40% de los habitantes de la ciudad son extranjeros–. En ese escenario urbano, los millonarios de la Quinta Avenida pierden su sitio, o sus sitios. Cada domingo, desde las ventanas de sus mansiones pueden ver Central Park atestado por trabajadores que disfrutan de sus momentos de asueto, o el insoportable tráfico en una ciudad sin semáforos y los problemas de seguridad que de ello se derivan –en 1910 se producen 471 muertes en la ciudad a causa del tráfico, en prácticamente todos los casos por atropello– (y viendo estas imágenes uno se pregunta cómo no fueron más, https://www.youtube.com/watch?v=gbvsHzmfKl8). De modo que esa élite acaba buscando espacios menos concurridos; el puritanismo victoriano de la «Gilded Age» en la Quinta Avenida –magistralmente evocado por Edith Wharton en La edad de la inocencia (1920)– se muda a zonas residenciales alejadas de Manhattan, donde ya sólo se va para tomar un té en el hotel Plaza o cenar en Delmonico’s –ambiente que refleja Francis Scott Fitzgerald en El gran Gatsby (1925)–. La moderna Nueva York (New New York) de los años diez es anónima y despiadada, con millones de trabajadores dispuestos a todo con tal de descollar y hacer realidad el sueño americano. Todo ello está presente en la novela Manhattan Transfer (1925), de John Dos Passos, donde la ciudad no es sólo el escenario de la trama sino su protagonista, héroe y villano sincrónicos. Con una narración fría y desapasionada por los personajes (como realizada desde un rascacielos), y con una innovadora técnica narrativa con constantes elipsis y flashbacks –más propia del cine que de la literatura–, Dos Passos retrata una isla de Manhattan acorde con los nuevos tiempos, en un espacio amenazante en constante transformación y por donde pulula la marabunta. En ese panorama, la Quinta Avenida como zona residencial de millonarios parecía cosa de otra época, un vestigio de la Edad de Oro.
¿Y qué pinta Sorolla en NY?
Cuando Sorolla visita por primera vez la Gran Manzana en 1909 es un artista en la cima de su carrera y en busca de nuevos retos. Premiado en la Exposición Universal de París en 1900, expone regularmente en Múnich, Londres y París. La crítica se rinde a sus pies y le llueven encargos de los personajes más importantes de su época –retrata, por ejemplo, a los reyes de España, Alfonso XIII en 1907 y Victoria Eugenia en 1908–.
El millonario Archer Milton Huntington será su principal mecenas en Estados Unidos y quien propicie y financie las dos estancias de Sorolla en Nueva York (1909 y 1911). Huntington, un apasionado hispanista, conoce la obra de Sorolla gracias a la visita de exposición antológica celebrada en las Grafton Galleries de Londres en 1908. Ramiro de Maeztu, en un artículo publicado en Buenos Aires a propósito de la exposición londinense, decía que Sorolla «debe tener la avaricia de querer pintarlo todo». Y esa voracidad y energía de la pintura del valenciano entusiasmaron a Huntington, quien decide celebrar la primera exposición del pintor en Estados Unidos un año más tarde, en la recién inaugurada sede de la Hispanic Society of America.
Actúa como cicerone de Sorolla y su familia en la Gran Manzana –pues en el primer viaje, además de Clotilde, le acompañan sus hijos María y Joaquín– el pintor y conservador de la Hispanic William E.B. Starkweather, antiguo discípulo de Sorolla en Madrid y al que se llevó consigo a Jávea en el verano de 1905. Starkweather es su sombra, hace de traductor y guía, además de colaborar en el montaje de las exposiciones de Búfalo y Boston, segunda y tercera parada del periplo norteamericano. Aquella exposición de 1909 supone un éxito sin precedentes en Nueva York, a pesar del frío invernal, con 160.000 visitantes y 20.000 ejemplares vendidos del catálogo en apenas un mes. Sorolla es saludado por la crítica como «un observador cuyo instinto es el de reproducir, casi con un automatismo irreprimible, aquello que momentáneamente capte su atención». Su triunfo se refleja con la venta de 195 cuadros y los encargos que llegan –casi treinta retratos de la alta sociedad, incluido el del presidente de los EE.UU., William Howard Taft–.
El objetivo de esta primera incursión americana, en palabras de Huntington, es que el artista «se haga con los recursos necesarios para satisfacer su sueño de tener una casa en Madrid que, con el tiempo, llegue a ser un museo». Y vaya si lo consigue, pues gana más de 180.000 dólares (el equivalente a unos 4 millones de dólares actuales) para la construcción de su casa-estudio, a la que la familia se trasladará a finales de 1911. El optimismo de Sorolla se desborda ante un futuro prometedor. «Me gusta Nueva York, aquí tienen la luz. Nueva York se parece a Madrid. Hay sol y cielo azul.»
En 1910, Huntington tantea a Sorolla para que decore la biblioteca de la Hispanic Society. Las negociaciones avanzan satisfactoriamente, pues el mecenas confía plenamente en el talento del artista y el artista en su capacidad para resolverlo con brillantez, además de estimar los pingües beneficios que le reportará. El contrato se firma finalmente en noviembre de 1911, en París, con el compromiso del artista de cumplir en cinco años el exigente encargo (3 metros de alto por 70 metros de largo). Tardará nueve años en completar su obra maestra, Visión de España, y un año después, agotado por los viajes por España y el colosal trabajo realizado, con cientos de bocetos, sufrirá un terrible ataque de hemiplejia, que impidió al artista contemplar su obra colgada en la Hispanic. En cualquier caso, es importante señalar que en los dos años previos a la firma de aquel contrato, entre 1909 y 1911, Sorolla no deja de pensar, planificar y esbozar la que será su obra maestra, el encargo de su vida, su mayor obsesión.
En 1911, Sorolla regresa para supervisar las nuevas exposiciones que se van a celebrar en Chicago y San Luis, además de realizar más retratos y reunirse en Nueva York con su mecenas Huntington –en una estancia en el Savoy, el mismo hotel en el que alojó dos años antes, que va del 22 de abril al 24 de mayo–, con vistas al referido proyecto de decoración de la biblioteca de la Hispanic. Es importante señalar que por ese encargo cobrará el que posiblemente sea el fee más alto en su época para un artista y que consumirá los mejores años de su vida artística, hasta dejarle completamente agotado. «El encargo de un gigante al hombre más pequeño», en palabras de Sorolla a Huntington en 1912. En esa segunda estancia le sorprende el vertiginoso crecimiento de la ciudad de Nueva York en sólo dos años.
Por la facilidad de Sorolla para pintar, la rapidez con el pincel, el acierto con el color y la perfecta elección del momento para captar las escenas, se ha interpretado en muchas ocasiones su obra como la de un genio superdotado con dones innatos, cuando en realidad es la consecuencia de un trabajador infatigable, que aprendió el oficio a base de miles de horas de esfuerzo pintando del natural (a la intemperie) y varios cientos de tentativas fracasadas. Un bagaje que le impulsa a aceptar un desafío con el que ningún otro artista se habría atrevido. Una profesionalidad que le llevaba a ser pintor todo el tiempo, sin descanso, como cuando dibuja en el reverso del menú a los comensales de la mesa de al lado mientras espera que le sirvan la comida. El mismo Huntington, durante la preparación de una de las exposiciones norteamericanas del valenciano, se jacta de haberle conseguido cansar «un poco».
Estados Unidos «es el país ideal para los artistas», así lo declara el propio artista al New York Times, el 21 de mayo de 1911. El país de las oportunidades ofrece un mercado con inéditas posibilidades: en 1911 Sorolla acumula beneficios, en sólo unos pocos meses, por valor de 113.000 dólares; 443.000 dólares si sumamos las ventas de obras y el encargo para la decoración de la Hispanic, el equivalente a más de 11 millones de euros actuales. Cómo no aprovechar semejante golpe de suerte en su más fecundo momento creativo –más tarde, en los años treinta, los precios de sus obras caerán estrepitosamente–. En Nueva York, mientras pergeña su obra más ambiciosa y colosal, se entretiene realizando estos fabulosos gouaches desde la ventana de su hotel. Como los ha definido su bisnieta, Blanca Pons-Sorolla, «impresiones leves y sentidas de lo que al artista le gusta y quiere guardar como recuerdo».
Esas «impresiones leves», en soportes reciclados, y pese a no ser concebidas para el mercado del arte, no son obras menores, sino la expresión más pura e íntima de un artista en estado de gracia. Llama la atención la excepcionalidad de estas creaciones con respecto al resto de su obra del momento, pues son paisajes urbanos, con varios nocturnos y vistas nevadas, justo lo contrario de lo que podría esperarse del principal «pintor de la luz». Y es que Nueva York, y lo que percibe desde la ventana de su hotel, es algo distinto a lo que está acostumbrado. Vistas en picado que permiten dar rienda suelta a su pasión por la estética fotográfica y aplacar su pulsión creativa incontrolable, pues Sorolla es un workaholic impenitente, que pinta a la menor ocasión y que mira como si tuviese pinceles en los ojos.
Desde la ventana del Savoy Sorolla tiene el mundo a sus pies. No es sólo la percepción del Nuevo Mundo, sino la posibilidad de una realización completa como artista: un éxito capaz de colmar sus ambiciones. Y todo le es propicio. Nueva York, el éxito de crítica y ventas, el descubrimiento de Huntington, la Hispanic, el lujoso hotel en el que se aloja –a sólo una manzana de distancia de la mansión de su mecenas; espacio que hoy ocupa la célebre joyería Tiffany’s (inmortalizada en Desayuno con diamantes)–. Sorolla no puede resistirse a semejantes privilegios.
¿Y quién es Archer Huntington?
Archer Milton Huntington compendia todas las cualidades del ideal de mecenas para Sorolla: uno de los hombres más ricos de Estados Unidos, enamorado de la cultura española, ávido coleccionista, joven filántropo que acaba de abrir su museo en Manhattan y absolutamente fascinado por la obra del artista, decidido a no escatimar esfuerzos o recursos para promocionar su «descubrimiento». La confianza en Sorolla es tal, que lo incluye en su red de pintores ‘ojeadores’ españoles que buscan piezas valiosas para conformar su colección –como Raimundo de Madrazo y López Mezquita–.
Archer es el producto de su madre, Arabella, «Belle», y sus orígenes son difusos. Arabella Duval Yarrington probablemente nace en Richmond (Virginia) en 1850, aunque no consta en ningún registro de nacimiento. De origen humilde, su padre, que trabaja en una fábrica, muere cuando ella es una niña. Para sustentar a sus cinco hijos, su madre abre una casa de huéspedes, que prospera durante la guerra civil americana, pues Richmond, capital de la Confederación, duplica su población durante ese periodo. Una vez finalizada la guerra, y aunque esto tampoco consta en ningún registro, la joven Arabella se casa con John Archer Worsham, propietario de un salón de juego. El magnate del ferrocarril Collis P. Huntington –fundador de Central Pacific– acude a Richmond por negocios en 1869 y frecuenta el salón de juego de los Worsham, pues aunque Huntington no es amigo de los vicios, sí es un apasionado de los juegos de cartas. Allí queda prendado de Arabella, a pesar de estar ambos casados y de llevarse más de 30 años de diferencia, e inician una relación secreta.
En 1877 Arabella se traslada a vivir a Nueva York con el pequeño Archer, fruto del adulterio. En ese momento, Arabella se presenta ante la sociedad neoyorquina como una viuda y, gracias a la asignación económica del magnate ferroviario, despliega un tren de vida muy por encima de sus posibilidades. Viajes, compras y, lo más sorprendente, comienza a interesarse por el arte y a estudiar francés. Aunque sabe que no va a ser aceptada por la alta sociedad por sus orígenes humildes, se empeña en preparase (y preparar al pequeño Archer) para convertirse en una mujer culta, refinada y cosmopolita. Decora su casa con todo lujo –más tarde fue comprada, decoración incluida, por John D. Rockefeller (http://www.metmuseum.org/press/exhibitions/2015/gilded-age-furniture)– y comienza una febril actividad como coleccionista de joyas, antigüedades y pintura.
La mujer de Collis Huntington fallece en 1883, después de una larga batalla contra el cáncer. Arabella y Collis, tras una relación secreta de 14 años, tardan sólo un año en casarse. Collis P. Huntington le da su apellido al joven Archer y construye para su «Belle» una imponente mansión en la Quinta Avenida, junto a los Astor y los Vanderbilt. Cuando fallezca Collis en 1900, dividirá la mayor parte de su herencia entre Arabella –15 millones de dólares– y su sobrino Henry E. Huntington –25 millones de dólares–; Arabella acabará casándose con Henry, sobrino de su marido, y por tanto primo de su hijo, en 1913. Cuesta imaginarse el escándalo que algo así podría provocar en la alta sociedad neoyorquina de principios de siglo.
En este ambiente, Archer Milton Huntington crece bajo la abnegada protección de su madre, de la que prácticamente no se separa nunca. De ella, hereda la perspicacia y la sensibilidad artística; de su padre adoptivo (en realidad padre biológico), hereda un físico corpulento y varios millones de dólares. Con su primer padre (Worsham, el putativo) fuera de combate –no falleció, sino que según parece el magnate financió su retirada en Richmond– y con otro multimillonario que paga las facturas, pero con el que no comparte gustos e intereses, Archer se centra en los estudios, aislado de los convencionalismos sociales. Gracias a su madre recibe una esmerada educación con largas estancias en Europa. Con doce años, y tras visitar la National Gallery de Londres, le confiesa a Arabella su sueño: vivir en un museo. Poco después descubrirá su otra gran vocación, la cultura española.
Su viaje iniciático a España acontece en la primavera de 1892. El joven Archer, espoleado por su tutor, William Ireland Knapp –un prestigioso hispanista de la Universidad de Yale–, se lanza a satisfacer su curiosidad por la exótica España –en aquel momento un país subdesarrollado y con poco tirón comercial para los extranjeros–. Realiza largas excursiones a lomos de mula, como la ruta del Cid, de Burgos a Valencia –andurriales algo peligrosos para un millonario–, y visita también La Coruña, Navarra, Asturias, León y Madrid. Se trata del primero de sus viajes a España, una aventura antropológica, artística y fotográfica en la que va diseñando su plan para adquirir objetos destinados a la futura Hispanic Society. Así lo anota en su diario: «el primer viaje tienen que ser las ciudades, el país y la gente. Luego, la compra de libros y visitas a las bibliotecas y finalmente la historia y la arqueología. Se solaparán unas cosas con otras, claro, pero es mejor empezar con un plan para cubrir varios viajes».
En el colmo de la extravagancia, Archer ha rechazado dedicarse a los negocios familiares y focaliza su energía en el estudio, la escritura, la arqueología y el coleccionismo de pintura española (Velázquez, Goya, El Greco, Zurbarán, Ribera, Zuloaga, Sorolla…). En 1895 se casa con su prima Helen Manchester Gates, sobrina de su padre adoptivo Collis. La ceremonia tiene lugar en Londres, la misma ciudad en la que ella le abandonaría años después con una mísera nota en la habitación de su hotel, aburrida por la dedicación enfermiza de su marido hacia los proyectos filantrópicos y culturales. En esos años previos a la fundación de la Hispanic Society, su actividad se centra en dotar de contenido el futuro museo y colmar sus inquietudes intelectuales. En 1902 adquiere por medio millón de francos la impresionante biblioteca de literatura española del marqués de Jerez de los Caballeros, lo cual indignó a Menéndez Pelayo. Realiza su propia traducción de El Cid en tres volúmenes, trabajo que le ocupa once años, publica en 1897 un libro con las notas de sus viajes por el norte de España, así como la edición de numerosos facsímiles de clásicos hispánicos, ante el estupor de los principales eruditos y bibliófilos españoles.
En mayo de 1904, Archer por fin cumple su sueño infantil y funda la Hispanic Society of America, museo gratuito y centro hispánico de investigación. Abre al público en enero de 1908 y en 1909 se celebra su primera exposición: la referida de Joaquín Sorolla.
¿Sorolla pintor o Sorolla fotógrafo?
Uno de los temas favoritos de la pintura impresionista europea de finales del XIX es la propia ciudad. Tomar el pulso de la urbe mediante «impresiones» que simplemente pretenden captar un instante fugaz y cambiante, en un impreciso decorado con transeúntes en movimiento y bajo una luz que metamorfosea los volúmenes. Se puede ser un pintor moderno tanto por cómo se pinta como por lo que se elige pintar. Y las grandes ciudades nacidas de la revolución industrial son el escenario perfecto para unas «tomas» más audaces. Las luminarias eléctricas en mitad de lo noche, las vistas en picado desde los edificios, el movimiento de los vehículos, la atmósfera, el tumulto, el vértigo… Insuflan a unas composiciones intrascendentes (en lo temático) una fuerza y capacidad evocadora insuperables. En Estados Unidos, Nueva York, la ciudad vertical, ofrece perspectivas muy interesantes, y a partir de los años diez destrona a París como indiscutible protagonista en este tipo de representaciones, con vistas urbanas tomadas a mayor altura, que a partir de los veinte derivarán a efectistas composiciones inhumanas, específicamente arquitectónicas.
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Joaquín Sorolla, que en los años diez no es precisamente el prototipo de pintor vanguardista, pues se considera a sí mismo un representante del impresionismo –movimiento artístico a punto de cumplir los cuarenta años de edad–, realiza con estos gouaches del Savoy un ejercicio de innegable modernidad, o mejor, de contemporaneidad. Quizá sea producto de la casualidad, el prurito creativo del pintor en un ambiente cómodo donde explayarse, sin pensar en el qué dirán o qué pensarán, pero lo cierto es que estas vistas lo hermanan con una corriente pictórica del arte norteamericano que está surgiendo en el mismo lugar y momento y que tiene su correlato en el ámbito de la fotografía. Sorolla desde su ventana pinta como un impresionista, pero mira como un fotógrafo.
La fotografía ha sido un instrumento útil para los artistas desde el siglo XIX. Antes que Edgar Degas o Édouard Manet, ya lo utilizaron como apoyo para sus creaciones pictóricas Delacroix, Ingres o Courbet. Pero el inicio de la influencia formal de la fotografía en la pintura se produce con los pintores impresionistas, en el último cuarto del siglo XIX, cuando hallan un lenguaje muy apropiado para sus objetivos de documentar el paisaje urbano y registrar el instante: por la supremacía de la mancha y la luz frente al dibujo, la posibilidad de perspectivas insólitas, el interés por lo anecdótico, los motivos cortados, el fuera de campo, etc. A este respecto, es revelador que la primera exposición del grupo impresionista se celebre en el estudio de un fotógrafo, Félix Nadar, en 1874, y que uno de los principales pintores del impresionismo, Edgar Degas, sea además un consumado fotógrafo, que no sólo se sirve del medio sino que experimenta todas sus posibilidades estéticas, como demuestran sus conocidas escenas de bailarinas.
La fotografía vive una revolución en la década de los ochenta del siglo XIX con ciertas mejoras técnicas que facilitan la difusión de las cámaras portátiles, más manejables. El gelatinobromuro de plata y las nuevas técnicas de positivado ensanchan los límites de la fotografía, permitiendo pasar de una fotografía de posado, rígida y artificiosa, propia de estudios con decorados de cartón piedra, a la instantánea, más natural y versátil. Y aparece entonces la figura del fotógrafo aficionado y un furor por el medio sin precedentes. Igual que la pintura, la fotografía descubre el paisaje y la vida urbana como temas asequibles para cualquier advenedizo. En consecuencia, los estudios fotográficos sufren una paulatina pérdida de su clientela, que los profesionales superan con los encargos de retratos de las clases acomodadas, que nunca cesan. De todo ello es víctima Antonio García Peris, mentor y suegro –por orden cronológico– de Joaquín Sorolla, y uno de los fotógrafos más relevantes de España a finales del XIX. El propio García Peris expresa a un colega su incertidumbre ante los nuevos tiempos: «Se acabó la profesión. En adelante todo el mundo hará fotografías».
Es capital señalar que Sorolla comienza como pintor profesional coloreando fotografías para su suegro, propietario del principal estudio en la ciudad de Valencia. García Peris se hace cargo de aquel huérfano talentoso, al que permite pintar en un espacio reservado de su estudio fotográfico. Y allí se familiariza Sorolla con la técnica fotográfica, con esos encuadres tan distintos a los de la pintura académica, y descubre las posibilidades que le ofrece para su trabajo como pintor, sobre todo en lo relativo a las composiciones. La fotografía es una herramienta más para el análisis de la realidad, fácil de traducir al lenguaje pictórico y que influye en el modo en que Sorolla compone las escenas, en los fuertes contrastes de luces y sombras, en los picados abruptos, en la idea tan ‘sorollista’ del desenfocado, de la fragmentación de planos, de los encuadres casuales y de retirar del centro de la composición a los protagonistas de las escenas. Sorolla produce una obra visualmente muy fotográfica, comprensible y familiar para el espectador contemporáneo, en la era de la reproductibilidad técnica. Como vemos, la relación de Sorolla con la fotografía es muy íntima, pues no se limita a atesorar una importante colección de instantáneas o un álbum familiar muy completo, ni a hacer acopio de imágenes que le sirvan para realizar retratos de encargo en su estudio, sino que la influencia formal de la fotografía es determinante en su obra.
Antonio García Peris es un fotógrafo clásico que no sucumbe a la tentación de la manipulación de la imagen, tan de moda en los primeros años del siglo XX. El pictorialismo (o pictoricismo) es un movimiento que desde finales del XIX reconoce, por influencia de la pintura impresionista, los valores artísticos de la fotografía a través del encuadre, la iluminación o el retoque. El pictorialismo crea imágenes únicas, que no pueden ser duplicadas, y algunas de las figuras señeras de esta corriente, y de la historia de la fotografía, como Alfred Stieglitz, Edward Steichen, Paul Strand o Alvin Langdon Coburn, operan en Nueva York bajo la denominación de Photo-Secession.
La principal reivindicación de este movimiento es la dimensión artística de la fotografía. Stieglitz y los suyos abogan por las imágenes que irradian sentimientos y que manifiestan el espíritu de sus creadores, proponiendo una especie de fotografía anti-fotográfica, es decir, no estrictamente objetiva. Los temas y modos de sus creaciones están emparentados con los gouaches de Sorolla y con las vistas urbanas americanas de los años diez: las calles de Nueva York, la noche, los rascacielos, los efectos atmosféricos, las vistas desde la ventana, el tráfico… Todo ello está en la publicación de referencia del grupo, la revista fundada y dirigida por Stieglitz Camera Work (1910-1917), reconocida unánimemente como la primera gran revista de fotografía, por la alta calidad de las reproducciones –fotograbados que hoy forman parte de las colecciones museísticas de medio mundo– y por sus aspiraciones artísticas.
Las escenas urbanas de Nueva York de estos fotógrafos son el resultado de horas de espera, bajo condiciones inclementes en muchos casos, del momento apropiado para conseguir capturas extraordinarias, con sorprendentes puntos de vistas, como pinturas hechas a máquina. Stieglitz es un artista con cámara, un pionero, y además es el maestro ideal que estimula y da cobijo a los jóvenes fotógrafos en su cuartel general de la Quinta Avenida, la Galería 291. Allí celebra el grupo importantes exposiciones fotográficas, con un despliegue de medios a la altura de las muestras que en las que se presentan pintura y escultura. Además, Stieglitz, con una gran visión artística, utiliza el espacio para presentar en Estados Unidos a los más importantes representantes de la vanguardia europea, como Matisse, Cézanne, Picabia, Duchamp, Rodin o Brancusi. En su galería expone por primera vez Pablo Picasso en Nueva York, entre marzo y mayo de 1911, precisamente cuando Sorolla realiza su gouaches. Pero las concomitancias entre Sorolla y el grupo de Stieglitz son múltiples: Stieglitz residió en el Savoy con su primera mujer, y tanto él como sus acólitos fotografiaron de noche la (Grand Army) Plaza y la Quinta Avenida.
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La definitiva ruptura con el concepto pictorialista en la obra de Stieglitz se constata con una serie conceptualmente afín a los gouaches de Sorolla, «From a Back-Window», de 1915. Vistas fotográficas de la ciudad desde la ventana de su estudio, que luego tendrán su prolongación pictórica en el grupo de cuadros que su mujer, Georgia O’Keeffe, pinta desde la ventana del hotel Shelton, donde vive el matrimonio entre 1925 y 1936. La confesión de Stieglitz a R. Child Bayley, editor de la revista Photography, es suficientemente explícita: «He hecho bastantes fotos recientemente. Son muy directas. Retratos y edificios de la ventana trasera del 291, una serie de paisajes e interiores. Todo relacionado […] tan directo y tan intensamente honesto». Directo e intensamente honesto, como la imagen de Manhattan desde la ventana en aquellos gouaches de Sorolla, que funden la viveza del pincel impresionista con el verismo del objetivo fotográfico. Un gigante que rezuma luz en una porción de cartón.
Sobre la relación de Sorolla y la fotografía os sugiero leer mi tesis doctoral sobre el tema en siguiente link: https://eciencia.urjc.es/handle/10115/12093