Por María López
Mis padres, los pintores Antonio López y María Moreno nacieron en 1936 y 1933 respectivamente. Se conocieron en la Escuela de San Fernando de Madrid en los años cincuenta. Se casaron en 1961 y han trabajado juntos, codo con codo, hasta hoy. Ahora tienen 81 y 82 años. Como la mayoría sabe, sus trayectorias profesionales y vivencias van unidas a ciertas figuras, como las del pintor Antonio López Torres, tío de mi padre, Francisco y Julio López Hernández, Isabel Quintanilla, Amalia Avia y Esperanza Parada, casi todos reunidos en esta exposición.
Fue en El Casón, en la Escuela de San Fernando, en la Escuela de Artes y Oficios y en la Academia Peña donde, durante esos años posteriores a la posguerra, tomó forma ese grupo de pintores y escultores, que ahora se conoce como «Realistas de Madrid», porque Madrid fue su punto de encuentro y porque representan la cabecera generacional del realismo español contemporáneo. Fueron los que iniciaron la andadura de un nuevo realismo moderno en España, casi de forma paralela al nuevo realismo americano, de carácter más hiperrealista.
Se les denomina «de Madrid», pero en realidad habría que referirse a ellos por sus nombres, porque cada uno de ellos ha practicado un realismo diferente y con unas características propias que les identifican. Históricamente se les ha agrupado por sus afinidades personales, porque se crearon lazos de amistad y de pareja entre ellos; pero también porque había una sintonía plástica, conceptual y de pensamiento muy fuerte. El lazo más sólido, en sus coincidencias, en su afilada y aguda percepción de la realidad y el arte, creo que es el que existió entre Antonio y Francisco, aunque quizá me equivoque. Es mi sensación ahora, después de tantos años conociendo cada vez mejor sus obras y repasando recuerdos. Me asombraba cuando en ocasiones les oía en conversaciones, hablaban con un sentido crítico a veces extremo, y yo me preguntaba cómo podía ir unido eso a una sensibilidad tan honda, creo que sólo cuando se es tan bueno como ellos se justifica tal severidad. Recuerdo a Paco en el estudio de mi padre, echándole una mano cuando tenía que patinar o terminar de retocar alguna escultura de las que Antonio tenía que mandar con prisas a alguna exposición. Aquello era más que hablar y charlar entre amigos. A mi padre le hubiera gustado trabajar con Paco en más ocasiones. Realizaron, a tres bandas –ellos dos con Julio López–, la monumental escultura de los anteriores reyes que ahora se encuentra en Valladolid. Creo que fue una experiencia buena para ellos, porque durante estos dos últimos años hablaban de nuevos proyectos.
En conjunto, sin atender ahora a las diferencias técnicas o estilísticas de cada uno de los artistas de los que estamos hablando, me pregunto por qué se les ha relacionado tanto entre sí, hasta el punto de considerarlos un «grupo». Creo que por su respetuosa forma de mirar la realidad, es decir, como algo a lo que desean acercarse. Y también por una común reivindicación de los temas apegados a la vida; las experiencias, el espacio íntimo y, en algunos casos más que otros, por el foco de atención puesto en la figura humana tal como es. La admiración de casi todos por el mundo antiguo, griego y egipcio, donde la escultura llegó al nivel más alto de la historia en la combinación de lo expresivo y real, les marcó definitivamente. También a mí personalmente me parece un rasgo renovador y diferenciador el hecho de que no tuvieron que cumplir con las expectativas de renovación formal, temática o matérica de lo que se consideraba entonces moderno, porque han confiado en que el lenguaje de la realidad tenía una riqueza y un recorrido inagotables.
La luz –y ahora conecto de nuevo con mis padres– es ese ingrediente que, como pintora, transformó a mi madre, como se transforma una persona que descubre por fin algo decisivo y necesario para vivir. El impacto que le produjo conocer la pintura de Antonio López Torres y el trabajo compartido al lado de mi padre dieron un giro a su forma de ver la realidad. Su personalidad sensible, introspectiva, generosa, siempre se ha reflejado en su trabajo. Me impresiona cómo su obra, pintada con esa luz, esos colores y esas formas en ocasiones poco rigurosas, consigue transmitir una altura espiritual que es muy real, alejada de la fábula, de la invención y de la estética. Es como si representara un mundo que no existe, como si buscara en esa forma de mirar un consuelo personal. Y mi padre, que es en cambio más expansivo y mejor comunicador –a veces incluso arrollador–, no ha manifestado jamás tanta admiración como por la pintura y las cualidades de mi madre como persona. Admira sobre todo esa facilidad, innata, relacionada directamente con la sensibilidad y con una manera de ser y de sentir.
Para los dos, pero más para mi padre, trabajar con la realidad de forma directa es una conquista que le ha permitido descubrir muchas cosas, ahondar en lo conceptual, en el espacio de las ideas y en lo técnico. Hasta dónde se puede o debe llegar en el proceso de captación de lo real y cómo combinar la fidelidad a lo real con la expresividad de lo que representa, son tareas que le han llevado toda una vida. Su mérito ha sido el de crear una imagen enigmática, que es sólo suya, cada vez más depurada, con la realidad delante como fuente de inspiración. El arte, hoy más que nunca, tiene que ver con el talento y el conocimiento.
Eso es lo que más me inspira de él. Mi padre todavía pinta, esculpe y prepara sus lienzos. Se levanta cada día dispuesto a trabajar. Me llama mucho la atención que comience tanta obra nueva a sabiendas de que no podrá terminarlas todas. La experiencia de comenzar obras sin saber cuáles podrá llevar a cabo es algo que sólo sucede a esas edades. Veo que muchos de esos trabajos los ha comenzado en su cabeza hace años. En general, acepta de forma admirable las circunstancias adversas que le llegan. Sabe que el trabajo es sagrado, lo que le mantiene vivo. Cómo corrige, cómo conserva la tensión por el trabajo, cómo es incapaz de aceptar el atajo, cómo sigue deseando conocer la verdad esencial de las cosas y cómo lo hace sin engañarse a sí mismo. Para mí es una experiencia y un ejemplo tan valioso como todas las obras que haya podido realizar desde que, casi de niño, comenzó a producir. En lo que hace veo las tripas, los sentimientos, un cierto sentimiento de trascendencia y mucha belleza.
Aunque mi madre no trabaja desde hace años, ha sido Pintora hasta el final. Para ellos esto supone amar su trabajo, creer en él profundamente, ser fieles a un lenguaje, el de la realidad, y sentir una tremenda admiración y respeto el uno por el otro, tanto que me hace creer que sus vidas han sido el máximo a lo que se puede aspirar. Sin terminar de comprender lo que eso significa.