Leyendas del Oeste: pintores

Al iniciarse el siglo XIX, en Europa triunfaba una pintura que rendía culto a los grandes personajes y acontecimientos de la historia, una pintura mayúscula en sentido literal, basada en los principios académicos del clasicismo; al tiempo que Estados Unidos, país fundado un 4 de julio de 1776, carecía todavía de relatos y tradiciones dignos para su propia narración artística. La distancia entre ambos centros artísticos era abismal, lo cual se comprende al confrontar el principal arte oficial del momento, el retrato (de aparato) de sus líderes. Así, en Francia Jacques-Louis David o Dominique Ingres creaban una imagen sublimada (mitológica) del emperador Napoleón, en España Goya convertía a la insulsa familia de Carlos IV en obra maestra, mientras en Estados Unidos Gilbert Stuart fabricaba la imagen de George Washington, el primer retrato icónico norteamericano, que visto con perspectiva presenta un amaneramiento acartonado y una heroicidad de guardarropía. [Como nota curiosa, el Thyssen de Madrid posee en su colección un interesante retrato de un esclavo, cocinero de Washington, firmado por Gilbert Stuart].

Gilbert Stuart, George Washington (retrato Lansdowne), 1796. National Portrait Gallery, Washington D.C.


Ante semejante panorama, no es de extrañar que el primer género pictórico específicamente norteamericano digno de mención fuese la pintura de paisaje ‒tipología considerada menor por la Academia‒ y que en poco tiempo se enajenó con la representación de los principales monumentos naturales del país, muriendo de éxito en apenas un par de generaciones. Pero el paisaje, al comenzar el siglo, no interesaba casi nada al público, ni había tampoco una red comercial para su difusión, como sí existía en cambio para el retrato. Tuvieron que pasar unos años, ya en la década de los veinte del XIX, para que surgiese en el país un paisajismo de tipo romántico, de la mano de la Escuela del río Hudson, con vistas sublimadas mediante terribles efectos especiales (buscaban provocar congoja en el espectador) y una finalidad trascendental (presentaban un Jardín del Edén que dios puso al alcance de los hombres para su regocijo), una forma apropiada de representación para la deslumbrante naturaleza norteamericana.

Ese movimiento paisajístico surgió, como casi todos los artísticos, de forma casual, con poca épica. En 1824 se había inaugurado el primer hotel turístico en las montañas de Catskill, a poco más de 160 kilómetros de Nueva York. El pintor de origen británico Thomas Cole se embarcó para allá a finales de 1825, realizando un montón de bocetos a lo largo de las orillas del Hudson. Como resultado de aquellas excursiones, produjo una serie de pinturas que le proporcionaron una fama instantánea en Nueva York. Los paisajes del río Hudson y de las montañas de Catskill causaron una gran sensación en el público y enseguida hubo una legión de jóvenes pintores dispuestos a imitar su estilo, todavía demasiado encorsetado por la idealización y muy influido por los temas literarios y filosóficos de moda en el momento.

Thomas Cole, Río en los Catskill, 1843. Museum of Fine Arts, Boston

El estilo de Cole estaba marcado por la búsqueda del dramatismo y una técnica vigorosa, acorde con la estética romántica, muy apropiada para la representación del salvaje paisaje americano. Cole tenía una escasa formación como artista y apenas sabía dibujar, pero entendió algo en lo que nadie había reparado; no existían monumentales vistas de la monumental América. Así que la naturaleza, como leyenda fundacional de Estados Unidos, se convirtió en el tema principal de su obra y en la del resto de paisajistas de Nueva York. Las primeras referencias a la Escuela del río Hudson con esa denominación, en la década de 1870, tenían un matiz despectivo, pero a pesar de ello el nombre arraigó –lo cual recuerda al bautizo de otros grupos artísticos, como cuando el crítico Louis Leroy utilizó el término «impresionismo» para designar despectivamente la obra Impresión, sol naciente de Monet y la posterior extensión del estilo entre artistas afines–.

James McDougal Hart, Verano en los Catskills, c. 1865. Colección Carmen Thyssen-Bornemisza

Con el ejemplo y apoyo de Asher Durand, un artista obsesionado por la representación de la naturaleza, la obra de Cole se volvió más refinada, plenairista y sugerente. Y el británico se convirtió sin querer en el patriarca de un nuevo estilo que contagió a numerosos jóvenes pintores, como Worthington Whittredge, James McDougal Hart, Frederic Church o Albert Bierstadt ‒estos dos últimos, los pintores más significados de la escuela‒. Church, que se había formado junto a Cole, evolucionó el anacrónico estilo de su maestro, marcado por las referencias literarias e históricas, hacia una pintura más científica y afín al ambiente expedicionario del país, una pintura a gran escala, sobrecogedora, que mostraba las maravillas naturales, como las cataratas del Niágara. Y Albert Bierstadt, de origen alemán, fue el gran pintor de paisaje de la frontera y el único que hizo sombra a Church. Bierstadt consiguió una fórmula imbatible, una combinación de autopromoción, marketing nacionalista, panteísmo religioso y pintura retórica basada en el concepto de lo sublime, es decir, la Gran pintura americana.

Albert Bierstadt, Paisaje de las Montañas Rocosas, 1870. White House, Washington D.C.

De forma somera. Lo «sublime» se convirtió en un asunto estético clave en la teoría artística de los siglos XVIII y XIX. El concepto de lo sublime como una categoría estética de la naturaleza determinada por la inmensidad de las formas naturales fue formulado por una serie de teóricos británicos, como John Dennis, Anthony Ashley Cooper y Joseph Addison, quienes percibieron en la naturaleza alpina sentimientos simultáneos de placer y miedo. Aquellas consideraciones sobre el abrumador e inmenso poder de la naturaleza fueron enriquecidas por el filósofo irlandés Edmund Burke, el primero en establecer la teoría dual de lo sublime y lo bello en el arte (1756). Mientras Burke argumentó que lo sublime era una fuerza propia de la naturaleza, asociada a la idea de belleza, el filósofo alemán Immanuel Kant, en su Crítica del Juicio (1790), describió lo sublime como una fuerza inherente al individuo que lo percibe, un matiz conveniente para la representación artística. Y así llegamos hasta el británico William Turner, el artista que mejor explotó lo sublime en el arte, las cualidades estéticas de una naturaleza violenta, captando los efectos meteorológicos extremos. Lección que en los Estados Unidos tomaron los artistas de la Escuela del río Hudson para sus paisajes.

La conquista del Oeste propició que todo potentado norteamericano desease decorar sus mansiones con la versión pictórica de aquel relato épico. Con expresión grandilocuente, praderas, montañas y ríos quedaron fijados en la iconografía de este nuevo estilo liderado por Church y Bierdstadt, que abandonaron los postulados más específicamente románticos a favor de una pintura más naturalista, pese a tratarse en ambos casos de una pintura marcada por el panteísmo y con una finalidad moralizante. Aquella pintura sobrecogedora, como de telón de ópera wagneriana, era una garantía de éxito de ventas. De modo que el gran paisaje americano, o más bien su esencia, tuvo su correspondencia en este tipo de pintura.

George Inness, Niágara azul, 1884. Museum of Fine Arts, Boston

Como hemos visto, los postulados del Romanticismo europeo calaron hondo en estos excelentes paisajistas, capaces de convertir la naturaleza salvaje del Oeste en una especie de paradigma bíblico de la tierra prometida, en leyenda. Y hubo una siguiente generación de exitosos paisajistas ‒George Inness, Sonntag, Colman… ‒, pero éstos más interesados por una visión subjetiva del paisaje, de evocación poética y evanescente, una pintura con menos garra y monumentalidad. Tras la guerra civil (1865), el gusto artístico había cambiado, el antiguo interés por las fórmulas estéticas de origen británico fue sustituido por un gusto más afrancesado, y el paisajismo perdió pujanza en favor de la pintura de género, más realista, humanizada y patriótica, insuficiente para plasmar los grandes acontecimientos históricos, la Historia, pero capaz de contar buenas historias. En este ámbito, encontramos la descripción del apacible y cotidiano mundo rural, con sus bailes, tabernas y faenas agrícolas, en la obra de William Sidney Mount, por ejemplo. O los héroes de la frontera, los tramperos, cowboys y cazadores de George Caleb Bingham.

George Caleb Bingham, Tramperos descendiendo el Misuri, 1845. The Metropolitan Museum of Art, Nueva York

La identidad nacional americana quedó fijada iconográficamente gracias a esta pintura de género (también considerada menor en el ranking artístico académico). Temas como la industrialización o la inmigración afloraron en aquellos lienzos que narraban escenas de la vida cotidiana, gracias al soporte económico de una incipiente clase media, encantada de ver sus valores plasmados en imágenes. El trabajo, la familia, la comunidad, el ocio, el patriotismo… Asuntos a menudo distorsionados por la imaginación del artista que alcanzaron un enorme éxito como nuevos temas para la pintura. La expansión migratoria hacia el Oeste y sus efectos, aquel Manifest Destiny, o simplemente el anhelo de una vida mejor, está implícita en aquella pintura de género, que por otra parte soslaya la brutal devastación brutal de la naturaleza y de los indígenas. Se trata de un arte interesado por el lado más agrario y bucólico del Oeste, y que muestra, con cierto pintoresquismo, una sociedad ingenua y próspera cuyo afán es mantenerse apegada a la tierra. Una pintura popular, de escala humana y basada en la evocación de la anécdota, más de andar por casa que esa otra planteada por los pintores de la Escuela del río Hudson.

Mucho más interesante resulta –a mi juicio– la descripción por parte de los artistas norteamericanos de los modos de vida indígena. En ese terreno, los artistas muestran, aun con evidentes carencias técnicas, una frescura, originalidad y talento sin parangón. Está la visión un tanto estereotipada de los indios a través de los ojos del hombre blanco, cuyo mejor representante podría ser Charles Marion Russell, una pintura realizada en el estudio pero que transmite admiración por su cultura, que el artista pudo observar de cerca en el verano de 1888, cuando vivió cerca de los asentamientos de los pies negros y los piegan de Alberta, Canadá. Experiencia que le marcó para el resto de su vida y que le sirvió para dotar de verosimilitud sus obras, por los que sería muy conocido. Pero hay además otra pintura sobre indios, más veraz y etnográfica que recreativa y efectista. En este grupo se hallan George Winter, James Otto Lewis, Elbridge Ayer Burbank y, sobre todo, Karl Bodmer y George Catlin.

George Catlin, «Jefe mandan, Cuatro Osos», c. 1832. Smithsonian American Art Museum, Washington D.C.
Karl Bodmer, «Mató-Tope. Ataviado con sus atributos bélicos», 1839-1843. Colección Carmen Thyssen-Bornemisza

En 1832, el príncipe Maximilian zu Wied-Neuwied, un noble alemán y destacado naturalista, se embarcó en un viaje exploratorio por el Oeste norteamericano con el joven pintor suizo Karl Bodmer. Aquella expedición científica y artística dio como resultado más de ochenta obras de temática indígena, que muestran un modo de vida y una naturaleza sin contaminar por la civilización. Con asombrosa meticulosidad, el pintor suizo capturó la esencia de la tribu mandan, sus vestimentas, objetos ceremoniales y costumbres. Y menos mal que Bodmer se tomó tantas molestias, porque al poco tiempo una epidemia de viruela provocó la extinción de la tribu.

Sólo dos años antes de la expedición alemana, el considerado mejor pintor de la vida india, George Catlin, había acompañado al celebérrimo general William Clark en una misión diplomática por el río Misisipi, adentrándose en territorio nativo. Fue el primero de sus viajes por tierras fronterizas, que repetiría hasta1838 en varias ocasiones, conociendo de primera mano, y retratando, las tribus más notables del país: siux, pawnee, omaha, ponca, mandan, cheyene, crow, pies negros, comanches, kiowas, ojibwas… A resultas de aquellas exploraciones, más de 500 pinturas y una importante colección de objetos indios, reunidos en su conocida Indian Gallery, que presentó en las principales ciudades del país y capitales europeas. En los años posteriores a sus viajes, el pintor Catlin puso todas sus energías en mostrar a Occidente el modo de vida india, y pasó de pintor a promotor empresarial. Su Galería fue ponderada por la flor y nata de la intelectualidad europea, George Sand, Eugène Delacroix, Mérimée, Victor Hugo, y por los principales críticos de arte, como Champfleury, Gautier o Charles Baudelaire, quien en su crítica del Salon de 1846 no escatimó elogios para aquellas representaciones de los jefes indios, capaces de capturar de forma magistral su orgullo y nobleza. Y pese a que Catlin fascinó a las multitudes con tan extravagante proyecto, incluidos la reina Victoria de Inglaterra o Luis Felipe de Francia, como empresario resultó una calamidad, muriendo prácticamente arruinado.

George Catlin, «Las cataratas de San Antonio», 1871, Museo Thyssen-Bornemisza, Madrid

Catlin no fue del primer artista que pintó a los indios de Norteamérica, pero sí un pionero en retratarlos de forma desprejuiciada, con toda dignad, porque además de preocuparse por conocerlos a fondo, los respetaba. Es cierto que su Indian Gallery tuvo mucho de espectáculo teatral, que puede acusársele de comerciar con una cultura ajena, pues sus exposiciones eran muy variadas –como ésta de La ilusión del Lejano Oeste– y además de sus pinturas y ciertos objetos etnográficos, como tipis, vestidos, armas o utensilios domésticos, contaban con figurantes indígenas, lo cual arrojó cierta sombra de duda sobre su bonhomía con los indios. Pero su labor trascendió el ámbito puramente artístico, escribió numerosos tratados e impartió conferencias sobre un tema absolutamente desconocido entonces, contribuyendo como nadie a la salvaguardia de una forma de vida y unos espacios naturales condenados a la extinción por el hostigamiento del gobierno estadounidense. Sólo por eso, merecería un lugar de honor en este particular Olimpo de artistas legendarios.

Y acabamos con el que tal vez sea el más completo pintor de la leyenda del Oeste, por la calidad y variedad temática de su obra: el neoyorquino Frederic Remington. Se trata del artista que mejor captó las singularidades, en cuanto a paisaje y paisanaje, del Lejano Oeste, y uno de los principales artífices de su iconografía idealizada a fuerza de indios y cowboys. Alcanzó la popularidad como ilustrador para las principales publicaciones periódicas de la época (Harper’s Weekly, Harper’s Monthly, Century Magazine, Collier’s, Outing, Boys’ Life, Cosmopolitan), semanarios ubicados en el este que narraban los principales acontecimientos acaecidos en la frontera y para los que Remington ejercía de reportero.

Frederic Remington, «Señal de fuego apache», c. 1904. Museo Thyssen-Bornemisza, Madrid

Empezó a ser conocido en 1886, a los veinticinco años de edad, cuando el semanario Harper, el de mayor tirada del país, le envió a Arizona para cubrir la persecución del jefe indio apache Gerónimo por parte de las tropas del general George Crook. A pesar de su escasa formación artística, poco más de tres semestres en la Universidad de Yale, enseguida se destapó como un consumado maestro del dibujo y la composición, destacando sobre todo en la representación de la anatomía y el movimiento de los caballos (no obstante, en su tumba figura una sentencia concluyente: «He knew the horse»).

A pesar de su temprano fallecimiento, con cuarenta y ocho años, Remington produjo una ingente cantidad de obras, muchas de las cuales han sido reproducidas en forma de escena en diferentes westerns. Y como también se ha procurado en el cine, supo mostrar con eficacia los momentos de máxima tensión de los acontecimientos, la acción y la épica del Oeste. Fue además un artista tremendamente original y polifacético, como demuestran sus series de pintura nocturna o su exitosa faceta comercial como escultor, desde 1895. Nadie representó mejor aquella fauna humana de la fontera –indios, cowboys, Séptimo de Caballería, exploradores, tramperos…–, abriendo la puerta a una leyenda más evocadora que la del Salvaje Oeste: la nostalgia del Oeste.

Categorías: Exposiciones

Alberto Gil

Alberto Gil

Responsable de Publicaciones del Museo Carmen Thyssen Málaga

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