Mariano Fortuny, el artista español con mayor proyección internacional de su tiempo, comienza su andadura como un paria, recorriendo a pie los más de 100 km de orilla mediterránea que separan su Reus natal de Barcelona. Huérfano de padre y madre, es su abuelo Mariano, un artista frustrado, quien acompaña al chico de 14 años a cumplir su sueño de convertirse en pintor. Enseguida, en la Escuela de artes y oficios de la Lonja, el nazareno Claudio Lorenzale, discípulo de Overbeck, advierte el potencial del joven, animándole a completar su formación artística en Roma. Gana una pensión y con 20 años, en 1858, se planta en la Ciudad Eterna.
Roma, la otrora estación del Grand Tour, a mediados del siglo XIX sigue conservando su encanto para los artistas foráneos. Y es en aquel «enorme cementerio visitado por extranjeros», en palabras de Fortuny a su abuelo, donde comienza a desarrollar su inmenso talento creativo –como pintor, dibujante, acuarelista y aguafortista–, en el ámbito de las academias, en la Francesa de Villa Medici por el día y en la cercana Academia Gigi por la noche, familiarizándose con la copia rigurosa y el arte de la antigüedad y confraternizando con otros artistas jóvenes. También en las tertulias del Caffè Greco y en los aledaños de la Via Margutta, verdadera fábrica de arte de lujo para connoisseurs, donde se ubican los mejores estudios de pintores, anticuarios y tiendas de artesanía para ‘guiris’.
Una vez afinada su técnica académica, comienza en la década de los sesenta el meteórico ascenso profesional de Fortuny. Como pensionado de la Diputación de Barcelona realiza su primer viaje a África –una década más tarde regresará acompañado por sus amigos Ferrándiz y Tapiró, también pintores–. Aunque en esta ocasión es enviado como cronista de guerra a Tetuán, junto al general Prim, su paisano, con el encargo de representar los éxitos bélicos del ejército español, lo que de verdad fascina al joven Fortuny es el pintoresquismo exótico norteafricano, los tipos populares y el paisaje dominado por la incandescente luz meridional.
La representación de aquellos «moros», con un exquisito cuidado en el detalle, causa sensación en los ambientes artísticos romanos. Su prestigio es ya muy relevante, contribuyendo con su talento al éxito de la pintura orientalista en el panorama internacional. Fortuny es consciente de las posibilidades comerciales de este tipo de obras y se entrega sin ambages a su producción masiva. Decide entonces apartarse del epicentro artístico romano –algo propio de su carácter huidizo– e instalarse en la imponente Villa Poniatowski, en la Via Flaminia, donde sus seguidores comienzan a ser legión. Entre la colonia española en Roma, podemos citar a Villegas, Zamacois, Palmaroli, Martín Rico, Rosales, Tapiró, Sánchez Barbudo, Pradilla, los Benlliure, Reyna Manescau, García Ramos o Gallegos Arnosa, entre otros (la mayoría de ellos presentes en la colección del Museo Carmen Thyssen Málaga).
Además de la pintura de inspiración norteafricana, Fortuny alcanza la fama con cuadros ambientados en el siglo XVIII, con la llamada «pintura de casacón». Obras de pequeño formato al servicio del nuevo gusto burgués del Segundo Imperio parisino, fascinado por los motivos españoles y una pintura virtuosista, que presta toda la atención a los detalles, a la manera de Meissonier. Una especie de lujo frívolo que en el mercado internacional monopoliza el marchante Adolphe Goupil –Durand-Ruel lo hace en el ámbito del paisaje–, para quien trabaja en exclusiva Fortuny desde 1866.
Al servicio de Goupil se encuentran los tres pintores más relevantes del momento en este tipo de pintura: Jean-Léon Gérôme, principal representante de la pintura orientalista; el ya mencionado Jean-Louis-Ernest Meissonier, maestro de las escenas costumbristas ambientadas en el viejo siglo XVIII; y un muchacho español capaz de conciliar, con pasmosa soltura, ambas tendencias. El reusense vive días de gloria profesional y abundancia económica. Se vuelca en su pasión coleccionista y emparenta, por vía marital, con los Madrazo, la saga artística más influyente de España. Y pese a su envidiable posición en el medio artístico –en 1870 su Vicaría alcanza el estratosférico precio de venta de 70.000 francos–, tiene la sensación de haber vendido su alma al diablo (Goupil) y de estar malgastando su talento en obras ‘menores’.
Así, en julio de 1870, huyendo del exceso de trabajo en Roma, Fortuny se establece en Granada. Un remanso de paz con las condiciones favorables para congraciarse con una pintura más personal y luminosa y donde disfrutar –alejado de la tiranía del mercado, aunque todavía vinculado contractualmente con Goupil– de su familia y amigos, además de saciar su pasión coleccionista. Granada representa una especie de Arcadia en la que permanece un par de años. Pero su definitivo paraíso mediterráneo será Portici, una pequeña población situada en la bahía de Nápoles, al pie del Vesubio, donde pasa los cuatro meses más felices y decisivos como pintor, entre julio y octubre de 1874.
Instalado en la suntuosa Villa Arata de Portici, este período significa la absoluta aproximación fortunyana a la pintura del natural, tras África y Granada. En plenitud de facultades, con 36 años, ese verano se muestra especialmente activo. Por primera vez trabaja frente al mar y se interesa por asuntos nunca antes explorados en su fecunda trayectoria. A su amigo, el paisajista Martín Rico, le escribe exultante: «He empezado una marina!!!». En Portici, según sus propias palabras, «todo es claro y alegre». Cansado de pintar lo que le reclama el éxito, Fortuny añora la independencia y cree haberla encontrado en el Mediterráneo. Decide entonces dar rienda suelta a la expresión de sus verdaderas capacidades, pintar para sí mismo, realizar una pintura sin anécdota, profundamente hedonista y libre, desprendiéndose definitivamente del virtuosismo preciosista en composiciones más naturales, basadas en impresiones. Así lo expresa en una carta a su amigo Antoni de Sisteré, fechada en agosto: «Como veo que te interesas por mis adelantamientos, te confesaré que los hago y que nunca había deseado tanto como ahora producir algo bueno. Cosas buenas había en mis últimos cuadros, pero como estaban destinados a la venta, no llevaban el sello completo de mi individualidad –pequeña o grande–, obligado como me hallaba a transigir con el gusto del día. Mas ahora, héteme ya a caballo y quiero pintar para mí, a gusto mío, todo cuanto me plazca, lo cual me hace abrigar la esperanza de que progrese y pueda mostrarme con mi fisonomía propia».
El conjunto de piezas que realiza en este momento revela, además de una «fisionomía propia», un nuevo gusto por la pintura al aire libre. Un estilo más ambicioso, en cuanto al uso de un color rutilante, la pincelada vertiginosa y cierta audacia compositiva, en la que la luz se convierte definitivamente en el motivo principal. Aun con insoslayables referencias académicas –cómo no advertir la presencia del Hermafrodita Borghese en su Niño desnudo–, la pintura mediterránea de Fortuny es de una modernidad apabullante, inaudita en el arte español del momento y que sólo admite parangón en la que practica el recién nacido grupo impresionista francés, que ese mismo año inaugura su primera exposición en el estudio parisino del fotógrafo Nadar.
Tras un verano intenso, el melancólico Fortuny regresa a Roma con la «cabeza vacía, como un nido sin pájaros; sin duda han volado a Portici». Y el que debería haber sido el inicio de una nueva senda pictórica, se convierte, con su súbito y sorpresivo fallecimiento un mes más tarde, en un aciago canto de cisne. Imposible no fantasear con lo que podría haber producido en adelante aquel titán del arte. Imposible.