Leyendas del Oeste: estereotipos

«This is the West, sir. When the legend becomes fact, print the legend.»
John Ford, The Man Who Shot Liberty Valance (1962)

Al hilo de mi anterior post sobre las leyendas del Oeste, y a propósito de los conceptos de mito y leyenda, desde un punto de vista puramente léxico es posible desmitificar pero no deslegendizar (espero que a nadie más se le ocurra usar esta palabra). Lo cual puede explicarse por una peculiar simbiosis entre leyenda y estereotipo que, lejos de menguar su poder de influencia, convierte el dúo en una sociedad inquebrantable, con su dosis exacta de sólida realidad e invención prejuiciosa, como un monumento más fácil de abrillantar que descabalgar de su peana. Aun así, intentemos desmontar la leyenda, por el puro placer iconoclasta.

Frederic Remington, El trampero, 1903. Colección Carmen Thyssen-Bornemisza


Existe la creencia de que en la frontera regía una especie de ley del más fuerte, fruto quizá de la popularización de sus personajes más legendarios y pendencieros, cuando en realidad reinaba una ambigua mezcla de cortesía y violencia sin legislar, un conjunto de reglas no escritas denominado «código del Oeste», entre las que estaba la sacralidad de la palabra dada, la hospitalidad, la inviolabilidad de la propiedad privada y el ojo por ojo.

Los más duros son los que han quedado grabados en el imaginario colectivo y los que forman parte de esta leyenda fundacional de los Estados Unidos. Daniel Boom, Buffalo Bill, Davy Crockett, Wild Bill Hickok, Calamity Jane, Wyatt Earp, Billy the Kid, Pat Garret, John «Liver-Eating» Johnson, Butch Cassidy, Sundance Kid, Jesse James, los hermanos Dalton, el coronel Custer… Todos ellos convertidos en estrellas de Hollywood gracias a los westerns, héroes de una historia distorsionada por la ficción y la mitomanía. Es cierto que la frontera fue en los años de la conquista del Oeste un caldo de cultivo ideal para la delincuencia y la violencia, la mayoría de las veces impune, ya que el gobierno de tan extenso territorio quedó muy lejos de las leyes y legisladores del Este, pero esta deformación en favor de los aspectos más legendarios, aparte de sugerente, carece de rigor histórico. Billy el Niño era un delincuente analfabeto que como mucho asesinó a nueve personas en su constante huida de la justicia (no a 21, como sostienen sus hagiógrafos); el tiroteo en O.K. Corral duró 30 segundos y congregó a un grupo de tiradores nefastos entre los que sólo se mantuvo en pie Wyatt Earp, que es el que tuvo más sangre fría y la gran suerte de poder contar su versión de la historia a varios novelistas y guionistas; Jesse James no era para nada una especie de Robin Hood, sino más bien un vulgar asaltador de bancos y ferrocarriles que supo alimentar su leyenda mediante las crónicas de sus golpes en el Kansas City Times, que él mismo enviaba; en 1878, el año con más homicidios de su historia, sólo hubo cinco asesinatos en la salvaje ciudad fronteriza de Dodge City, etc.

Wild Bill Hickok

Wild Bill Hickok representa el paradigma de la leyenda aventurera del Oeste, a cuya creación contribuyeron los relatos periodísticos de la época y las posteriores novelas baratas del Oeste que proliferaron por todo el mundo. Soldado, conductor de diligencias, agente federal, tahúr, pistolero, explorador del Séptimo de Caballería, sheriff… Su novelesca biografía incluye el haber dado muerte a un oso armado únicamente con un cuchillo, infiltrarse en las líneas enemigas y hacer de espía durante la Guerra de Secesión o cazar bisontes en las Grandes Llanuras junto a su gran amigo Buffalo Bill. Pero el episodio que más popularidad le dio, el que le elevó a los altares de la leyenda de los tipos duros del Oeste, fue su duelo a muerte con Davis Tutt en 1865, en Springfield (Misuri). Aquel enfrentamiento, narrado en la Harper’s Magazine, el Weekly Missouri Democrat o el New York Tribune, se convirtió en el modelo arquetípico de duelo del Oeste (imitado hasta la saciedad en los westerns). Su fama como pistolero no tuvo parangón, a lo que ayudaba, además de la exageración en los relatos de sus hazañas, su impresionante porte y aspecto pintoresco, levita, corbata de lazo, sombrero de copa, y sus inconfundibles bigote y larga melena. Ambidextro, dotado de una portentosa puntería, educado, fiero y ocurrente, Wild Bill lo tenía todo para granjearse una reputación en la frontera. Y su muerte, abatido por un disparo a traición durante una partida de póker, contribuyó a la leyenda, pues se contó que en el momento de su fallecimiento sostenía entre sus dedos cuatro cartas, dos ases y dos ochos, y esperaba la quinta. A esa jugada, considerada desde entonces como gafe, se la conoce como the dead man’s hand (la mano del muerto).

Portada de Harper’s Magazine, febrero de 1867

Hubo revistas y semanarios, como Harper’s Frank Leslie’s Illustrated, editados durante el momento de la expansión hacia el Oeste, que se ocuparon de satisfacer el anhelo público por las imágenes. Aquello no sólo contribuyó al rápido crecimiento de los estudios fotográficos, sino también a la proliferación de artistas dedicados a la ilustración de noticias, predecesores de los actuales fotoperiodistas, que adornaban las narraciones del Oeste con cierto sensacionalismo. La verdad es que el auténtico Oeste debió de ser menos atractivo que la imagen que se proyectaba en los medios. Existieron los cowboys, los tramperos, los indios, los colonos, los pistoleros y los animales salvajes, pero la cultura popular se encargó de dar al relato una pátina mitológica y espectacular, que en realidad no tenía, o no tanto.

A la idealización de la frontera, por esa necesidad tan loable de historia y heroísmo por parte de una sociedad recién nacida, contribuyeron decisivamente las novelas baratas, las conocidas como dime novels (novelas de diez centavos), que tuvieron un gran éxito. El Oeste era representado como una tierra de ensueño donde los hombres gozaban de libertad plena, los héroes eran tipos duros que se defendían con pistolas de las injusticias y los papeles de malos quedaban generalmente reservados para los indios. Y más de 500 de aquellas novelas tuvieron como protagonista principal a Buffalo Bill, otra de las celebridades del aventurero universo fronterizo.

Wild Bill Hickok, Texas Jack y Buffalo Bill, actores de Scouts of Prairie, en 1873

William Frederick Cody, «Buffalo Bill», que había alcanzado una notable reputación como explorador y cazador de bisontes para la compañía de ferrocarriles Union Pacific, de ahí su apodo, se convirtió en un ídolo nacional gracias a los reportajes laudatorios que Ned Buntline publicó en el New York Weekly. El propio Buntline ideó un infame espectáculo que supuso un éxito insospechado, Scouts of Prairie (Exploradores de la pradera), en el que Cody participaba como actor (también actuó en él Wild Bill Hickok durante ocho meses). A raíz de aquello, y previendo las posibilidades comerciales, Buffalo Bill montó su propio espectáculo, el Wild West Show, con el que durante treinta años recorrió el planeta: Inglaterra, Francia, España, Italia, Bélgica, Holanda, Alemania… Con una troupe de 300 actores, 18 bisontes, 180 caballos y una diligencia. Y la participación de exóticos jinetes turcos, gauchos y mongoles.

Hubo otros intentos anteriores para mostrar la vida salvaje del Oeste, como la Galería India pintada por George Catlin, formada por más 500 pinturas, que entre las décadas de 1830 y 1840 fue expuesta en el este de Estados Unidos y en Europa, pero el Wild West Show era otra cosa, puro espectáculo circense, la posibilidad de asistir al Salvaje Oeste sentado en una butaca, pagando eso sí un ojo de la cara, un dólar y pico por persona, y lo mejor, actuaban en el formidable show los protagonistas reales de aquellas aventuras legendarias. Buffalo Bill, como empresario de la farándula, inventó el espectáculo total, revolucionó el arte del entretenimiento. Caballos, cowboys, indios, pistoleros, decorados de cartón piedra, bombillas y mucho movimiento para una mentira verídica, o para una representación inverosímil, qué más da. Se trataba del show business del Oeste y estaba permitido casi todo.

Convenció al mismísimo Toro Sentado, el eterno enemigo del hombre blanco, para formar parte de la bufonada, así como al gran jefe Joseph, Gerónimo o Lluvia en el Rostro (supuesto asesino de Custer). Y la ilusión acabó convirtiéndose en verdad. Así, Buffalo Bill, tras haber actuado cientos de veces en la representación de la batalla de Little Bighorn, acabó creyendo que de verdad había estado allí junto a Custer, e incluso llegó a corregir la historia y ser él quien salvaba al Séptimo de Caballería de los temibles indios. Una farsa que a la gente encantaba. Envejeció Buffalo Bill en los escenarios interpretando una versión mejorada de sí mismo. Y el show que mostraba al mundo el Oeste acabó por convertirse en el propio Oeste.

En la creación de los estereotipos del Oeste participaron diversos agentes, desde los medios periodísticos se alimentó la leyenda de los heroicos colonos y vaqueros, con la personificación de su némesis en el indio salvaje, más adelante surgieron los espectáculos que recreaban una particular visión del Oeste, desde la Galería de Catlin, iniciativa de origen artístico y etnográfico, hasta el show circense de Buffalo Bill, donde los indios se convirtieron en figurantes de un teatro diseñado para el regocijo del hombre blanco. Pero hubo además otras iniciativas bienintencionadas que revelan una manifiesta estereotipación, como las maravillosas fotografías de indios de Edward S. Curtis, quien realizó más de 40.000 de ellas de ochenta tribus diferentes entre 1907 y 1930 y que fueron publicadas, las mejores, en los veinte volúmenes de The North American Indian, con el patrocinio del magnate J.P. Morgan, la obra de toda una vida (y magníficamente editada). En el momento en que Curtis realizó las fotografías, los indios estaban confinados en reservas, y existía la certeza de que éstos estaban condenados a desaparecer, pero su trabajo, más que documentar a los líderes o a los individuos anónimos en sus quehaceres diarios de forma fidedigna, muestra una intención más artística que antropológica, una creación impostada de arquetipos adecuados a la narración legendaria que pretendía trasmitir. Los indios posan con la luz ajustada, el gesto adusto y en un escenario escogido para la ocasión, creando una tipología ad hoc del feroz salvajismo domesticado y a punto de la extinción. Se trata de una imagen manipulada del Oeste, deliberadamente romántica e intemporal (para lo cual se elimina cualquier rastro de modernidad, como los relojes). Paradójicamente, lo que debía constituir el registro etnográfico de una civilización acabó convertida en puro ornamento, en carne de póster. La antropología mutó en un pintoresquismo comercial absolutamente descontextualizado.

Edward S. Curtis, Un oasis en las Badlands, 1905

Walter Benjamin, en el brillante ensayo La obra de arte en la época de su reproductibilidad técnica (1936), ya avisó sobre la peligrosa degradación del valor narrativo de la historia por culpa de la repetición y sobre el carácter efímero de una experiencia tecnológica capaz de construir una realidad (artística) artificial. El peligro de la cultura como consumo de masas y la pérdida de su aura, personificado en medios artísticos, entonces novedosos, con gran proyección: la fotografía y el cine. La peligrosa pérdida de la autenticidad en el arte y su desvinculación de la tradición, con la consiguiente pérdida de su carácter mágico o secular. Todo ello representaba la pesimista «invitación a una liquidación general del arte», de sus héroes y sus mitos, de su singularidad.

Aun así, el cine contribuyó a crear una imagen del Oeste como espectáculo universal y avivó su naturaleza heroica. Murieron con las botas puestas (1941) de Raoul Walsh, Duelo al sol (1946) de King Vidor, Pasión de los fuertes (1946) de John Ford, Winchester 73 (1950) de Anthony Mann, Raíces profundas (1953) de George Stevens, Johnny Guitar (1953) de Nicholas Ray, Centauros del desierto (1956) de John Ford, Horizontes de grandeza (1958) de William Wyler, Río Bravo (1959) de Howard Hawks, El hombre que mató a Liberty Valance (1962) de John Ford, Grupo salvaje (1969) de Sam Peckinpah… La leyenda del Oeste encontró la horma de su zapato en el cine, y Hollywood se convirtió no sólo en el pregonero de la gran Historia americana, sino en autor de su reconocible iconografía artística, al que no escapa ningún tópico: los duelos en calles polvorientas, la partida de póker en el saloon, los tipos duros al galope, la amenaza india, el Séptimo de Caballería o el asalto a la diligencia. El western es el género norteamericano por antonomasia.

Y en aquel universo tan maniqueo y eficaz visualmente, John Ford quizá sea su mejor narrador. Es más, a Ford se le identifica con el western clásico, pero superó los clichés en pos de una obra profunda y artística. Era capaz de incorporar la leyenda a la historia más prosaica, de recrearse en los conflictos de los personajes o en los paisajes de Arizona sin atender a la trama y soslayar las estructuras convencionales de la narración. Pocas películas hay más hermosas que las de Ford; los encuadres en Monument Valley o las luces en los interiores son simplemente perfectos. Y el expresivo uso de las elipsis, la capacidad de decir mucho con los silencios y las ausencias, le convirtieron en una leyenda del cine, y del Oeste.

Elijo como botón de muestra una de mis películas favoritas, Centauros del desierto (The searchers), de 1956. Ford la definió acertadamente como una historia de «épica psicológica». Está basada en una novela de Alan Le May, quien a su vez basa su libro sobre una historia legendaria de Tejas, la de Cynthia Ann Parker, secuestrada por los comanches y casada con un jefe indio, y a su vez madre de Quanah Parker, el último gran jefe comanche; veintitantos años después del secuestro de la niña Cynthia Ann, los rangers asaltan el poblado donde vive y se la llevan de vuelta con su familia, pero ella se siente comanche. Infeliz por tener que vivir con los blancos, deja de comer hasta que muere.

El protagonista de Centauros (título que en español tiene una interesante connotación mitológica) es Ethan Edwards (John Wayne), el arquetipo de héroe del Oeste, siempre en conflicto (con los demás y consigo mismo), siempre descontento, parco en palabras, vengativo (e incluso racista), tenaz, bravucón y astuto, pero también solapadamente tierno, porque el cine de Ford es duro y emocional a partes iguales, es empático con todos los personajes y a todos los dota de interés. La epopeya tiene una trama simple: John Wayne es un sudista vencido que busca durante años a su sobrina, la pequeña Debbie Edwards (Natalie Wood), raptada por los comanches del jefe indio Cicatriz (Harry Brandon), acompañado por un indio unido a su familia desde niño, Martin Pawley (Jeffrey Hunter). Se trata de una odisea errante marcada por la obsesión y la venganza. Una historia de la frontera imponente, perturbadora y legendaria a partes iguales, el Oeste tal y como suponemos que fue. Una recomendación: para vivir esa experiencia en todo su esplendor es conveniente ver la película en pantalla de cine.

Al margen de las películas del Oeste, protagonizadas por los duros cowboys, personificación idealizada de los valores norteamericanos –libertad, igualdad de oportunidades, defensa a ultranza de la propiedad privada–, los indios representan hoy el tópico más duradero creado por la cultura popular, y generalmente vinculado al salvajismo y la violencia. El vaquero frente al indio, civilización frente caos, honor frente a degeneración. Las tradiciones o culturas propias de cada tribu se pasan por alto en los medios de comunicación, y a cambio se ofrece una visión general de los indios como grupo, reducidos a la desnudez pintarrajeada y emplumada, los caballos, los tipis, la dificultad para hablar inglés y al cambalache buhonero malencarado. Son los lugares comunes a los que se pretende relegar aquel Lejano Oeste que una vez fue leyenda. Porque fue leyenda.

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Categorías: Exposiciones

Alberto Gil

Alberto Gil

Responsable de Publicaciones del Museo Carmen Thyssen Málaga

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