Indecible

«1. adj. Que no se puede decir o explicar.»

Hablar de la obra de Luis Feito (1929-2021) podría resultar inapropiado, ya que el propio pintor fue reacio explicarla. En un tiempo en el que parecía imposible eludir la presión a la que se somete a los artistas para que se expliquen, Feito optó por callar. A través del mutismo muchos creadores alcanzan la libertad, su independencia, y de paso evitan ser prisioneros de sus propias palabras. El silencio es un refugio seguro. A este respecto, recuerdo haber leído a Manuel Vicent una anécdota sobre un misterioso poeta del café Gijón al que por su mudez todos los parroquianos consideraban un sabio, hasta que un día tomó la palabra y se reveló como el verdadero gañán que en realidad era.

Por otra parte, si un artista puede traducir el significado y el propósito de su obra en palabras fácilmente comprensibles conviene desconfiar, porque no está siendo suficientemente considerado con el fruto de su esfuerzo o porque su arte es demasiado simple. El nonagenario Jasper Johns, otro militante de lo indecible, tira de ironía cuando dice que, de los numerosos libros sobre su obra, su favorito está escrito en japonés, idioma que en absoluto entiende. En los dominios del arte, al contrario que en los de la historia, no siempre reina la palabra.

Yo no quiero escribir, así tituló Feito el único texto programático que escribió; un breve ensayo para el número monográfico sobre El Paso que publicó en 1959 la revista de Camilo José Cela Papeles de Son Armadans. En él, limitó su potestad al terreno plástico. Le repugnaban –y utilizó ese verbo– las definiciones y las etiquetas, así como cualquier tipo de justificación sobre su obra. Ese juicio que sitúa la creación como expresión del puro y único sentido de la pintura fue constante a lo largo de su trayectoria. «La pintura no tiene nada que decir, tiene que existir» solía repetir en las entrevistas, e incluso en el discurso de ingreso en la Academia, «el arte no fue ni será jamás para mí el fruto de una especulación intelectual».

Aun así, venzamos la cautela y definamos, etiquetemos y justifiquemos como historiadores la obra de Feito. En sus primeros pasos como artista figurativo se puede rastrear la huella de Vázquez Díaz, un artista con mucho predicamento entre los jóvenes, desde Canogar, correligionario de Feito en El Paso, a Cristino de Vera o Agustín Ibarrola, desde José Caballero a Díaz Caneja. Vázquez Díaz, remedo de Cézanne en el arte español, adiestró a Feito en una pintura constructiva, de reminiscencias cubistas. Y fue el propio Vázquez Díaz quien le recomendó la experiencia formativa en París, adonde llegó en 1956, gracias a una beca del Ministerio de Educación.

Luis Feito, Composición, 1954. Gouache y caseína sobre papel, 31 x 50 cm. Colección Carmen Thyssen-Bornemisza

Una vez instalado en la capital francesa, expuso con regularidad en la prestigiosa galería de arte de Jean-Robert Arnaud, totalmente avant-garde. Se desembarazó del arte figurativo y abrazó una pintura abstracta linealista más acorde con los nuevos tiempos. Un estilo que remite a Paul Klee y al surrealismo de Miró, Masson y Ernst. Y que en España prosperó gracias a Willi Baumeister y Mathias Goeritz, la Gaceta de Arte de Westerdahl, la escuela de Altamira y el grupo Pórtico. Feito hizo suya esa revolución espiritual del arte de herencia surreal en la que prevalece la inocencia, la magia, el lirismo, la improvisación psíquica, la libertad creativa y la apuesta decidida por la subjetividad.

La pintura de signos –como irredento kleeiano– mutó, coincidiendo con la creación del grupo El Paso (1957), a una abstracción matérica –por utilizar el adjetivo de moda entonces– que se ciñe al pie de la letra a su manifiesto fundacional: «Propugnamos un arte recio y profundo, grave y significativo». Y con esa expresión artística recogida –Cirlot le definió como «el artista más contenido del grupo El Paso»–, Feito alcanzó una voz propia en las artes plásticas y se distinguió como una de las grandes promesas del arte joven español. Durante la década de los cincuenta España era, en palabras de Antonio Saura, un país de cardo y ceniza. Y aquí sale a relucir un aspecto distintivo del arte español de esa época, su cromatismo. Como una conciencia común, los artistas comparten, al margen de orígenes y sensibilidades (Dau al Set, El Paso, Aguayo, Ràfols-Casamada, Zóbel, Lucio Muñoz, Torner), una limitación de la paleta, que tiende a reducirse al blanco y negro, con sus valores intermedios, y a los colores terrosos, en sus diversas tonalidades. Una reducción que a fin de cuentas persigue un cromatismo «natural» para la pintura: los colores de la madera, de la piedra, del hierro, del barro o de la ceniza. Una referencia visualmente explícita a la materia, que es además definitoria de lo español, en cuanto a una tradición plástica nacional desde el barroco. En definitiva, son los colores de la gran pintura del siglo de oro, de Zurbarán, Murillo y Velázquez.

Luis Feito, N.º 25, 1956. Óleo y arena sobre lienzo, 110 x 160 cm. Colección del artista

El período negro de Feito, durante los años de El Paso, es paradigmático de esa paleta reducida y de aquella pintura matérica. Pierre Restany le vio como un místico barroco en «El lirismo castellano y la tradición mística» (1959), quizá el texto crítico más profundo sobre su obra hasta entonces. Feito, con su idea de creación como un ejercicio ensimismado y solitario, se prestaba a esa calificación espiritual. Su juvenil vocación religiosa y su fijación por el misticismo de san Juan de la Cruz encontraron acomodo en su actividad profesional. Un arte de otra dimensión que, sin beatitud, pretende apelar al alma del espectador.

El fin del aislamiento diplomático de España en los cincuenta y la consiguiente tímida apertura en las artes plásticas propició que algunos artistas alcanzasen cierta relevancia internacional. Feito y demás miembros de El Paso, Tàpies, Oteiza o Sempere, pese a hacer uso de un lenguaje homologable al de la vanguardia europea, no fueron ajenos al peso de la tradición española: paleta cromática terrosa, gusto por la materia, austeridad compositiva, tendencias expresionistas. Por no obviar que el informalismo permitía, en un ámbito de dictadura política, mayores licencias que el arte figurativo. «El mundo es para nuestros artistas el escenario donde se despliega la grave aventura de su vivir personal», pronunció en un célebre discurso el ministro de Educación Nacional Ruiz-Jiménez ante Franco en 1951. La grave aventura informalista de Feito, que como hemos explicado tenía una gran carga espiritual, además de la remembranza a la tradición pictórica nacional, encajó en la nueva política artística oficial del régimen franquista y triunfó en las exposiciones internacionales que, de la mano de Luis González Robles, presentaban esa nueva ola del arte español (aunque Feito operase desde París). Así, en 1957 participó en IV Bienal de São Paulo, con Millares, Rivera, Tàpies y Oteiza. En 1959, en la muestra La jeune peinture espagnole, en el Musée des Arts Décoratifs de París. Participó asimismo en las Bienales de Venecia de 1958 y 1960, en esta última tuvo sala individual. Y en la exposición New Spanish Painting and Sculpture del MoMA en 1960.

Luis Feito, N.º 165, 1960. Óleo y arena sobre lienzo, 190 x 240 cm. Colección del artista

Su expresión, justificada en la espontaneidad y el automatismo psíquico, era lo suficientemente moderna y apolítica como para no perturbar al franquismo. Su técnica, impecable. Trabajaba sin bocetos o estudios previos, atacando –según sus propias palabras– la tela de lleno, con el lienzo en el suelo. Y solía pintar sus obras al óleo en una única sesión, como un ejercicio de catarsis, equilibrando intuitivamente las composiciones mediante la densidad de pigmentos. El resultado de esa action painting informalista ha sido equiparado a las creaciones coetáneas de Motherwell, Kline, Dubuffet o Fautrier. Y creo que la obra aguanta tal comparación.  

La de Feito es una pintura visceral, sin temas ni ideas. La naturaleza indecible de su pintura se acentúa por el método que seguía para titular sus pinturas: mediante una numeración correlativa. De modo que su obra se percibe como una serie continua y desafectada. «En mi evolución no hay cambios», decía el artista, o al menos no hay saltos abruptos, sino hallazgos concatenados.

Desde finales de los cincuenta, su pintura se distingue por las influencias del arte oriental y del informalismo internacional; en la década de los sesenta, por la plenitud del color; los ochenta por una crisis creativa, con su traslado a Montreal y a Nueva York, y por la introducción del color dorado –el Feito más «bizantino»– y las geometrías más radicales. En los noventa, el regreso al país del hijo pródigo convertido en un absoluto maestro del gesto fluido, la pincelada única y la depuración formal. Como un eterno retorno. El misticismo del período negro de los cincuenta dio paso a una incorporación paulatina del rojo en los primeros sesenta. Una irradiación más violenta y embriagadora que desembocará, según Gérald Gassiot-Talabot, en la «apoteosis de un rojo infernal». Aquello supuso un punto de inflexión en su trayectoria. El interés por el pensamiento oriental y una forma zen de proceder –pintar lo esencial, no lo concreto– no se corresponde con una querencia por iconografía asiática. Ha sido aceptado por la crítica que la pintura de Feito, al funcionar como un demiurgo, creador de formas, ritmos y espacios, tiene cualidades orientales. Como también lo ha sido que en su obra subyacen poderosas estructuras –lo que Cirlot denominó «geometría latente»–. Feito trató de ordenar el caos en sus composiciones mediante vectores, retículas o fuentes de luz.

Luis Feito, N.º 280, 1962. Óleo y arena sobre lienzo, 114 x 162 cm. Colección del artista

Podemos concluir que, en la época heroica del informalismo español, en la frontera de 1960, Feito fue el más audaz y brillante luminista. Al decir de Calvo Serraller, su magisterio se manifiesta en el «fascinante misterio de la luminosidad a través de lo oscuro, de la enjundia de la materia a través de lo aligerado y transparente». Y en su producción se advierte otro aspecto sumamente interesante: la dualidad, la contradicción. Lo que Juan Manuel Bonet denominó «contención y a la vez febrilidad», la eterna lucha de opuestos, luz y sombra, en un torbellino de materia en el vacío. En términos de cosmogonía, un Big Bang.

Visto con perspectiva, el tránsito entre las décadas de 1950 y 1960 fue el momento más determinante de la carrera de Feito. Pasó de la pintura negra, con el rojo como contrapunto, a la dominancia del rojo, con el negro como urdimbre. Ese momento sirvió de catalizador para avanzar hacia una pintura menos densa. Del óleo mezclado con arena a la planitud del acrílico. Del misticismo castellano a la espiritualidad zen. Del barroco al minimalismo.

Y creo que los mejores comentarios sobre la obra de Feito proceden –muy a su pesar– de sus propias entrevistas, como le sucedió a Francis Bacon. Éste, igual que Feito, quiso proteger su obra de los tópicos y de las clasificaciones. Una entrevista en francés a Bacon dio de sí para que Franck Maubert publicase un libro imprescindible, que toma su título de una frase que el pintor irlandés repetía constantemente: El olor a sangre humana no se me quita de los ojos. Y aquí va una hipótesis freudiana de cosecha propia: ¿Y si la fijación por el rojo de Feito (masas, salpicaduras) tuviese que ver con un trauma infantil? Quizá la impresión de convivir con la sangre en la carnicería familiar nunca se le quitó de los ojos. Puede que aquella repulsión fuese el detonante para que el sensible hijo de Emilio, el carnicero, se convirtiese en artista, y que para matar al padre hiciese uso del pigmento rojo hasta lo indecible, hasta convertirlo en su seña de identidad.

Obedezca o no la mudez de Feito a una estrategia deliberada, sí parece una decisión inteligente, o al menos honesta. No tanto porque al explicar la obra corramos el riesgo de despojarla de su misterio, de su aura, o de banalizarla, sino porque el artista siempre quiso, en sus infatigables y prolíficas siete décadas de dedicación al arte, que lo único parlante en su pintura fuese la pintura misma.

Luis Feito. La pintura misma. Colección del artista (1956-1962)
Sala Noble del Museo Carmen Thyssen Málaga Del 16 de marzo al 11 de junio de 2023

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