«Éramos totalmente inmorales»

Las artistas y el desnudo femenino

[Texto publicado en el catálogo de la exposición Desnudos. Cuerpos normativos e insurrectos en el arte español (1870-1970), editado por el Museo Carmen Thyssen Málaga en 2024]

La derogación en 1977 de la censura impuesta por las leyes de prensa del franquismo (1938 y 1966) inició un período de «destape» del cuerpo femenino inédito en el ámbito de la imagen pública en España. Se mostró y se vio entonces lo que no se había podido enseñar ni contemplar en cuarenta años de nacionalcatolicismo. Para las artes plásticas fue el cierre de otro episodio más, en una ya secular historia de reprobación moral que había impedido la existencia de una tradición del desnudo en el arte español y limitado, o cuando menos complicado significativamente, el cultivo de esta temática en gran parte del período que centra nuestra exposición, www.exposiciondesnudos.es.

Con el cuerpo (y su desnudo) convertido en un contenedor pecaminoso e impuro del alma por el dogma cristiano, el fervoroso compromiso histórico de España con la religión católica sometió la imagen artística a un férreo control por parte de la Iglesia durante toda la edad moderna y dejó un páramo de desnudeces femeninas y masculinas. Las carnes mortificadas de santos y santas que purgan sus cuerpos de las pasiones humanas y algunos hitos como, evidentemente, Velázquez y Goya, que bajaron el cuerpo femenino a un plano intensamente terrenal, fueron casi las únicas referencias directas que de los grandes maestros antiguos españoles tuvieron los artistas de épocas posteriores.

El pacato siglo XIX siguió condenando a la excepcionalidad el desnudo artístico español, generando «un horror» –la expresión es de José Ramón Mélida en 1897– a este asunto en el que el cuerpo femenino atemorizaba especialmente. Su asociación con el pecado, la perdición y el tabú hacia su sexualidad, en una sociedad donde la educación sentimental exacerbaba las reacciones de vergüenza (en público y en privado) ante el cuerpo desnudo (propio y ajeno) y el sexo, y el placer femenino era sinónimo de ninfomanía o histeria, generó además estereotipos de una mujer que, desnuda, se volvía aún más perversa. Como la maja, que encarnaba toda la seducción fatal española.

Anglada-Camarasa, Sibila, c. 1913.
Colección de Arte Contemporáneo Fundación “la Caixa”
Julio Romero de Torres, Venus de la poesía, 1913
Museo de Bellas Artes de Bilbao

Las reivindicaciones del incipiente feminismo decimonónico para romper con el papel tradicional de ángel del hogar volcaron también sobre ellas y sus cuerpos los miedos ante una amenaza al sistema de costumbres patriarcal. Con todo, la propia evolución social, la atracción por lo prohibido y lo marginal tan del gusto del fin de siglo, los intercambios artísticos con el mucho más liberal entorno parisino y la incorporación paulatina de las mujeres a los círculos artísticos estimularon un cambio de paradigma en la representación y contemplación del desnudo femenino que en España nace, pues, bajo la mirada múltiple de la modernidad.

Este panorama conformó, en definitiva, un exiguo repertorio de tipologías del desnudo femenino (santas semidesnudas, diosas de espaldas, odaliscas y majas seductoras, escenas de toilette, estudiadas poses «artísticas»), entre la excusa de lo ideal y la pulsión más realista; entre la belleza pura y la lascivia; entre la desnudez inconsciente e inocente, observada sin permiso, y la incitante; entre el desnudo y la ausencia de vestido; entre la antigua Venus y la Eva moderna.

Ignacio Pinazo, Desnudo de frente, c. 1879-1880
Museo Nacional de Cerámica y Artes Suntuarias “González Martí”
Santiago Rusiñol, Desnudo femenino, París. 1891-1892
Museo del Cau Ferrat

Durante el primer tercio del XX, con los diversos lenguajes de renovación y vanguardia apareció un desnudo ya sin asunto iconográfico o con coartadas temáticas fuera de lo convencional (prostitución, relaciones lésbicas o el mero erotismo), donde el desnudo femenino es cada vez más tangible y carnal y se muestra un placer no culpable y un exhibicionismo sin tapujos de la sexualidad. El desnudo moderno de la mujer surge, pues, como un «desvelamiento» progresivo –el término es de Carlos Reyero–.

Ignacio Zuloaga, Retrato de La Oterito en su camerino, 1936
Fundación Zuloaga
José Gutiérrez Solana, Desnudo, 1932
Colección particular

Ese período, verdaderamente fundacional y de despliegue sin precedentes para el desnudo español, lo resumía así Emiliano Aguilera en 1935: «el desnudo es ya libre en España. Lo es en el Arte y en la Vida. No ha costado, ciertamente, poco el que lo sea». Los logros tras el largo y arduo camino resultaron, sin embargo, efímeros. Con la instauración de la dictadura la «nueva España» volvió al pasado y el cuerpo desnudo a ser, una vez más, una excepción del arte español, encerrado tras los muros del academicismo y el pretexto artístico.

Todo este contexto es, además de yermo, fruto de una mirada hegemónicamente masculina hasta bien entrado el siglo XX (y no sólo en España). Sólo en contadas excepciones pasaron las mujeres de modelos a intérpretes, de ser desvestidas por otros a reivindicar sus cuerpos desnudos. Para las artistas españolas la principal limitación estuvo en el corsé moral marcado por la sociedad. Si bien hasta la guerra civil fueron conquistando su espacio artístico (en escuelas, exposiciones, crítica, tertulias, vanguardia), tratar el desnudo, siquiera el femenino, siguió resultando escandaloso, especialmente si sobrepasaba lo académico. Forzadas, pues, a trabajar temas «femeninos», como la pintura de flores, bodegones, paisajes o retratos, el desnudo quedaba casi inaccesible, al otro lado de su particular techo de cristal artístico.

Dentro de la escasísima producción de desnudos entre las artistas españolas en el arco cronológico abordado aquí, las obras escogidas de Aurelia Navarro, Teresa Condeminas, Menchu Gal y Maruja Mallo concretan este escenario general en algunos episodios que ilustran la excepcionalidad y relevancia de quienes quisieron reivindicar, recuperar y empoderar el cuerpo de la mujer.

La formación de Aurelia Navarro en el ámbito privado le franqueó el ya citado y problemático estudio con modelos (en los estudios de José Larrocha, maestro también de Rodríguez-Acosta y de Tomás Muñoz Lucena, en Granada). Superando, además, el tradicional veto moral y social logró el elogio de la crítica con su insólito Desnudo de mujer, premiado con una tercera medalla en la Exposición Nacional de Bellas Artes de 1908. Ensalzado por su calidad artística y la «valentía» de su autora, el cuadro no dejaba de mostrar una sensualidad difuminada por un tema mitológico a través de un modelo de autoridad (la Venus del espejo de Velázquez). La figura de espaldas era también una concesión al recato esperable de una mujer, en un certamen donde otro desnudo femenino, frontal y provocador, La musa gitana de Romero de Torres, versión canalla de las venus de Tiziano, ganó un premio de primera clase.

Aurelia Navarro, Desnudo de mujer, 1908
Colección Diputación de Granada

Y, sin embargo, es posible que detrás de toda la prudencia que parece envolver lo que, sin duda, fue en la época un acto de osadía creativa de una artista, se esconda, incluso, una irreverencia, totalmente inadvertida en su momento: que la propia artista se haya autorretratado en el cuadro, prestando al menos su rostro a un cuerpo acaso más real de lo que su apariencia denota.

Respaldada por la buena recepción de su obra, Aurelia Navarro abordó el desnudo femenino en más ocasiones. Sin embargo, el rechazo familiar a proseguir su carrera terminó apartándola de la práctica pública del arte y cercenando la libertad que, contra todo pronóstico, los círculos artísticos de aquellos tiempos, tan poco propicios para las mujeres artistas, le habían permitido.

Durante los años treinta, el clima social y legal de aperturismo favorecido por la Segunda República estimuló que otras jóvenes artistas como la pintora barcelonesa Teresa Condeminas modernizaran la representación del cuerpo femenino. Para ellas su nueva imagen tenía un aspecto de normalidad y cotidianeidad, y el desnudo se volvió natural y desprejuiciado. Condeminas actualizó, así, los cuerpos mediterráneos y arcádicos del noucentisme con un lenguaje figurativo en la línea de los nuevos realismos y dio una apariencia más contemporánea al ideal de herencia clásica y académica en el que ella misma se había formado en la Lonja.

Teresa Condeminas, Camino de la fuente, c. 1935
Museu Nacional d’Art de Catalunya, Barcelona.

En Cataluña el signo liberador de los nuevos tiempos se concretó, además, en una iniciativa absolutamente única, la Exposición del desnudo (exclusivamente femenino) que en 1933 organizó el Círculo Artístico de Barcelona con propósitos «simplemente artísticos» en la estación de ferrocarril de la Plaza de Cataluña, y en la que Condeminas destacó, reconocida con un premio, entre los más de ochenta artistas y los dos centenares largos de obras participantes.

Ya en la dictadura y de forma sin duda extraordinaria, la pintora logró mantener el desnudo como centro de su producción y una notable aceptación, aunque limitada a las exposiciones de promoción oficial –nacionales e internacionales– donde el tema no fue extraño, pero siempre tenía una justificación «artística», sin alusiones sexuales ofensivas para la moral del régimen. Con todo, si bien ese contexto continuista del decimonónico no favoreció miradas poco convencionales o renovadoras del cuerpo entre las artistas, Condeminas fue una de las pocas que concurrieron a aquellas exposiciones con esos asuntos durante el franquismo.

En (y desde) los años cuarenta, la supresión de las leyes en favor de los derechos de las mujeres aprobadas por la Segunda República y el estereotipo de «mujer muy mujer» del adoctrinamiento de la Sección Femenina de Falange recuperaron el rol doméstico y maternal, dependiente y sumiso. Recatadas, reprimidas por el estado y la Iglesia, asexuadas y, por supuesto, vestidas y tapadas, las españolas vieron sus cuerpos reducidos a mera fisiología para la procreación y sometidos a estricta tutela legal y moral.

Si en la vida cotidiana casi no se podía ver siquiera piel femenina, las artes, amenazadas por la censura contra las imágenes inmorales y cualquier atisbo de modernidad subversiva, no ofrecieron mucho más margen para el desnudo y menos aún a las artistas. O no para mostrarlos públicamente y salir indemne de tal trasgresión del decoro. En la intimidad del estudio debieron de permanecer, pues, protegidos de miradas ajenas y reproches, los dibujos (y algún lienzo) de desnudos femeninos que Menchu Gal hizo en los años cuarenta y que sus herederos han conservado.

Menchu Gal, Tres desnudos femeninos de 1942, 1946 y 1948
Fundación Menchu Gal

Pero Gal había podido dibujar cuerpos del natural antes de la guerra, como estudiante en los años treinta en las clases con modelos vivos de las academias de Ozenfant, Van Dongen y la Grande Chaumière, en París, y de la escuela de bellas artes de Madrid. Y, aunque fuera sólo para ella misma, no renunció a la libertad de retratar el desnudo de esos cuerpos femeninos que, pese a todo, les seguían perteneciendo.

La guerra civil también puso un punto y aparte en la trayectoria de las artistas que se exiliaron durante la contienda o con la instauración de la dictadura. Instalada en Buenos Aires entre 1937 y 1962, Maruja Mallo dejo atrás una juventud transgresora, en la que ella misma se había «destapado» quitándose el sombrero. «La gente pensaba que éramos totalmente inmorales, como si no lleváramos ropa, y poco faltó para que nos atacaran en la calle», recordaba años después.

Maruja Mallo, Estrella de mar, 1952
Colección de Arte ABANCA

Esas actitudes reivindicativas de las libertades y emancipación femeninas se reflejaron en su obra de finales de los veinte y de los treinta en mujeres que mostraban, en sus propias palabras, el «ideal físico que encontramos por las playas y los campos de deporte» (como La ciclista, con la escritora Concha Méndez como modelo, en bañador, o Bañistas, con un espontáneo desnudo, ambas de 1927). Ya en Argentina, en los cuarenta y los cincuenta, las mujeres de Mallo se transforman en tótems, poderosas, raciales, o en símbolos en la original cosmogonía de «geometrías telúricas» de la artista, que inventa metamorfosis entre las formas naturales y las femeninas. A un océano de distancia de la censura franquista, Maruja Mallo podía hacer del cuerpo un emblema de identidad y empoderamiento de la mujer moderna, centro de su universo creativo. A este lado del charco, aún lo seguiría siendo de represión y sometimiento durante largo tiempo, hasta que dejó de ser necesario cruzar la frontera para ver un último tango.

Categorías: Exposiciones

Bárbara García

Bárbara García

Jefa del Área de Conservación del Museo

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