No son sólo máscaras

«Sigue el mundo su paso, rueda el tiempo y van y vienen máscaras.»
Jaime Sabines (1926-1999)

Conocer las fronteras y los límites de la identidad del individuo, provocar el debate sobre su lugar en el mundo y su destino es una de las cuestiones más reveladoras del arte. Descubrir la esencia de los personajes que protagonizan cuadros o esculturas y transmitir aspectos del carácter del ser humano es uno de los principales empeños de los artistas. El relato propuesto por la exposición Máscaras. Metamorfosis de la identidad moderna reflexiona sobre ello en un recorrido repleto de obras que muestran estilos distintos, haciendo evidente que el juego de máscaras, es decir, las tensiones entre lo real y lo ficticio, lo verosímil y lo oculto, han fascinado a multitud de artistas a lo largo del tiempo. Asimismo, el discurso manifiesta que los artistas presentes se preguntaron por el aspecto más inquietante del ser humano, por el lado más velado de su relación con su propia naturaleza y el exterior, en una sociedad que en su evolución confirmaba una complejidad cada vez más notoria.

Esta historia que el equipo del Museo Carmen Thyssen ha diseñado, con la colaboración del profesor Luis Puelles, sobre la autenticidad, la ocultación y el engaño comienza en el siglo XIX.  Se considera al Ochocientos como el periodo inicial de la modernidad, concepto formulado por el poeta Charles Baudelaire, un tiempo que dio lugar a ideas artísticas determinantes que aún siguen vigentes. Una centuria que conoció miradas novedosas en la estética y en el lenguaje pictórico, con tanta fuerza que, aciertos y miedos, fueron proyectados sobre la centuria siguiente.

En 1846, Nicolai Dostoyevski publicó su segunda novela, El doble,la historia de un funcionario ruso, atormentado y mediocre, que se encuentra con un extraño gemelo con quien establece una competencia feroz en su trabajo. La historia, además de ser un exponente de la consideración que la narrativa fantástica tuvo durante el periodo decimonónico, se constituyó en un claro precedente del estudio sobre el desdoblamiento de la personalidad.  Efectivamente, en el orden del pensamiento, el Ochocientos conoció un interés especial por la comprensión del ser humano, como resultado de ello, y gracias a los avances de otras disciplinas, surgió la psicología científica. Este interés tuvo su culminación con las teorías freudianas sobre el psicoanálisis, realizadas ya en los inicios del siglo XX. Pensadores, escritores y artistas bucearon en el significado de la identidad del individuo, y, de forma paralela, otros se recrearon en las inquietudes que producía el disimulo y la ocultación.

La idea de una conciencia enmascarada estuvo presente en tres de las mentes más sobresalientes de este siglo cuyo final cabalga de forma indisoluble con la siguiente centuria. Ellos elaboraron sus teorías desde sus respectivas disciplinas, bien diferentes entre sí, teniendo en cuenta esta premisa fundamental. Karl Marx, Friedrich Nietzsche y Sigmund Freud tuvieron como punto de partida el reconocimiento de la falsa percepción de la realidad y trabajaron desde el deseo de desenmascarar las ilusiones falsas de la conciencia. Junto a ello, además de esta percepción de la impostura, el siglo XIX, conoció, en la voz de Nietzsche, la muerte de Dios. Con ello certificó la pérdida de la inocencia, el fin de la esperanza y el quebranto de la trascendencia del ser humano.

Como objeto que había acompañado al individuo desde tiempos inmemoriales, vinculado a ceremonias y rituales religiosos, funerarias o festivas, durante la modernidad la máscara amplió ese significado. Se convirtió en un nuevo símbolo de esa ingenuidad perdida. La realidad fue encubierta bajo caretas o antifaces, no siempre desde un aspecto lúdico, y lo fingido y lo clandestino encontraron una nueva dimensión que, cómo no, alcanzó protagonismo en las artes. La careta oculta el rostro del individuo, aquello que le sirve de rasgo definitorio y singular, pero también empodera a quien la lleva, marcando una distancia y una protección frente a otros. Al mismo tiempo, la máscara ejerce una extraña fascinación ante el observador, porque es un objeto que estimula la curiosidad de quien lo contempla. Es un enigma que debe ser solucionado y convierte a quien la porta en una especie de esfinge cuyo secreto hay que descifrar.

Desde su origen antropológico había sido un complemento, pero adquirió un papel protagonista al constatar su autonomía como motivo artístico, es visible en obras de José Gutiérrez Solana, o en el hecho de confundir el rostro impasible con el de la propia máscara artificial, es el caso de Rafael Barradas y, sobre todo, Josep de Togores. En ello se advierte un hecho contradictorio, puesto que, a medida que científicamente el conocimiento sobre el ser humano era más amplio y certero, el semblante, con todas sus numerosas posibilidades de expresión, se convertía en un objeto impenetrable para el arte. La irrupción de las máscaras de pueblos no occidentales como motivo de inspiración dejó una huella profunda. A partir de entonces en los retratos se concedió una menor importancia al parecido real, a la fisicidad, y se prestó atención a otros aspectos del individuo, como la ambigüedad, lo enigmático o la alienación, como si el artista ya no pudiera afirmar nada sobre su propio conocimiento del ser humano. Esta situación supuso el abandono del retrato psicológico por otro introspectivo, sensitivo, en el que la actitud asertiva del pintor está matizada.

Un Goya en su madurez, con todo la desolación y el desengaño acumulados durante su existencia de observador perspicaz, da la bienvenida al público en la exposición. Su visión es un precedente de teorías y pensamientos posteriores. Está representado por algunos grabados de tres de sus series más trascendentales, los Caprichos, en ellos aparece la cultura del carnaval, lo popular y lo grotesco, los Desastres de la Guerra y sus terrores, y los Disparates, la más sombría y enigmática. El aragonés entronca con la corriente de modernidad al abandonar las premisas del Siglo de las Luces –no todo puede ser explicado por la razón–, y abre nuevas vías cuyas sombras se proyectaron en varias corrientes artísticas del siglo XX, surrealismo incluido. Monstruos y seres de otras consciencias se hacen visibles. Goya levanta la tapadera que ocultaba esos mundos y los deja al descubierto. El mal y los errores humanos tienen rostro y, en ocasiones, el semblante deforme y grotesco se convierte en una máscara que permite la ironía y la denuncia.

Francisco de Goya. La filiación, 1799 / Porque esconderlos?, 1799. Museo de Bellas Artes de Córdoba

El mundo griego había otorgado a este objeto un protagonismo especial a través de su funcionalidad para las obras de teatro. Máscaras cómicas y trágicas han llegado hasta nosotros con la expresión de los rostros desbordada y exagerada. Su presencia anticipa la importancia de lo cómico, lo grotesco y la caricatura. De esta tradición ritual y festiva devienen dos líneas temáticas, la Commedia dell’Arte y el carnaval, derivado este último de la confusión y el desorden de las saturnales romanas. Con el carnaval, la máscara tuvo un carácter festivo, pero también equívoco y, en ocasiones, incluso trágico. De estos dos aspectos existen ejemplos en la exposición. De la primera, la tradición italiana, surge una estética que encontró un momento álgido en el rococó, con la obra de Fragonard, y con posterioridad, fue incorporada a la segunda década del siglo XX, con la proclamación de Jean Cocteau, tras el paso rabioso de las vanguardias, de la denominada «llamada al orden». En los años veinte de la pasada centuria arlequín volvió a reinar en las obras de arte, como podemos observar en la delicada escultura de Juan Gris de ese mismo nombre, realizada en 1923, en el rostro ovalado de La pequeña máscara de Pierrot de Gargallo, de 1927, o en el cuadro del pintor Mariano Andreu, cuyos personajes demuestran un empaque distante y atemporal, incluso inquietante, que recuerdan a la tradición escultórica.

Mariano Andreu. La Commedia dell’arte, 1926. MAE. Institut del Teatre Barcelona

En el segundo aspecto, el del carnaval vinculado a la subversión de las saturnales, la influencia de Goya es más evidente. En esta línea están vinculados, Eugenio Lucas Velázquez, con sus pequeñas figuras embozadas, ejecutadas con gruesos empastes, evidente deudor del maestro aragonés. José Gutiérrez Solana, hijo del carnaval, nacido un domingo de febrero, en quien vida, pintura y literatura trazan una red de sintonías indisolubles. Creador de una obra poblada de personajes grotescos que danzan en paisajes desabridos, realizados con sus amplios contornos de negros agudos y sus blancos turbios, recreando los arrabales de Madrid, y, con una cronología mucho más tardía en el tiempo, el sevillano Baldomero Romero Ressendi. Todos ellos muestran su familiaridad con este recorrido sombrío y expresionista, como también ocurre con un Nicolás de Lekuona, que ya tenía en sus jóvenes venas la sangre de Goya y muestra un bodegón de máscaras espectrales junto a una calavera. No es casualidad que en el montaje expositivo se encuentre enfrentado al genial aragonés un magnífico cuadro del pintor belga James Ensor. Éste sintió una gran admiración por Goya, confesada en su correspondencia al pintor español Darío de Regoyos, cuya obra conoció en el museo francés de Lille. Nacido en Ostende, ciudad de carnavales, en una familia que había sido propietaria de una tienda de disfraces, Ensor sintió una especial estima por representar el tumulto y el desorden de la muchedumbre y su infinidad de rostros extravagantes y caprichosos, pero también mostró en el Teatro de máscaras, 1908, del Museo Nacional Thyssen Bornemisza, un escenario luminoso y pleno de color, inquietante por los personajes que la componen.

Si la máscara reduce el rostro singularizado del individuo a un estereotipo, los artistas de los primeros años del siglo XX comprendieron que éste lo era en su aspecto más formal. Durante las vanguardias, las máscaras captaron la atención de los artistas alcanzando una nueva dimensión. Pintores y escultores buscaban nuevas estéticas, imágenes de mundos incontaminados, ese es el caso de Paul Gauguin, por ese motivo las máscaras rituales y los objetos tribales, procedentes en general de África u Oceanía, supusieron la confrontación de la belleza griega y occidental con otro concepto estético, sobrio, depurado y esquemático. Sobre estas premisas los artistas de principios del pasado siglo concedieron una especial atención a la simplicidad y a la aspereza de acabados y materiales y conjuraron la ruptura con el arte tradicional, que había basado la representación en un canon estético de proporción y medida. Con la apropiación de las máscaras por parte del arte de vanguardia se produjo una ruptura con las convenciones académicas de armonía. A fin de cuentas, existen muchos tipos de belleza, como analizaría, años más tarde, el filósofo inglés Roger Scruton, la belleza convencional y armoniosa, pero también la que provoca y perturba. Las vanguardias apreciaron la otredad y potenciaron la transgresión y la impostura. André Derain fue uno de los primeros en conocer y coleccionar lo que en su época fue llamado como art nègre.Junto a él también lo hicieron Matisse, Braque o Picasso, quien era consciente del cambio de paradigma que suponían estos objetos. Incansable realizó numerosos dibujos recogidos en varios cuadernos preparatorios –están presentes en la muestra dos bocetos del cuaderno número 7, de la Fundación Picasso, Museo Casa Natal– y otras tantas acuarelas y bocetos antes de ejecutar el gran cuadro manifiesto de este nuevo momento del arte, Las señoritas de Avignon. Este periodo del artista tuvo numerosas interpretaciones basadas en aspectos formales. Fue el propio Picasso, en un juego personal que le permitía manejar la clave sobre la explicación de su propia obra, quien dejó otra puerta abierta. Una que otorga una dimensión especial a estas piezas. En una conversación con André Malraux confesaba: «Para mí las máscaras no eran simples esculturas, eran objetos mágicos».En este sentido, la exposición explora esa veta anticlásica y se sumerge en el mundo de la sinrazón, en el lado oscuro y fronterizo del conocimiento del individuo. Años más tarde, así lo vieron también los ojos de Joan Ponç, representante de un universo mágico y misterioso, con Personaje en rojo, 1947, o el cubano Wifredo Lam, Composición (pájaros en la noche),1969, autor de una obra de fondo oscuro donde extraños seres aparecidos, espíritus de las primitivas leyendas de la isla parecen alumbrar, resplandecientes, la noche más cerrada.  

Wifredo Lam. Composición (Pájaros en la noche), 1969. Colección de Arte ABANCA

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