«Only Spaniards can be Cubists.»
Gertrude Stein
La boutade chovinista de Stein resulta especialmente oportuna en estos tiempos de apogeo nacionalista, pues nunca antes –ni después– tuvo el arte internacional de vanguardia tantos protagonistas españoles. Para Stein, que de esto sabía un rato, los verdaderos cubistas eran Pablo Picasso y Juan Gris, uno como fundador del movimiento y el otro como artífice de sus más altas cotas de refinamiento. Las razones que sustentan esa teoría son diversas, aparte de la fuerte amistad de la norteamericana con ellos –a Juan Gris llega a financiarle en los años más precarios de la contienda, cuando su marchante Kahnweiler tiene que tomar las de Villadiego–, o de la especial simpatía que siente por España y su cultura. Cree Stein en una idiosincrasia española apropiada a la estética cubista, a saber, un pueblo familiarizado con la abstracción mediante sus rituales, un materialismo típicamente español no basado en la posesión sino en la acción y que durante siglos, y antes de que surgiese el movimiento, convive de forma natural con el cubismo en diversas áreas de su vida, desde la arquitectura a la manera en que presentan los objetos en sus tiendas. Todo ello es, cuando menos, cuestionable.
A principios del siglo XX, en los cenáculos artísticos de París se habla mucho español. Félicien Fagus, en una reseña publicada en la Revue Blanche a propósito de la primera muestra parisina de un imberbe Picasso, que expone junto a Iturrino en la galería Vollard en 1901, apunta que París vive una «invasión española». Además de los propios Picasso e Iturrino, pululan por la Ciudad de la Luz una pléyade de jóvenes artistas patrios: Sunyer, Nonell, Anglada, Canals y Losada, como poco antes lo habían hecho Zuloaga, Utrillo, Casas o Rusiñol.
Pero París no es un territorio spaniard en exclusiva, A partir de un determinado momento, concretamente durante la llamada «segunda vida» del cubismo, que digamos se inicia hacia 1911-1912, la gramática del movimiento se enriquece con la participación, en mayor o menor medida, de un sinfín de artistas extranjeros (no franceses) de la imprecisa nación cubista: los rusos Archipenko, Goncharova, Lariónov, Sonia Delauny; los españoles Picasso, Gris, Blanchard, Gargallo; los italianos Severini, De Chirico; el holandés Mondrian; el lituano Lipchitz; el mexicano Rivera; el alemán Feininger; el suizo Klee; el checo Kupka; el polaco Marcoussis; el rumano Brancusi…
Al margen de ciertas soluciones técnicas concretas –ruptura de la perspectiva convencional o geometrización de las formas–, la propuesta estética del cubismo es la de una pintura pura que no es ni descriptiva, ni anecdótica, ni sentimental, ni ideológica. La pintura no como un medio de representación de una realidad cualquiera sino como un fin en sí misma, una materialidad plástica autónoma, y ésta es quizá la gran aportación del cubismo al arte del siglo XX.
El cubismo, un movimiento formal y conceptualmente alejado de la política, se ve arrollado por la marea nacionalista que vive la Europa prebélica. En 1912, el año en que Gris debuta como cubista en el Salon des Indépendants, donde expone su Homenaje a Picasso, se pone de manifiesto una nueva vertiente del cubismo, más científica –por llamarlo de alguna manera–, a través sobre todo de la Section d’Or (decenas de pintores afines al grupo de Puteaux). Se trata de una escisión del cubismo hermético y monocromo anterior, el llamado «analítico» de Picasso y Braque. Momento en que cierta crítica conservadora trata de dividir el cubismo, un movimiento universal, entre franceses y extranjeros.
A partir de 1912 ya se puede hablar con propiedad de cubismos. En un lado, y atados con una misma soga, Braque y Picasso, encaramados a las posibilidades estéticas del movimiento mediante los collages y papiers collés. Son los llamados «cubistas de galería» (la de Kahnweiler) frente al resto, los «cubistas de salón», que exponen públicamente como grupo al margen del todopoderoso tándem fundacional. Es entonces cuando Picasso abandona el insalubre «Bateau Lavoir» y deja solo a Gris, el único artista capaz de eclipsar al dúo dinámico del cubismo y que inteligentemente aprovecha las lecciones que toma de ellos en Céret en 1913, el uso de un color más vivo y una mayor síntesis pictórica. A partir de entonces Gris vuela solo. Es un recién llegado y pronto se convierte en la principal figura cubista, primero de la mano del galerista Daniel-Henry Kahnweiler y a continuación de Léonce Rosenberg. Los mandamases del cubismo en la sombra.
Ese año de 1912, en el Salon d’Automne una Maison cubiste ideada por uno de los hermanos Duchamp (Raymond) se convierte en el colmo de la excentricidad moderna. Se trata de una gamberrada en forma de arquitectura efímera, un hôtel de 10 metros de alto con dos habitaciones de ambientación burguesa y que incluye como parte de la decoración un puñado de pinturas cubistas. La performance evidencia la colonización de la vanguardia del tradicional espacio burgués. El hecho de que en esa edición del salón un tercio de los artistas modernos (cubistas, fauvistas y futuristas) que participen sean extranjeros propicia cierta desconfianza entre la crítica, llegando a advertir del peligro de semejante «invasión» con conclusiones prejuiciosas, como en la revista Art et décoration, donde se señala que «si el futurismo es italiano, el cubismo es español». Las propuestas cubistas son interpretadas como un ataque a la dignidad artística francesa y el elevado número de expositores y miembros del jurado foráneos se convierte asimismo en una polémica de orden político, llegando incluso a debatirse parlamentariamente en la Asamblea Nacional.
A la polémica contribuye el surgimiento de un movimiento nacionalista radical y reaccionario, y con creciente influencia, la Action française de Charles Maurras y Maurice Barrès, que despega con fuerza a partir del affaire Dreyfus, escándalo judicial –el primer proceso mediático de la historia– que agita Francia entre los años 1894 y 1906, un asunto de espionaje alemán en el que fue acusado y condenado injustamente un alto militar francés de origen judío. De modo que en aquel momento la sociedad francesa está fuertemente polarizada, y en uno de los extremos están los nacionalistas conservadores de Action française, que perciben el cubismo como una trama germano-judía para socavar la cultura francesa.
En ese ambiente tan convulso se produce la consolidación del movimiento a través de los primeros textos teóricos, formulados por los protagonistas del aluvión cubista. En todos ellos se trata, no por mera casualidad, una serie de conceptos más acordes con la política que con lo artístico. A veces de manera sesgada y otras de forma explícita, son las banderas ondeando en el aire de la revolución cubista, en medio de la tormenta que antecede a un conflicto internacional de proporciones catastróficas: la Gran Guerra.
Obviamos aquí el corpus literario propiamente cubista, los caligramas, la fusión de poesía e imágenes plásticas, que añaden un valor artístico a los signos lingüísticos –Apollinaire, Reverdy, Jacob, Gerardo Diego, Cendrars, Cocteau… y por encima de todos ellos el chileno Huidobro–, que por vastedad e importancia en el desarrollo del movimiento merecería un espacio propio. No en vano, alguien podría elucubrar con que el cubismo comienza a pergeñarse en una cama caliente, la que comparten en el estudio del Boulevard Voltaire el poeta Max Jacob y el pintor Pablo Picasso.
Entre los textos teóricos del cubismo destaca Du cubisme (1912), de Albert Gleizes y Jean Metzinger, el que puede considerarse manifiesto fundacional del movimiento, usando incluso para la definición el término peyorativo «cubisme» que inventó Vauxcelles. El cubismo se emancipa e intenta explicarse, formular sus genuinas teorías acerca de la multiplicidad de puntos de vista, la simultaneidad, los conceptos de espacio y tiempo, etc. Pero en ese ambiente tan beligerante y xenófobo pretender exponer la pureza del cubismo sólo con argumentos técnicos no es suficiente, por lo que decide a continuación Metzinger justificar la génesis del movimiento en otro libro, Cubisme et tradition (1913), proponiendo como origen del cubismo la raíz céltica y gótica, como alternativa a las tesis nacionalistas de la Action française, que reclama la herencia latina de Francia.
El poeta Guillaume Apollinaire, ese mismo año, publica Méditations esthétiques. Les peintres cubistes, libro fundamental para entender la génesis del cubismo y sus derivas posteriores. En el texto, Apollinaire, que en principio era reacio al término «cubistas» (prefería «nuevos»), medita, entre otros muchos asuntos, sobre el carácter puro y primitivo del movimiento y su relación con la realidad, más adecuada al mundo actual, considerando así la práctica cubista como una especie de nuevo clasicismo de naturaleza latina que «reviste a sus creaciones de una apariencia grandiosa, monumental, que sobrepasa lo concebido antes por los artistas de nuestra era». También de 1913 es el texto de Maurice Raynal «Qu’est-ce que le “Cubisme”?», donde se analiza de nuevo el linaje de la escuela, remontándose a los primitivos renacentistas, y su verdad artística, su realismo, como un concepto indisoluble de la lógica, la ciencia y la razón. El nuevo cubismo visto como una especie de bachillerato de ciencias mixtas, una síntesis perfecta de álgebra y latín, de geometría y poesía.
Porque se puede ser clásico y cubista, así lo entienden muchos protagonistas de esta historia, cada uno desde su óptica, desde André Lhote a Paul Dermée u Ozenfant, o desde Kahnweiler a Rosenberg. A partir de la Gran Guerra la deriva clásica del cubismo se identifica indefectiblemente con el «retorno al orden», pero lo cierto es que en medio de la vorágine cubista, asociar el estilo con el clasicismo significaba ponderar su magnitud y garantizar su pervivencia. Aunque no sea tan fácil de explicar con palabras, sí lo es mediante la contemplación de las propias pinturas; ¿cómo no van a ser tenidas por clásicas, en cierto sentido –orden, rigor, serenidad, mesura, equilibrio–, las obras de Juan Gris y María Blanchard de este período?
La tendencia latina, asociada en la teoría a la tradición francesa, subyace en la práctica en un buen número de obras cubistas. Ahí están, por ejemplo, las obras relacionadas con la Commedia dell’arte, mediante arlequines y pierrots. Estos personajes, que ya habían protagonizado entre 1904 y 1906 las obras del período rosa de Picasso, con sus trajes reticulares se convierten ahora en emblemas del cubismo de Lhote, Gris, Severini, Blanchard y tantos otros. También aflora el guiño a las fêtes galantes de Watteau en las creaciones de Lipchitz, por ejemplo. Se trata de una interpretación peculiar del pasado que mezcla tradición y vanguardia, un lifting artístico que busca quizá hacer más simpática y reconocible su estética rupturista, y que en última instancia persigue una exaltación de la cultura latina (entendida como francesa e italiana). Como dice Gris (según Stein): «Francia me seduce, para los españoles Francia es más una seducción que una influencia»; o como señala él mismo en otro momento (en una carta dirigida a Kahnweiler): «tengo que decir que no me molesta [parecer clásico]. Me gustaría continuar la tradición de la pintura con medios plásticos llevándola a una nueva estética basada en el intelecto».
La retórica nacionalista intenta arrimar el ascua clasicista a su sardina. Corot, Cézanne, Ingres, Poussin, Chardin o Watteau son filiaciones que parecen significar que el nuevo clasicismo moderno es francés, y la idea cala en un segmento teórico y artístico del cubismo. Resulta paradójico el asunto, pues en principio el cubismo, punta de lanza del arte moderno, surge como un ataque al ideal clásico, pero como toda modernidad artística, una vez asimilada y oficializada se convierte indefectiblemente en «clásica». En 1907 Braque le dijo a Picasso: «lo que quieres con tus pinturas es obligarnos a tragar estopa, beber petróleo y escupir fuego», y en unos pocos años, apenas un lustro, la estopa y el petróleo se convirtieron en la dieta habitual de decenas de artistas, y sus salivazos incandescentes en la decoración más chic para la alta sociedad.
Para los expatriados en París, examinados con detenimiento por el establishment artístico y político, se vuelve necesario demostrar su vinculación con la cultura gala. Juan Gris, que se hace llamar Jean entre sus allegados, solicitará la nacionalidad francesa al final de su vida; mientras que María Gutiérrez, una vez instalada en París, firma como Blanchard, el apellido de su madre (francesa de Biarritz). Pero no es tan fácil desprenderse de la etiqueta «boche» (alemán), el calificativo con el que se intenta desacreditar el cubismo y que se propaga como la peste con el estallido de la Gran Guerra. Y el recelo se convierte en estigma, ya que la irrupción y consolidación del cubismo es percibida como obra de un enemigo del país, el alemán Kahnweiler. Y para acentuar la filiación, se llega incluso a denominar en Francia al movimiento kubisme, con k.
Resulta llamativo que las obras más logradas del cubismo –en cuanto a sus cualidades líricas y armónicas– sean realizadas en los años en que Europa estalla en pedazos. Los pintores que en aquel momento perseveran en sus respectivos proyectos artísticos –extranjeros o franceses no aptos para el combate– lo hacen en un ámbito de carestía (física e intelectual). Ese canto del cisne del cubismo, una pureza que nace del ensimismamiento que sólo se justifica desde lo vocacional, produce una obra multiforme que sin embargo comparte una característica común: es un cubismo firme y riguroso, como si se tratase de una «arquitectura plana coloreada». Esa solidez constructiva parece servir a los artistas para llenar una enorme oquedad; en palabras del siempre lúcido Braque, «Cézanne edificó, no construyó: la construcción supone llenar un vacío». Es el proyecto de construcción de un arte mayúsculo en medio de la destrucción total; el triunfo de una propuesta metódica y racional sobre los postulados vanguardistas, a priori más afines al arbitrio y la sinrazón.
Sin el patrocinio de Kahnweiler, los desasistidos cubistas encuentran protección en otro marchante, el francés Léonce Rosenberg y su galería L’Effort Moderne. Muchos, entre otros la Wikipedia, dan por acabado el cubismo cuando se inicia la guerra, asumiendo la conocida máxima de Picasso, que dice que «en 1914 acompaña a Braque a la estación de Avignon y ya no vuelve a verle», pero pese a la diáspora y a las dificultades otros cubistas siguen en la brecha. Como Gris, Blanchard y Lipchitz, que trabajan codo con codo lejos de las bombas durante un breve y fructífero período, en el retiro turenés de Beaulieu (el pueblo natal de Josette, la mujer de Gris). De esa simbiosis creativa surge el cubismo más ordenado y riguroso, construido mediante grandes planos geométricos, una depuración estilística basada en fórmulas compositivas aparentemente sencillas pero que revelan una raigambre compleja, en la que los objetos se relacionan entre sí mediante concatenaciones (anticipando lo que se dará en llamar «rimas plásticas»).
Ese partir de la abstracción para llegar a lo concreto –tan característico de la obra de Gris– es uno de los principales argumentos del cubismo refundado durante la guerra. Una tendencia a la abstracción –calificada por Christopher Green como «cubismo de cristal»– que entronca con el proyecto comercial de Léonce Rosenberg: la idea de unificar y controlar los cubismos en un solo grupo, bajo unos criterios estéticos (los suyos) que cristalizan en una planitud geométrica y un rico cromatismo. Pero llevar a cabo aquel dominio sobre la nación cubista, además de muy dificultoso por las distintas sensibilidades artísticas en liza, resulta inviable desde el punto de vita mercantil. El cubismo está dejando de interesar al público y a los propios artistas. En estos años, Picasso, el fundador del movimiento, da un giro en su carrera, en Italia entra en contacto con el arte de la Antigua Roma y Pompeya, paradigmas de la belleza clásica. Es lo que se conoce como «retorno al orden» de los años veinte, el triunfo de un arte más volumétrico y verosímil, al que prácticamente todos los cubistas sucumben. La crítica (y la opinión pública) saluda con entusiasmo ese nuevo orden posbélico (en realidad de entreguerras).
En 1924, el Salon des Indépendants organiza por primera vez su exposición por nacionalidades, en lugar del tradicional orden alfabético. A partir de entonces, en el ámbito de las vanguardias parisinas se empieza a hablar de la «École de Paris», formada por los artistas extranjeros, sea cual fuese su estilo artístico, en oposición a la «École Française». A lo largo de la década esta fractura irá en aumento, la nueva organización, basada en criterios exclusivamente ideológicos, tiene influyentes pregoneros, como el crítico Waldemar George, un converso (polaco nacionalizado francés), que llega a acusar a Picasso de ser «el padre ilegítimo del cubismo» y culpable por dinamitar la grandeur de la tradición de la pintura francesa.
La cuestión de la ascendencia de los artistas y su contribución a instaurar un arte de vanguardia nacional (francés) es un asunto vigente en el debate artístico durante décadas, Picasso, por ejemplo, no será admitido como pintor francés hasta después de la Segunda Guerra Mundial. Esa idea del pedigrí artístico también se ha formulado desde este lado de la orilla con posterioridad, con la intención de ahondar en las raíces españolas del cubismo fundacional y justificar así la «españolidad» del cubismo.
Se dice entonces que el cubismo lo «inventa» un español, Picasso, gracias a la exploración formal que desarrolla en las estancias de Gósol (1906) y Horta de Ebro (1909), o al estudio de la escultura íbera; aunque ello significa relegar la importancia germinal de Braque o de la escultura africana. Aun siendo más veneciano que español, se considera al Greco como una prefiguración cubista de nuestra tradición (por su manera de unificar fondos y figuras, por su idea rupturista del arte, por sus trazos angulosos y su clara tendencia a la abstracción). Picasso es un ferviente admirador del Greco, como los modernistas barceloneses, y siendo muy joven estudia su obra en el Prado; Diego Rivera es otro cubista apasionado por la obra del cretense. La obra de Juan Gris, por su sentido trascendental y su carácter cenobítico, se suele asociar con la de Zurbarán; pero Juan Gris siempre manifestó una mayor deuda con la tradición pictórica francesa, con Chardin, por ejemplo. Creo que cualquier teoría en este sentido deja más sombras que luces.
Sí merece la pena señalar una singularidad, y es que en territorio español la vida del cubismo se prolonga más allá de la Primera Guerra Mundial, como un extemporáneo símbolo de vanguardismo (por su retardo podría estudiarse como un movimiento de retaguardia), de hecho, una voz tan autorizada como Valeriano Bozal sostiene que «en España no hubo vanguardia, aunque sí hubo vanguardistas», es decir, hubo iniciativas individuales, no un movimiento grupal. La analogía cubista=moderno se impone entre una juventud artística que busca sus referentes en los patriarcas expatriados en París, principalmente Picasso y Gris, y sucede cuando allí el cubismo prácticamente ha dejado de existir, o al menos de acaparar titulares.
Ese «arte nuevo» comienza a trazarse a través de iniciativas muy interesantes: la temprana e inédita exposición cubista en las Galerías Dalmau de Barcelona en 1912, en el momento en que el cubismo prácticamente no ha salido de París y que concita lo más granado de la modernidad parisina, Gris, Metzinger, Gleizes, Duchamp, Le Fauconnier, Laurencin o Léger. La exposición Pintores íntegros, organizada en Madrid por el carismático Ramón Gómez de la Serna en 1915, en la cual toman partido dos de los principales artífices del movimiento, como son Diego Rivera y María Blanchard. Y el ambiente propicio que se genera en los primeros años veinte en la Residencia de Estudiantes, oasis de modernidad en el páramo cultural español.
Pero el acontecimiento principal, en cuanto a la irrupción cubista en España, es la exposición organizada en 1925, en el madrileño Pabellón de Exposiciones del Retiro, por la Sociedad de Artistas Ibéricos, donde participan distintas sensibilidades de la modernidad, incluidos los representantes del (neo)cubismo: Barradas, Bores, Dalí, Palencia, Peinado, Moreno Villa, Pelegrín y un largo etcétera. La dimensión pública de este cubismo español confrontada a las propuestas más «tradicionales» de Zuloaga o del noucentisme catalán. Y estas primeras vanguardias españolas son escrutadas por los principales y más curiosos intelectuales del país, como Ortega y Gasset, Manuel Abril, Eugeni D’Ors o Guillermo de Torre.
En los años veinte, durante la Dictadura de Primo de Rivera, España vive una política cultural «estrecha» (en palabras de Ortega), más empeñada en el maquillaje, en transmitir una imagen de modernidad, que en la creación de plataformas apropiadas al desarrollo del arte vanguardista. Se produce entonces otra estampida de jóvenes artistas a París, una nueva «invasión española». En la Ciudad de la Luz trabajan Francisco Bores, Pancho Cossío, Hernando Viñes, Ismael González de la Serna, Manuel Ángeles Ortiz, Joaquín Peinado, Salvador Dalí, Óscar Domínguez o Joan Miró.
La nación cubista puede verse rejuvenecida con el talento español migrante, sin embargo ya no existe tal nación sino grupúsculos, dispuestos a ondear cualquier bandera que represente la modernidad, la surrealista, la clasicista, la informalista, la expresionista o todas juntas. El cubismo es un lenguaje rancio, pasado de moda, hecho jirones, una religión que sólo profesa Juan Gris, el único cubista de principio a fin, incapaz por razones de salud de liderar el movimiento y cuyas creaciones ya sólo parecen interesar a su viejo amigo Kahnweiler. Con la muerte de Gris, el mismo año en que la Generación del 27 –probablemente el proyecto cultural más moderno y ambicioso de nuestro país en el siglo XX– hace su puesta de largo desde la malagueña revista Litoral, se escribe la última página de la historia cubista. Y, como en una especie de rima plástica, la última página sirve como portada de las propuestas renovadoras que vendrán a continuación.
En definitiva, querida Gertrude, es difícil sostener con argumentos sólidos que sólo los spaniards pudieron ser cubistas, pero hay algo inapelable en su boutade, que sí fueron algunos de ellos los más destacados. ¿Y por qué razón? Pues ni idea, pero tal vez la muestra que actualmente presentamos en el Museo Carmen Thyssen Málaga arroje algo de luz sobre esta interesante cuestión.