«Goya, pesadilla llena de cosas desconocidas»
Charles Baudelaire, Las flores del mal, 1857
En el invierno de 1792, Francisco de Goya, un artista ya entonces muy bien relacionado en el ámbito cortesano e intelectual de Madrid, necesita un break, no se encuentra bien y pide licencia al rey para ausentarse de su trabajo y marcharse a Andalucía a reponerse. Con 46 años, en un momento de vertiginoso ascenso profesional, lleva unos años sintiéndose viejo (así lo expresa por carta a su amigo Martín Zapater en diversas ocasiones).
Al viejo Goya, que depende para su prosperidad totalmente del medio social y político, le preocupa que los achaques le impidan descollar en un panorama artístico tan competitivo y voluble. Está cómodo en la corte madrileña. Desde 1785 ejerce como docente en la Academia de San Fernando, a partir de 1786 es nombrado pintor del rey Carlos III y pintor de cámara de Carlos IV en 1789. Un progreso para el que contó sólo con su talento artístico y diplomático, aparte de la ayuda proporcionada por su cuñado, Francisco Bayeu. Además de los sueldos como académico y pintor del rey, le llueven los encargos y Goya, un donnadie que llegó a Madrid fichado por Mengs para pintar cartones para tapices, empieza a vivir muy bien.
La situación política en España es convulsa. La Revolución francesa –con la ejecución de Luis XVI– y el miedo a que ésta se extendiese por el reino provocan el rápido ascenso de Manuel Godoy hasta valido, con la misión de evitar que los reyes pierdan la cabeza (en sentido literal) y de paso consolar a la reina. El todopoderoso Godoy se hace cargo de un país, monarquía incluida, abocado a la ruina económica y, a pesar de que se le considera el Príncipe de la Paz, pronto se muestra muy beligerante en la lucha contra el liberalismo y los ilustrados cercanos al aragonés, como la persecución y purga de Cabarrús, director del Banco de San Carlos, para el que Goya pintó una serie de retratos a finales de los ochenta, o el destierro asturiano de Jovellanos, íntimo amigo y miembro asimismo de la Academia.
En este ambiente, que será protagonista de los Caprichos de Goya, la Inquisición recupera su influencia y son frecuentes las infames procesiones inquisitoriales, ante el estupor de los principales ilustrados –Jovellanos, Meléndez Valdés, Moratín…–. Y en una corte encanallada, que sigue el ejemplo del veleidoso Godoy, las costumbres se relajan. Y a todo esto Goya, que continúa pintando cartones para tapices (aunque considera que es un trabajo indigno para su talento), está especialmente intranquilo.
Pero volvamos a la «baja» de Goya en el invierno de 1792, que es lo que da sentido al relato. El estado de salud del artista empeora de forma súbita al sufrir un ataque de apoplejía en Sevilla. Para su mejor recuperación, deciden llevárselo a Cádiz, a casa de su amigo Sebastián Martínez, un próspero y refinado comerciante al que había retratado un año antes, y donde estuvo postrado varios meses, con problemas de equilibrio y afectado de la vista y el oído, pero en manos de los mejores cuidados médicos. A su vuelta a Madrid, los problemas de salud (ya completamente sordo) le impiden retomar el acostumbrado ritmo de trabajo, teniendo que renunciar temporalmente a los encargos oficiales, y definitivamente a la docencia y a sus actividades de ocio favoritas, como la música y la caza.
En sí misma, la enfermedad es un acontecimiento luctuoso, pero si ésta ocasiona una sordera total y absoluta el acontecimiento se convierte en una tragedia. Así debió de sentirlo Goya, obligado a partir de entonces a combatir la inseguridad, el aislamiento y la sensación de fracaso, sus demonios, con más creatividad, originalidad y trabajo. El viejo Goya tiene que reinventarse.
Durante la penosa convalecencia en casa de Sebastián Martínez puede al menos disfrutar de su inmensa colección de pinturas, piezas arqueológicas, libros y estampas, probablemente la más importante de España entonces. Convivir durante meses entre aquellas obras supone una revelación artística, la admiración de la colección de pintura de género internacional –italiana, inglesa y flamenca–, el deleite con las obras pequeño formato que representan escenas populares, frívolas y divertidas. Y, sobre todo, el descubrimiento de la rica colección de grabados, con ejemplares de Giovanni Battista Piranesi y Gianbattista Tiepolo –autores de los primeros caprichos estampados–, Jacques Callot –precursor cronista de las miserias de la guerra–, John Flaxman, las estampas satíricas de William Hogarth y Thomas Rowlandson, William Blake, Rembrandt… Aquel conjunto de grabados que Martínez pone generosamente a su disposición es –tuvo que serlo– decisivo para su evolución.
Entre los años 1795 y 1798, con Godoy momentáneamente fuera de juego, se produce la rehabilitación de Cabarrús y el ascenso de los amigos y protectores ilustrados de Goya, Jovellanos, Meléndez Valdés, Moratín, Francisco Saavedra y Bernardo de Iriarte. Pinta excelentes retratos y dibuja febrilmente, dibujos (Álbum de Sanlúcar y Álbum de Madrid) que serán el origen de los Caprichos. Recupera el ímpetu y, pese a su humor de perros –algo que se advierte en el autorretrato que inicia la serie de los Caprichos–, se comunica cada vez mejor. En 1798 acomete la decoración de San Antonio de la Florida para los reyes y en 1799 es nombrado, por fin, primer pintor de cámara.
Pese a las dificultades Goya sigue en la brecha, y, como dice el refrán, hasta de lo malo se aprende. Su estilo y sus temas se liberan de los convencionalismos académicos y se vuelven más espontáneos y sorprendentes. Goya evoluciona a pasos de gigante. Pinta para la academia, con la intención de demostrar que no está acabado, una serie de once «diversiones nacionales» en pequeño formato, que en realidad representan hechos trágicos, incendios, escenas con locos, naufragios, bandidos, corridas de toros… Y se concentra en el retrato, entre 1792 y 1798 hace una veintena de ellos que se consideran obras maestras del género. Retrata en su mayoría a personajes ilustrados, obras muy directas, sin florituras, marcadas por la penetración psicológica.
Desvinculado de la docencia académica, Goya se siente un artista más libre –los Caprichos, publicados en 1799, son hijos de esa libertad de expresión recién adquirida–. Es capaz, a pesar de su maltrecha salud, de subirse al andamio de la capilla real de San Antonio de la Florida para pintar, en tiempo récord, unos frescos chispeantes, sin seguir apenas el dibujo original, o de inventar unas insólitas pinturas de gabinete con temas de brujería para los duques de Osuna. Técnicamente es un maestro y su cabeza bulle de ideas radicales, se ha liberado en parte de las ataduras comerciales y la servidumbre del encargo y tiene una energía desbordante, se atreve con todo y contra todos, y además desea dar una gran difusión a su obra, para lo cual el grabado es el medio idóneo.
Cuando Goya realiza la serie de los Caprichos tiene un bagaje como grabador de más de veinte años, no es un novato. Los primeros aguafuertes que realiza, hacia 1771, y de tema religioso, se inspiran en la obra de Giambattista y Giovanni Tiepolo. A finales de los años setenta continúa practicando con la copia de obras de Velázquez, aguafuertes y aguatintas, llegando a difundir y vender muy pocas, principalmente por su deficiente técnica. Se interesa también por la representación de escenas callejeras al aguafuerte. Pero visto con perspectiva el virtuosismo de sus Caprichos y Disparates, aquellas estampas parecen las tentativas de un aprendiz.
Los Caprichos son una suerte, o una sarta, de angustiosas pesadillas en 80 capítulos. Una desasosegada mezcla de petimetres, brujas, prostitutas, frailes, viejas y borrachos. Una extravagante olla podrida que vincula a personajes reales de la sociedad española con los fantasmas del imaginario colectivo, todos ellos muy reconocibles para el público de la época. Con los Caprichos, que Goya originalmente denominó Sueños, a la manera de Quevedo, denuncia la estupidez, la falsedad, la deshonra, la superchería, la ignorancia y el abuso de poder. Una fantasía que contiene la crítica moralizante de la Ilustración, el catálogo de los vicios modernos por la cabreada mano del pintor de cámara del rey. Casi nada.
Según figura en los anuncios de la prensa de la época (Diario de Madrid y Gaceta de Madrid, febrero de 1799), y parece ser que con un texto redactado por Moratín, los Caprichos se venden en el número 1 de la calle Desengaño, en una tienda de perfumes y licores ubicada en la misma finca donde vive el pintor –no se me ocurre un lugar mejor donde vender aquella propuesta tan bizarra–. De los 300 ejemplares que pone a la venta sólo consigue colocar 27. En pocos días decide retirarlos de la circulación, bien porque la situación política deja de ser favorable o porque teme la injerencia inquisitorial. Las razones de este fracaso comercial hay que buscarlas no sólo en el alto precio de los grabados –80 unidades por 320 reales–, sino en que no existe entonces un mercado preparado para tal atrocidad estética. En 1803, prudentemente, acabará regalándole al rey las planchas originales de cobre y el resto de la tirada sin vender a cambio de una pensión para su hijo Javier.
Cada una de las estampas de la serie lleva un comentario al pie que además de glosar la imagen denota la sorna y la malicia burlona de su creador. Pero para la mejor comprensión del conjunto son esenciales los comentarios anónimos que figuran en dos manuscritos (Museo del Prado y Biblioteca Nacional) coetáneos a su publicación. Se cree que el manuscrito del Prado fue redactado por Goya para las colecciones regaladas al rey, por lo que es poco fiable sobre la verdadera intención crítica de la estampa. Veamos un ejemplo elocuente, Volaverunt (Capricho 61):
«El grupo de brujas que sirve de peana a la petimetra más que necesidad es adorno. Hay cabezas tan llenas de gas inflamable que no necesitan para volar ni globo ni brujas.» (Prado)
«Tres toreros levantan cascos a la Duquesa de Alba, que pierde al fin la chaveta por su veleidad.» (BN)
Los Caprichos son un portento técnico de estampación, están realizados al aguafuerte y aguatinta con intervenciones de punta seca y bruñidor. En relación con las primeras estampas realizadas por Goya, sorprende su progresión en el medio, teniendo en cuenta su más que probable aprendizaje autodidacta y quizá con la única ayuda de la obra de Manuel de Rueda, Instrucción para grabar en cobre… (Madrid, 1761), el considerado primer manual del género publicado en España y traducción del texto canónico de Abraham Bosse.
Goya trabaja de forma minuciosa, apoyándose en numerosos dibujos preparatorios y pruebas de estado previos a la estampación definitiva al aguafuerte, la técnica ideal para los buenos dibujantes, que básicamente consiste en perfilar el motivo con una punta metálica sobre el barniz que recubre la plancha de cobre, luego ésta se sumerge en un baño de ácido (aguafuerte) que «muerde» las líneas del dibujo. Con el aguatinta, variedad complementaria del aguafuerte, se logran varios tonos de negro en la misma plancha. Consiste en crear sobre la plancha una capa porosa de resina y cubrir después con barniz las partes que se quieren proteger del ácido. Produce un efecto granulado, ideal para fondos y grandes superficies.
La magnética estampa El sueño de la razón produce monstruos (Capricho 43), epítome de la serie y que estaba en origen previsto como frontispicio de los Sueños, presenta un torbellino de animales –mochuelos, murciélagos, un gato y un lince– que se desenvuelven en la oscuridad, animales silenciosos y nocturnos (monstruos) al acecho del artista dormido. Más que de un sueño, se trata de una pesadilla que tiene mucho de alegato romántico y que formalmente está muy próxima a dos creaciones del suizo Füssli, El artista desesperado ante los fragmentos de una ruina clásica (1778-1780) y, sobre todo, La pesadilla (1781), pintura que causó una gran conmoción en Londres, en la exposición anual de la Royal Academy de 1782, y que a partir de entonces se difunde masivamente en forma de grabado por toda Europa. ¿Conocía Goya la obra de Füssli?
Esta intensidad de Goya en el entorno gráfico retorna durante la Guerra de Independencia, tras unos años de actividad febril como pintor en los que atiende numerosos encargos o retrata a la familia real. El grabado le permite trabajar más libremente, sin ataduras, explorar nuevos territorios artísticos y propagar su tenebrosa facundia creativa. Durante la contienda y el posterior gobierno de José Bonaparte adopta un perfil bajo, renunciando a su puesto de pintor de cámara. Es testigo de los cruentos desmanes del conflicto, que plasma en los cuadros relativos al 2 y 3 de mayo de 1808 –la carga de los mamelucos en la Puerta del Sol y los fusilamientos de la Moncloa–, pero cuesta imaginarse al pintor del rey, un sexagenario sordo, entre la multitud para registrar en vivo los acontecimientos. En cualquier caso, del mismo modo que no necesita tener delante a una bruja para representarla, Goya compone estas obras con la ayuda de los testimonios y de su colosal imaginación. Suficiente para dar en el clavo.
El conflicto bélico le proporciona a Goya un gran tema para su siguiente serie de grabados, denominada Desastres de la guerra, compuesta por 82 estampas realizadas entre 1808 y 1815 y publicada 35 años después de su muerte. Acomete entonces su visión de la guerra, donde reinan el terror y la barbarie, y donde la brutalidad se ubica en el límite de lo soportable. Los Desastres suponen un ajuste de cuentas contra el invasor francés, pero también contra una España corrupta y fanática, contra la Iglesia, la superstición, la monarquía y la estulticia generalizada, rasgos comunes a los Caprichos, no en vano la última parte de la serie fue denominada «Caprichos enfáticos».
Actúa Goya como cronista de unos acontecimientos que en su buril se transforman en terroríficas pesadillas. Las monumentales composiciones, con una escenografía teatral, ponen de manifiesto que en la guerra no hay épica ni gloria, sino víctimas y destrucción. Y consigue que cada escena sea singular, expresiva, haciendo gala en lo técnico de un portentoso dominio de las luces y las sombras.
La siguiente serie que acomete, la Tauromaquia, compuesta por 33 grabados y publicada en 1816, la inicia al tiempo en que está afanado con los Desastres. La tauromaquia es un asunto que le interesa y que como aficionado conoce bien, pero sobre todo es una tipología que escapa al control de la censura y que ofrece interesantes posibilidades pecuniarias.
Es un momento personal y económicamente complicado para el aragonés. Su renuncia como pintor de cámara, la caída en desgracia de muchos de sus amigos influyentes, el fallecimiento de su esposa y la liquidación a su hijo Javier de la parte que le corresponde de la herencia agravan sus problemas financieros. Decide entonces probar suerte con la estampa taurina, para la que existe un mercado pujante, pero su heterodoxa forma de tratar el tema, con especial interés por la violencia y la tragedia, desembocan en un nuevo fracaso comercial.
Aun así, la serie exhibe una modernidad y una originalidad sin parangón en el género. El heroísmo es de nuevo desplazado por una verosimilitud más prosaica, marcada por el énfasis dramático y la querencia por la representación de episodios truculentos –como la muerte del alcalde de Torrejón en el tendido–.
Y sin solución de continuidad llegamos al que quizá sea su mayor prodigio como grabador de pesadillas: los Disparates. Realizada entre 1816 y 1819, la serie completa consta de 22 estampas, 18 de las cuales fueron publicadas por la Academia como «Proverbios» en 1864, y las cuatro restantes, procedentes de las planchas que conservó el pintor Eugenio Lucas, se publicaron en una lujosa edición para bibliófilos, por la revista francesa L’Art, en 1877.
La restauración del absolutismo por Fernando VII, con la consecuente derogación de la Constitución de Cádiz y la persecución de los liberales, supone un escenario político poco favorable para un –ahora sí– viejo Goya. Con setenta años, alejado de la corte y muy fatigado, vive su particular exilio interior rodeado de fantasmas en su recién adquirida Quinta del Sordo (en este caso la denominación alude a la tara auditiva de su anterior propietario), donde quedarán guardadas en cajas las planchas de cobre de los Disparates –semejantes a las de la Tauramaquia–.
Los Disparates son, parafraseando a Churchill, un acertijo envuelto en un misterio dentro de un enigma. Contribuyen a su hermetismo su carácter inconcluso y dispar, una cronología difusa, su publicación póstuma, la ausencia de un título general para la serie (denominada indistintamente como «sueños», «caprichos» o «proverbios») y de títulos particulares para las estampas.
El magisterio de Goya como grabador se observa en una evolución técnica y formal. Tanto en el uso del aguatinta en los fondos para crear efectos de luz contrastada como en composiciones más elaboradas y movidas. El universo de los Disparates parece un teatro de sombras donde pulula lo grotesco y lo absurdo. Posee la serie una increíble potencia visual y fuerza expresiva, y, respecto al resto de las series estampadas, una mayor subjetividad y modernidad.
Estéticamente, el resultado estampado que conocemos hoy (uniformidad en el entonado de las tintas, numerosas veladuras y unos fondos excesivamente oscuros), posterior al fallecimiento del artista, quizá obedezca a la moda de grabar al aguafuerte a mediados del siglo XIX, más que al efecto que buscaba Goya, más contrastado y donde el blanco del papel juega un papel preponderante (tal como se advierte en las pruebas de estado de la serie que se conservan).
Esta serie, que carece de referencias literarias o documentales, es probablemente la cúspide de su trabajo como grabador y una de las obras maestras del arte tremendista e irracional, que mezcla lo terrible con lo ridículo. En ella no está tan presente el carácter costumbrista o didáctico (ilustrado) de los Caprichos, sino que se advierte otro afán, el triunfo de la imaginación y la modernidad, un universo carnavalesco, una manifestación estética de lo grotesco que trata de subvertir la autoridad y ridiculizar al poderoso, con una total ausencia de valores.
Ese testigo es el que recoge a finales del siglo XIX el belga James Ensor –enfrentado al maestro español en nuestra exposición–. Salvando las distancias, geográfica y cronológica, la querencia de Ensor como grabador por lo macabro y los disparates carnavalescos lo convierten en su legítimo heredero y en una especie de bisagra artística que articula la sensibilidad romántica de lo sublime terrible y el desenfreno vanguardista.
Ensor, como el Goya de las Pinturas negras, es un creador que opta por el confinamiento en Ostende y la rebelión individual, defendiendo a ultranza su libertad artística. De igual modo, la obra del belga se sirve de la alegoría para denunciar la estupidez humana y atizar sin piedad a la sociedad burguesa biempensante. Su honestidad, soslayada a veces por una lectura pueril o humorística de máscaras y esqueletos, se asienta en una profunda disconformidad con el mundo. Ensor, como Goya, es un artista clarividente y feroz, con una fantasía desbordada, corrosiva, demasiado temerario para la época que le tocó vivir.
Su evolución estilística tiene un punto de inflexión determinante a finales de 1883, en el momento en que participa en la fundación, junto a algunos compañeros de andanzas, del grupo Los XX. Pasando de convencional pintor academicista en formación –interesado por el retrato, el paisaje, el bodegón o los interiores burgueses– a encabezar, durante aproximadamente una década, uno de los movimientos europeos de vanguardia más radicales. Es justo entonces cuando conoce de primera mano la obra de Goya. En la exposición se muestra una joya: la carta que dirige en 1884 a su amigo Darío de Regoyos, quien impactado tras ver los cuadros del aragonés del museo de Lille –en especial Las viejas (1810-1812), obra relacionada con el Capricho 55, Hasta la muerte–, se sincera: «Estas pinturas españolas me han removido la sangre [m’ont remué le sang]». Poco después Ensor perpetra su particular homenaje al maestro español, versionando en un dibujo el Capricho 51, Se repulen, que representa el vulgar corte de uñas de unos seres monstruosos. El belga insistirá en adelante en la creación de una pintura capaz de «remover la sangre», como la de Goya, y se convertirá en uno de los principales apologetas de lo macabro de la historia del arte.
La obra gráfica completa de Ensor se compone de unas 200 obras, entre aguafuertes y litografías. Se inicia en 1885, fundamentalmente para dar una mayor difusión a su obra pictórica, y recurre desde el principio a especialistas para la técnica de impresión como garantía de un óptimo resultado, entre ellos Léon Évely o Jules Bouwens –en quienes también confían grandes artistas coetáneos, como Félicien Rops u Odilon Redon–, ya que imprimen los trabajos primorosamente, cuidando las entonaciones y en papeles de gran calidad. Con frecuencia, Ensor realza las estampas definitivas con lápiz o aguada, logrando un resultado espectacular, casi como pequeños cuadros.
La pasión de Ensor por el grabado queda registrada en numerosas ocasiones, como en esta explícita declaración de amor: «Amemos el grabado virgen y puro, el grabado que conserva las obras maestras de nuestros pintores, el grabado de nuestros padres y nuestros maestros, el grabado honesto, claro y limpio, uno e indivisible» (James Ensor, Mes écrits, 1974). Entiende Ensor el grabado como una forma de traslación de la pintura, pero también como un medio que ofrece posibilidades singulares y como un modo de conexión artística con la tradición.
Además del deslumbramiento por Goya, en la obra de Ensor se advierte una asimilación del espíritu burlesco del arte flamenco, fundamentalmente de El Bosco y Bruegel, y su obsesión por la muerte y por el tumulto de criaturas monstruosas. De hecho, James Ensor, por esa proximidad, es reivindicado por los surrealistas como uno de sus referentes –a los que Paul Éluard llama los «hermanos visionarios»–. Pero su obra es muy rica y también bebe de otras fuentes, como las literarias; por ejemplo, su primera litografía, Hop-Frog (1885), se basa en un relato terrorífico de Edgar Allan Poe.
Los grabados de Ensor son un exaltado catálogo de las imágenes que lo atormentan. Una personal y obstinada distorsión sarcástica de la realidad mediante la máscara –expresión, a la vez, de maravilla, crueldad e ira– o el esqueleto –manifestación de la muerte–. En su autorretrato esqueletizado, estampa inspirada en una fotografía de 1888 tomada en Bruselas, la pose altanera de la instantánea se transforma en una alegoría desconcertante en el grabado: un esqueleto vivo, el propio artista, que viste elegantemente y sostiene la mirada al espectador. Lo efímero de la existencia –memento mori– a través de una siniestra (auto)personificación de la muerte.
Los esqueletos protagonizan algunas de sus composiciones más logradas, como La muerte persiguiendo al rebaño de humanos, aguafuerte de 1895. La estampa procede de un dibujo de 1887, año en que fallece su padre, un personaje singular –de origen inglés, extremadamente culto y abocado a la bebida por su incapacidad para hacerse cargo de la familia– al que Ensor está muy unido y su mayor apoyo para convertirse en artista. La muerte de aquel «hombre superior», en palabras de Ensor, hace aflorar la vertiente más tétrica de su obra, que es también la más característica. Relacionada con las representaciones medievales centroeuropeas de las epidemias de peste negra, este grabado –también conocido como El triunfo de la muerte, título homónimo de una pintura de Bruegel (Prado) y de una novela decadentista de Gabriele D’Annunzio publicada en 1894– revela algunas obsesiones recurrentes, como la representación de multitudes.
Aparte del gusto por lo necrófilo, otro asunto frecuente en la obra gráfica de Ensor es la máscara. En la provinciana ciudad costera de Ostende, donde pasa «recluido» Ensor la mayor parte de su vida, el carnaval es el principal acontecimiento festivo. Además, los recuerdos infantiles del artista se refieren indefectiblemente a la tienda de suvenires de su familia, que además de representar el sustento económico, funciona como una especie de cámara de las maravillas (repleta de máscaras) con la que abastecer su imaginería creativa.
En el aguafuerte de 1898 que reproduce una de sus obras pictóricas más conocidas, La entrada de Cristo en Bruselas el Martes de Carnaval de 1889, pintada una década antes, la muchedumbre enmascarada de la escena forma un cortejo pavoroso que diluye cualquier atisbo de diversión. Además, confluyen en la estampa otros elementos que contribuyen a hacerla todavía más perturbadora, por un lado, el tema, que mezcla lo profano y lo religioso, incluida la representación triunfal de un Cristo que tiene los rasgos de Ensor; por otro, la puesta en escena, que tiene mucho de manifestación política, con panfletarias referencias al socialismo, al movimiento flamenco, al grupo de Los XX…
El universo onírico de la obra de Ensor, denominado por él mismo como «géographie du rêve», ha sido una de las razones para considerarlo como uno de los artistas precursores del surrealismo. Un repertorio que difumina, como los Disparates, los límites entre lo real y lo sobrenatural, y que permite aplicar a Ensor la máxima baudelairiana que dice que «Goya es capaz de hacer verosímil lo monstruoso». En este sentido, encuentro sumamente revelador un recuerdo infantil que figura en la correspondencia del belga, en una carta dirigida al crítico André de Ridder: «Una noche, cuando estaba acostado en la cuna en mi habitación iluminada, con todas las ventanas abiertas, que daban al mar, una gran ave marina, atraída sin duda por la luz, vino a caer ante mí sacudiendo mi cuna. Impresión inolvidable, terror absoluto, y todavía veo la horrible aparición y siento de nuevo el gran impacto del pájaro negro y fantástico, ávido de luz». Un relato que parece tomado de un Disparate goyesco.
Aunque se sustentan en raíces distintas, la obra gráfica de Goya y de Ensor tienen una común (y evidente) tendencia a la sordidez y la mascarada grotesca. Asimismo, comparten la consideración, repetida por los especialistas durante décadas como un mantra, de prefigurar el arte expresionista y surreal, una ferocidad transgresora que traza conexiones con Picasso, Georg Grosz, Dubuffet, Frank Auerbach, Rouault, Gutiérrez Solana, Paul Klee, Robert Morris, Giacometti o Karel Appel. Estirpe «goyesca» que en la exposición cristaliza en la figura de James Ensor, pero que quizá podía haberse completado con los «terrores nocturnos» y las fantasías de otros grandes maestros del grabado decimonónico, como William Blake, Odilon Redon, Gustave Doré, Grandville, Daumier, Félicien Rops, Max Klinger, Alfred Kubin… vasos comunicantes que han de formar parte, aquí o en cualquier otro lugar, de más y mejores exposiciones pobladas de monstruosidades, neurosis y ensoñaciones volanderas. Con piezas capaces de remover la sangre o provocar el escalofrío. Ojalá.