Pintura insomne: Spilliaert en Málaga

Uno de los privilegios de trabajar en un museo, quizá el mayor, es participar en la organización y el montaje de exposiciones protagonizadas por tus artistas favoritos. Si se trata de una muestra de arte belga, contar con piezas de James Ensor, Félicien Rops, Paul Delvaux o, muy especialmente, Léon Spilliaert es cumplir un sueño.

Nacido en Ostende, ciudad balneario donde su padre regenta una importante perfumería, Léon Spilliaert es en esencia un artista autodidacta –a pesar de su breve paso por la Academia de Bellas Artes de Brujas– con una poderosa y singular identidad artística, influida tanto por sus lecturas de Edgar Allan Poe, Friedrich Nietzsche y Maurice Maeterlinck, como por las pinturas de Odilon Redon, Gustave Moreau y Fernand Khnopff. Tal es el virtuosismo de Spilliaert en el dibujo –con la aguada de tinta china, la acuarela, el gouache o el pastel–, que hoy es unánimemente considerado un maestro de la pintura y un referente en la configuración de la modernidad artística europea.

Léon Spilliaert, El sueño, 1926. Acuarela. Musée d’Ixelles

Además, Spilliaert es el más noctámbulo y solitario de los artistas que conozco. Sus visiones oscuras y melancólicas son fruto de un malestar físico: para hacer frente al insomnio causado por los dolores de sus úlceras de estómago, pasea por las calles vacías de Ostende de madrugada. Los paisajes y escenas marinas que Spilliaert produce en las primeras décadas del siglo XX son el resultado de estas caminatas nocturnas, la consecuencia alucinada del agotamiento físico y psicológico. La paradoja es que realiza lo mejor de su producción cuando más adversas son las condiciones.

Su estilo de ese período es muy reconocible. Una expresión teñida de misterio, donde lo cotidiano adquiere una dimensión inquietante y en ocasiones siniestra. Una pintura insomne, surgida de la vigilia al límite de las fuerzas. Un arte que se declina con el vocabulario propio del simbolismo: la noche, el silencio, lo sombrío. Y de ese modo Spilliaert compone a tinta –con sutiles armonías de grises y azules– una imagen nueva de su ciudad natal, emancipada de la notoriedad como destino vacacional.

William Degouve de Nuncques, Paisaje, efecto nocturno, 1896. Pastel. Musée d’Ixelles

Un inciso. No es lo mismo pintura nocturna que insomne, la primera es inofensiva. Por ejemplo, el arte belga es fecundo en representaciones nocturnas, especialmente paisajes, muy de moda a finales del siglo XIX. En la actual exposición del museo estas escenas están presentes a través de las obras de Van Rysselberghe, Magritte o Degouve de Nuncques. La pintura nocturna destaca por sus cualidades estéticas, en la recreación de atmósferas mágicas o irreales, pero sin incidir en el desasosiego. Harina de otro costal es el arte insomne, en la exposición se evidencia en la obra de Spilliaert, o en las figuras sonámbulas de Delvaux, que remiten a las alteraciones emocionales, psicológicas o físicas de sus creadores. Padecieron insomnio varios de los artistas que más me interesan, como Vincent van Gogh, Edvard Munch, Lee Krasner, Louise Bourgeois o Francis Bacon. Ojalá alguien se anime un día a producir una exposición sobre el tema.

No falla, cuanto más distinto al resto es un artista, más se trata de encasillar su genio. Si algo define el trabajo de Spilliaert es la originalidad, tanto en el aspecto técnico como en los asuntos representados, aun así, no se le suele estudiar como un fenómeno aislado, que es su naturaleza, sino que siempre se buscan las analogías con las obras sus contemporáneos. Por ejemplo, con las marinas o los interiores claustrofóbicos de Munch, o con la producción de su paisano James Ensor, pero la obra de Spilliaert es más sutil, adolece de la angustia expresionista del noruego o de la procacidad de Ensor. Por su inclinación a lo «oscuro» y su estrecha relación con los escritores Émile Verhaeren y Maurice Maeterlinck, se le incluye indefectiblemente en el grupo de los simbolistas belgas, pero Spilliaert esquiva, o al menos amortigua, la veta más macabra, morbosa y erótica del simbolismo, y se decanta por otra más auténtica y sofisticada.

Léon Spilliaert, Interior, c. 1908. Acuarela y pastel. Musée d’Ixelles

Como vemos, la producción de Spilliaert es muy singular y se nutre de la observación de su entorno, una cotidianeidad que alambica en un material extraño. Por sus problemas de salud, trabaja confinado y encuentra asuntos potencialmente interesantes en los ámbitos íntimos; él mismo –se autorretrató más de treinta veces a lo largo de su carrera– o incluso las estancias donde vive, en principio anodinas, pero que sabe transformar mediante perspectivas audaces y juegos de luces en espacios oníricos de infinitas posibilidades. En la acuarela Interior, presente en la muestra malagueña, la potente luz del faro de Ostende proyectada desde el exterior distorsiona el aspecto de su dormitorio en penumbra.

Spilliaert es un verso libre que de alguna manera prefigura la estética del desconcierto propio del surrealismo belga. Los tan simbolistas efectos de claroscuro y saturaciones lumínicas, en sus pinceles adquieren una dimensión inédita. A pesar de la parquedad de elementos en sus composiciones, se las apaña para lograr unas obras tremendamente densas. Esta economía de medios –apenas aparecen figuras en sus paisajes y casi siempre en planos lejanos– es su marca registrada. Además de la síntesis, una serie de recursos minimalistas muy acertados contribuyen a un desenlace efectista de la obra, como el dinamismo a través de la línea o la monocromía con suaves gradaciones. La retórica de Spilliaert, sin caer en el exceso esotérico ni grotesco, produce un repertorio de imágenes tremendamente modernas, como tomadas de una novela gráfica actual. Un lenguaje contemporáneo basado en la pericia en el uso de la tinta y los matices del negro, ponderado, preciso y, en el buen sentido del término, ornamental.

Léon Spilliaert, Retrato de Maurice Spilliaert, 1907. Pastel y tinta. Musée d’Ixelles

A las tantas de la madrugada, insomne, me pongo a pensar en mi obra favorita de Spilliaert en la exposición, el fascinante retrato de Maurice, hermano menor del artista. Y el desconcierto es mayúsculo. No es sólo que el retratado tenga la piel de color verde –me viene a la mente el rostro de Fränzi pintado por Kirchner en 1910, hoy en el Museo Thyssen-Bornemisza– o que la fecha del dibujo de Spilliaert (1907) determina que su hermano tenía entonces veintipocos años; es que tengo presente la fisonomía del artista a través de los muchos autorretratos vistos y no encuentro una semejanza lógica entre ambos individuos. El aspecto nórdico de Léon, con la tez clara, los ojos azules y el pelo rubio, contrasta con el de Maurice, que recuerda más bien a un Joseph Goebbels maduro, con la nariz prominente y una tupida mata de pelo negro. Busco sin éxito en internet una fotografía del bueno de Maurice y me topo con otra de su hermano en Ostende junto a un tal Oscar Jespers, escultor, y creo ver en él al verdadero protagonista del cuadro. Localizo otra fotografía en la que el mismo escultor aparece sentado con un amigo poeta y su hermano y creo confirmar mis sospechas. Pero como quizá se trata de una alucinación nocturna, de una trampa del duermevela, decido no encelarme con el aspecto de Maurice y volver a la piltra. Mañana será otro día. Buenas noches.

Paul van Ostaijen, Floris Jespers y Oscar Jespers, 1918

* A la luz del día los fantasmas se disipan y, gracias a mi compañera Bárbara García, pongo por fin cara a Maurice Spilliaert (p. 341)

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