De botellas, cilindros y viceversa

En la superabundancia de datos estadísticos en que vivimos, que informan puntual (y seguro que falazmente) del tanto por ciento en que se sitúan nuestras preocupaciones, opiniones, recursos y casi nuestro destino vital, me dio por pensar si alguien se habría tomado la molestia de convertir en porcentaje el número de obras que los cubistas dedicaron a las figuras y a las naturalezas muertas. El dato sería, a todas luces, inservible para la humanidad, pero no dejaría de dar forma (o no) a una percepción que quizá muchos compartan, de que las segundas predominaron sobre las primeras.

Y es que, visto desde fuera, el repertorio iconográfico del cubismo parece constar casi exclusivamente de mesas con objetos cotidianos y sencillos, como vasos, botellas, fruteros, periódicos, naipes, y algunos otros más sugerentes, como guitarras o violines. Tiene sentido pensar, a priori, que los procesos de geometrización, fragmentación y multiplicación de planos que, en términos muy generales, definieron el movimiento, encuentran su campo ideal de aplicación en elementos inertes, susceptibles de (y uso aquí un ejemplo citado por Juan Gris) convertir una botella en un cilindro, si hablamos del cubismo inicial de Picasso y Braque que, derivado de las experiencias de Cézanne, deconstruye lo real; o un cilindro en una botella, si nos referimos al cubismo que genera lo real a partir de las formas puras, como en el caso de Gris y los protagonistas del segundo momento del movimiento, que se desarrolla a partir de mediados de la década de 1910.

Picasso, Naturaleza muerta. Guitarra, periódico, copa y as de trébol, 1914. Musée Picasso, París

Gris, Frutero, pipa y periódico, 1917. Kunstmuseum Basel

Metzinger, Naturaleza muerta, 1919. Museo de Bellas Artes de Bilbao

Pero lo cierto es que hay un buen número de obras cubistas (ignoro si más, menos o tantas como bodegones; ¡lástima de estadística!) en las que la figura humana es protagonista, bien sean retratos de personajes identificables o representaciones genéricas de hombres y mujeres en pie o sentados, músicos, bañistas, arlequines, etc. Y no menos cierto que es preciso preguntarse si se trata de imágenes en las que la figura humana supone un tema en sí mismo, como lo sería en un retrato o una escena figurativa al uso, o si simplemente constituye una excusa para una investigación formal en la que aquélla aparece privada de toda su subjetividad, convertida en algo tan objetual como una botella, y, por tanto, el dato de si tantos o cuantos sería, definitivamente, descartable.

Gris, El turenés, 1918. Centre Pompidou, París.

Decía el escultor Jacques Lipchitz en sus memorias, My Life in Sculpture, que el cubismo había añadido «una dimensión que cambió nuestra forma de mirar la naturaleza y la obra de arte» y, en efecto, desde que Picasso y Braque alumbraron su propuesta creativa, hacia 1907, nada volvió a ser igual, ni para el creador ni para el espectador de la obra de arte. Las aquilatadas reglas tradicionales (perspectiva, realismo, luz, volumen) de un juego que durante siglos había aspirado a replicar lo visto de manera más o menos realista o idealizada, seria o satírica, erudita o vulgar, sagrada o profana, se quebraron ante la apabullante novedad de un arte que proponía un sistema de representación alternativo y con sus propias reglas, que aspiraban a ser tan válidas y universales como la imitación de lo real. Estas palabras del crítico de arte Maurice Raynal explican a la perfección el sentido del cambio de esquema: «el verdadero cuadro constituirá un objeto particular que tendrá existencia propia al margen del tema que lo haya inspirado».

Raynal recoge las ideas que los pintores Albert Gleizes y Jean Metzinger reunieron en Du Cubisme, el primer ensayo teórico sobre el cubismo y sus objetivos, que ambos escribieron en 1912. Esta obra supuso la primera definición del movimiento y la muestra palpable de que esta propuesta era el resultado de una profunda reflexión y no de un ataque de locura transitoria de un grupo de excéntricos contrarios a lo académico y lo establecido. Para Gleizes, como para Gris, el cubismo sería de hecho la opción artística que siguió durante toda su carrera; el arte de toda una vida.

En realidad, ni siquiera Gleizes, Metzinger y los artistas de su círculo lo veían como una ruptura con la tradición, sino como la «única concepción posible del arte pictórico» en aquel momento. La verdadera obra de arte, independiente de su destino y su asunto, no necesita de nada exterior para tener sentido, «armoniza con las cosas en general, con el universo: es un organismo». Y después de tantos siglos buscando un contexto, un sentido, un argumento, siempre desde fuera, pensar (y demostrar) que una obra de arte puede alcanzar su plenitud dentro de sí misma, era, efectivamente, necesario. La prueba: el cubismo abrió la compuerta a una inmensa corriente de movimientos y propuestas artísticas basadas en la independencia de la obra de arte. Había nacido el arte moderno y el artista era, por fin, realmente libre.

Así pues, cuando Picasso utilizó al marchante Daniel-Henry Kahnweiler, como asunto para un cuadro, en 1910, no hizo en realidad un retrato en el sentido tradicional del término. Las formas pintadas no dependen de su referente para tener sentido (un sentido imitativo, o, dicho de otra manera, Kahnweiler no se parecía a lo que vemos en la pintura). La figura se ha facetado y descompuesto en formas geométricas básicas, encajadas, superpuestas.

Picasso, Retrato de Kahnweiler, 1910. Art Institute, Chicago.

Sin embargo, esto que parece fácil decir no es tan fácil de ver. Como espectadores, hemos avanzado a un ritmo distinto al de los artistas, nos sigue pesando mucho la realidad visual cotidiana y tratamos de hacer una lectura inversa a la que se nos propone, intentamos juntar las piezas para recomponer la forma. Como si ante un espejo roto tratásemos de pegar los trozos para ver más claramente, cuando en realidad la imagen que se nos está mostrando es la de los propios pedazos de cristal. Decía el poeta y crítico Pierre Reverdy en su artículo «Sur le cubisme», publicado en la revista Nord-Sud el 15 de marzo de 1917, que «el cubismo es incontestablemente el esfuerzo artístico que, siendo el más importante de nuestra época, ha aportado la mayor confusión». Podemos hacer nuestras sus palabras, aunque en realidad, él se refería a que ni siquiera entre los propios practicantes del cubismo había acuerdo sobre qué era exactamente lo que el movimiento buscaba. Y es que, desde sus inicios, tuvo tantas formulaciones como artistas lo interpretaron; fue siempre un movimiento plural, polifónico, y por ello muy rico y fascinante, aunque también complejo.

Braque, Mujer leyendo, 1911. Fondation Beyeler

Para construir (y la palabra no está usada a la ligera) su obra, un cubista toma de los objetos no su aspecto o lo que hay en ellos de contingente y anecdótico (su color, sus adornos, su materia) sino lo que se puede considerar constante, eterno y universal: su forma. La apariencia visual y la imitación de lo real se han sustituido por lo esencial y la creación de lo real.

Por eso decíamos que un retrato se convierte en manos de estos cubistas en una mera acumulación de formas que “cosifica” u “objetualiza” a la figura humana. En realidad, visto así, el retrato como tal es imposible. Lo dejó por escrito el propio Reverdy en el texto citado, aunque muchos, como Juan Gris, lo compartían: «se comprenderá que no admitamos que un pintor cubista realice un retrato. No se debe confundir. Lo que se trata de crear es una obra, no una cabeza o un objeto, construido según unas leyes que no justificarían bastante la apariencia». Estas palabras desataron una tormenta, el conocido como «affaire Rivera», que se zanjó tres días después de la publicación del artículo, a puñetazos, en casa del pintor André Lhote, otro más de la banda cubista.

Diego Rivera, Retrato del pintor Alexandre Zinoviev, 1913. Museo Regional de Guadalajara, México

El pintor mexicano Diego Rivera, uno de los integrantes del variopinto cubismo parisino, venía practicando con asiduidad el «retrato cubista» que, sin embargo, para él podía tener cierto grado de individualización, de parecido con el sujeto real. Rivera había planteado una opción personal, dentro del debate entre figuración y abstracción que pervivirá durante toda la experiencia cubista, y en el que más artistas se inclinarían por la primera. Pero, y aunque detrás de toda la polémica debió de haber también motivos extra-artísticos, para los defensores a ultranza de un arte eminentemente plástico, que propugnaba una emancipación de las apariencias y del realismo, la elección de Rivera no era aceptable. Hoy, que la perspectiva histórica ha permitido analizar todas las propuestas y que el tiempo ha aplacado el furor reverdiano, Rivera tiene cabida dentro del poliédrico cubismo. El Meadows Museum de Dallas acaba de dedicar una exposición a sus retratos cubistas. Sin embargo, entonces, con los ánimos inflamados, Rivera respondió sin más argumentos que los de sus puños a Reverdy, los cubistas se dividieron, casi todos del lado del poeta, y el marchante que los había unido, Leónce Rosenberg, dejó de representar al mexicano, que acabaría abandonando el movimiento en pos de un arte más figurativo. Como haría también, desde 1920, María Blanchard, una de sus grandes amigas, cuya aproximación al cubismo había comenzado con el propio Rivera (además de junto a Juan Gris). Y como harían Picasso, Lhote…, casi todos menos Gris.

El Juan Gris que hoy conocemos ha pasado por un proceso de construcción y deconstrucción verdaderamente cubista. Su primer marchante, Daniel-Henry Kahnweiler, se encargó de la primera parte, en una biografía del artista, publicada en 1946, varios años después de la muerte de Gris, y que, convertida casi en hagiografía del personaje, lo situó a nivel mundial como uno de los grandes protagonistas del movimiento. De la segunda se han encargado los especialistas más recientes, mostrando todo lo que Kahnweiler no contó, sobre todo que Gris fue un artista muy complejo, nunca lineal y cuyo lugar en la historia del arte ganó por sus propias obras, al margen de encendidos panegíricos. Con la venia de mis lectores e implorando el perdón de los expertos, me voy a sumar a la búsqueda de la esencia (de Gris) detrás de la anécdota.

Establecido pues como base de nuestro discurso que la figura humana no tiene un contenido subjetivo en los retratos cubistas y que su imagen se construye a partir de formas geométricas planas, bien desde o hacia el referente real, podemos analizar algunas de las obras de Gris. En su caso y tras un lento proceso de búsqueda de su estilo personal, Juan Gris optó por lo que él mismo llamó un método deductivo. Para componer los objetos de sus obras, tomaba como punto de partida un conjunto de formas abstractas de las que, al trabajar la composición, obtenía unas formas «cualificadas», con significado, reconocibles podemos decir. Es así como el cilindro se convierte para él en botella, o un rectángulo en un brazo. Es lo que se ha denominado cubismo sintético (según el término acrisolado por Kahnweiler).

No seré yo quien contradiga a Gris o a Kahnweiler, pero un dibujo realizado por aquél a partir del retrato que Cézanne hizo de su esposa en 1888-1890 (Art Institute Chicago), muestra un proceso de trabajo que parece partir del proceso inverso, de la geometrización de un referente real. En él podemos ver cómo Gris simplifica los distintos elementos del cuadro hacia formas geométricas, cómo busca las formas esenciales e inmutables detrás de las apariencias: la luz proyectada sobre la pared se convierte en un rectángulo, las arrugas en la manga o los pechos, en curvas, el rostro se vuelve anguloso, uno de los ojos se vacía y pasa a ser un óvalo oscuro. Cézanne, sobre todo en sus últimas obras, había sido, en palabras de Lipchitz, «la mayor fuente del cubismo», de la que partieron Picasso y Braque y a la que, como vemos, recurrió también Juan Gris. Estos ensayos de Gris sobre una pintura suya son pues muy elocuentes: en Cézanne estaban contenidas las opciones de un arte geométrico, subyacente a las formas naturales, capaz de transformar las figuras en objetos, a través de un trabajo con formas planas, superpuestas y encajadas.

Cézanne, Madame Cézanne en una silla amarilla, 1888-1890. Art Institute, Chicago

Gris, Retrato de Mme. Cézanne (según Cézanne), 1916. Metropolitan Museum of Art, Nueva York

Juan Gris realiza este dibujo a partir de una postal que reproducía la obra, en 1916, en Beaulieu-lès-Loches, el mismo año y lugar en que, fruto del estudio y profunda reflexión sobre la pintura (la suya y la de Cézanne) pinta una mujer sentada, que se ha identificado como un «retrato» de su compañera Josette (MNCARS), aunque ya hemos visto que el término encaja mal con lo que la obra representa.

Gris, Retrato de Madame Josette Gris, 1916. MNCARS

Juan Gris y Josette

El cuadro recoge muchas de las experimentaciones plasmadas sobre el retrato de Mme. Cézanne, y aparece como un estudio de luces y sombras sobre una figura desnuda. La paleta, de blancos, grises y negros, muestra que no hay nada más, solo las formas curvas de un cuerpo sobre cuya piel incide la luz, que se proyecta asimismo en la pared, en la que, siguiendo de nuevo a Cézanne, Gris añade un zócalo, una referencia real a un espacio en el que además insiste en mostrar la textura y el relieve, como recuerdo del collage cubista, en el que la materialidad de los elementos pegados era parte del lenguaje pictórico, o quizá también como apunte de la disyuntiva en que se encuentra su pintura, entre la abstracción y la figuración, entre la pérdida de la apariencia y su permanencia, entre lo inmutable y lo contingente. La pared, como objeto, mantiene su identidad visual, mientras que la figura, en definitiva el único elemento subjetivo en un retrato, ya no es más que un ensayo sobre cómo extraer del claroscuro su esencia universal, geométrica. Como decía Carl Einstein, «Gris, ce platonicien passionné, cherchait les éléments durables de la vision et l’élargissait au-delà de la contingence du motif». En los años siguientes, la investigación artística de Gris continúa y el fondo se convierte en un elemento geométrico más, plano, sin trampantojos.

Ese es el caso de la mujer sentada que pinta en París en mayo de 1917. Las referencias a cualquier decoración de la pared del fondo están limitadas a formas geométricas coloreadas, ocres y marrones y se confunden con las sombras y los reflejos de la luz, negras, grises y blancas. La figura se ha complicado, porque ahora está vestida; hay, pues, más planos y más colores, y su superposición produce una primera impresión de torbellino visual, de movimiento, que una observación más detenida desmiente, sigue siendo una figura estática, objetualizada. Es la luz la que multiplica su incidencia ante la presencia de más superficies en las que reflejarse y se fragmenta en más piezas geométricas. Antes era solo una piel lisa, desnuda y monocroma, ahora es un vestido, con sus colores y pliegues. Como si de una versión cubista de las majas de Goya se tratara, Gris compone dos visiones de una figura sentada, desnuda y vestida, y despliega en ellas, ante nuestros ojos, sus fuentes, su método, sus aspiraciones y, en definitiva, sus secretos.

Gris, Mujer sentada, 1917. Colección Carmen Thyssen en depósito en Museo Thyssen-Bornemisza.

Las investigaciones que Juan Gris desarrolla a partir de 1916 en esa búsqueda de la esencia geométrica de las formas visibles, de la materia pura e invariable que las constituye, fueron compartidas por varios de los artistas que protagonizaron, desde el inicio de la Primera Guerra Mundial y hasta los años 20, una segunda vida del cubismo, más allá de la primera y revolucionaria propuesta de Picasso y Braque, y bien distinta. El deseo de practicar un arte puro, dotado de sus propias leyes, capaz de crear una obra como la naturaleza hace un árbol (parafraseando al poeta Vicente Huidobro), es decir, a partir de una sustancia orgánica universal, no copiada, sino prexistente, lo tuvieron también el escultor Jacques Lipchitz y los pintores María Blanchard, Albert Gleizes y Jean Metzinger (por citar solo algunos), todos ellos unidos a Gris por amistad, camaradería y sintonía creativa. Aunque las maneras de plasmar esa búsqueda fueron personales y diferentes, como la simple observación de sus obras revela, compartieron un lenguaje de formas geométricas planas y coloreadas, de cuyo ensamblaje, construcción o arquitectura surgen figuras y objetos, a veces casi irreconocibles, en los casos en que lo abstracto domina a lo figurativo.

Para establecer un paralelismo con las femmes assises de Juan Gris, ilustro este comentario con cuatro imágenes de mujeres sentadas que muestran la unidad en la diversidad del segundo cubismo, así como su belleza.

Seated figure de Jacques Lipchitz, contemporánea de la Mujer sentada vestida de Gris (1917, Art Institute Chicago), es una excelente muestra de su producción de madurez. Para él, la escultura era, «antes de meterse en la apariencia eventual de una cosa de la realidad cotidiana…, un juego de planos, volúmenes y espacios». Consideraba que el tema estaba «completamente subordinado, no jugando más que un rol de punto de pretexto, de punto de partida, a la construcción de una arquitectura espacial y volumétrica y al desarrollo de sus variaciones» con esos elementos. En efecto, esta pieza está construida como las pinturas de Gris, como un montaje de planos y volúmenes puros superpuestos y entrelazados, en los que el modelado de la luz es fundamental. No existen elementos subjetivos, solo formas rectas o curvas que componen la silueta de lo que no dejamos de ver como una figura humana, pero que bien podría haber sido una guitarra o una botella, si ese hubiera sido el interés del artista al componer con su materia prima, escultórica en este caso.

Lipchitz, Figura sentada, 1917. Art Institute, Chicago

Lipchitz fue probablemente el cubista más cercano a Juan Gris en el plano personal. Fruto de su estrecha amistad y mutua admiración, surgió también un fecundo intercambio de experiencias que repercutió en la obra de ambos. En 1918 tuvieron la oportunidad de convivir en Beaulieu, el refugio de Gris en la campiña que, con París asediado por la Gran Berta, acogió también a varios amigos. Lipchitz pasó allí varios meses, entre la primavera y el otoño de ese año, y aunque su producción presentaba ya claras concomitancias en los años previos, el trabajo codo con codo repercutió en la mayor simplificación y síntesis de la obra de Gris.

Entre los «refugiados» en Beaulieu estuvo también María Blanchard, cuya Mujer sentada de 1917 (Meadows, Dallas) conjuga las soluciones vistas en las dos figuras de Josette: un equilibrio entre figuración y abstracción, resuelto en términos afines y al tiempo opuestos. Las texturas y la presencia de lo «decorativo», del aspecto exterior de los objetos (como el estampado del vestido o la talla del reposabrazos de la silla) conviven con un rostro que bien podría haber sido una copa, pues solo medio óvalo y un rectángulo le dan forma. Con Blanchard, Gris mantuvo también una proximidad personal y artística, aunque mientras su estilo siguió siendo cubista hasta su temprana muerte, en 1927, la pintora santanderina abandonaría el cubismo en favor de un arte más figurativo desde 1920, quedando su contribución al movimiento como una breve etapa de su carrera, interrumpida también por un fallecimiento temprano, en 1932. Blanchard aportó sin embargo al movimiento un intenso colorido y un dinamismo, con planos oblicuos y entrecruzados, que está ausente en el arte de Gris, más equilibrado y afín a lo clásico.

Blanchard, Mujer sentada, c. 1917. Meadows Museum, Dallas.

Blanchard, Mujer sentada, 1916. Colección BBVA

Hay en las pinturas de Gris y Blanchard y en la escultura de Lipchitz que hemos visto muchos elementos que también forman parte del lenguaje de Jean Metzinger en La tejedora (1919, Pompidou en Rouen) y que aproximan enormemente estas piezas. Y, sin embargo, ¡qué diferente es la obra! Metzinger, que había pasado asimismo por Beaulieu en 1918 y que había escrito con Gleizes el «manifiesto fundacional» del cubismo en 1912, une aquí arquitectura de formas planas y coloreadas para figura y fondo, con texturas de clara referencia realista y algo nuevo respecto a lo que hemos ido comentando, un elemento que se proyecta hacia el frente, que de manera, digamos, lógica, utiliza la perspectiva para darle profundidad y romper con el resto del cuadro, que logra volumen y profundidad, como en Gris o Blanchard, por el uso de luces y sombras planas y geométricas. Aunque como axioma, para el cubismo según Juan Gris, «una mesa para un pintor será sencillamente un conjunto de formas planas coloreadas. E insisto en lo de formas planas, pues verla en tres dimensiones sería más propio de un escultor», el movimiento no desdeñó la profundidad, aunque el uso de recursos como el de Metzinger sí fue excepcional.

Metzinger, Tejedora, 1919. Centre Pompidou, París

Termino esta galería de figuras sentadas con Mujer con guante negro, un «retrato de mujer muy puro» que Albert Gleizes (1920, colección privada) presentó en el Salon d’automne de París en 1920. El comentario entrecomillado, del catálogo del Salon, explica y resume lo que hemos ido analizando y que en esta pintura es especialmente evidente, pues la sencillez de las formas es máxima, los efectos de textura son planos, no confieren aspecto de realidad, son más esenciales, si quieren; todo tiene un aspecto plano, geométrico, lineal, sintético y en efecto, puro. Aunque no pasó por el punto de encuentro del laboratorio cubista (Beaulieu), Gleizes y Gris coincidieron con frecuencia, tuvieron amistades comunes y desde luego compartieron esa creencia en la esencia de las formas que el primero llevó por una senda mucho más próxima a la abstracción, en la que el cilindro no siempre nos deja ver la botella.

Gleizes, Mujer con guante negro, 1920. Colección particular

Gleizes, Mujer y niño, 1920. Colección particular

Por si tienen curiosidad, anoto el recuento de naturalezas muertas y figuras de nuestra exposición Juan Gris, María Blanchard y los cubismos (1916-1927): ganan las primeras 29 a 12. Dejo en sus manos valorar si habría que sumar ambas cifras y eliminar las categorías. Si aceptan el reto, el laboratorio cubista lo tienen en el Museo Carmen Thyssen, hasta el 25 de febrero.

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