Quiero despertarme en una ciudad que no duerme

No es difícil imaginar la fascinación que Nueva York despertó en Joaquín Sorolla, el encuentro con la gran urbe que crecía rápidamente hacia lo alto con sus rascacielos, su ritmo ajetreado, su población tan variopinta. Sin duda muy diferente a las ciudades que él conocía: su Valencia natal, Madrid, e incluso París, la capital del arte en aquel momento. La Nueva York que Sorolla (1863-1923) vio en sus viajes de 1909 y 1911 era muy distinta de la actual megalópolis. Conservaba aún mansiones señoriales y un cierto carácter de la vieja Europa que en las décadas siguientes iría desapareciendo al compás de la veloz modernización que transformó el Nuevo Mundo y lo dotó de su propia idiosincrasia. Pero no dejaba de ser un lugar vibrante, sorprendente, cautivador y nuevo para un artista apasionado por la vida y la luz, como lo era Sorolla.

Joaquín Sorolla, Central Park, 1911. Museo Sorolla, Madrid


Han pasado más de cien años, pero la Gran Manzana sigue siendo fascinante. Lo prueban los casi sesenta millones de personas que visitaron la ciudad en 2015 como turistas. Y y el número sigue creciendo. Supongo que es una consecuencia lógica de la «colonización» estadounidense allende sus fronteras; a los que vivimos en las provincias más alejadas del imperio nos atrae la metrópoli como un imán. El cine y la televisión nos han familiarizado con Manhattan, Central Park, la 5ª Avenida, el edificio Empire State, el restaurante Delmonico’s y tantos otros iconos de la ciudad que conocemos incluso sin habernos levantado del sofá. ¿Cómo no iba a cautivarnos? Si hemos visto más veces su skyline que el de nuestras propias ciudades…

Pero no somos los únicos, ni es un fenómeno nuevo. Y como nuestro interés es hablar de arte, nos centraremos en unos pocos ejemplos de la infinidad de artistas a los que Nueva York ha seducido con sus cantos de sirena en el siglo XX, y cuyos retratos de la ciudad son hoy universalmente conocidos y admirados.

Si a finales del siglo XIX, París sucedió a Roma como capital del arte occidental, Nueva York arrebató el podio a la Ville Lumière desde 1940, tras la ocupación nazi. El éxodo de artistas europeos fluyó hacia Estados Unidos convirtiendo el país y, sobre todo, la ciudad, en epicentro del arte moderno, una condición, que pese a la incorporación de otros muchos lugares a la vanguardia artística, sigue manteniendo hoy. La tierra prometida de los artistas de todo el mundo se instaló en las calles de Nueva York, otorgando a quienes peregrinaban a ella en pos de su particular American Dream tanto éxitos como miserias.

Pero antes de la llegada masiva de artistas exiliados, fueron también muchos los ilustres visitantes y residentes de Nueva York que ejercieron de cronistas ocasionales y que, como el propio Sorolla, hicieron de la Gran Manzana el asunto de algunas de sus obras.

En 1915 y 1917, el pintor francés Albert Gleizes (1881-1953), una de las figuras capitales del cubismo visitó Nueva York y sucumbió, por supuesto, al embrujo de la ciudad, sobre todo de su arquitectura, monumental, moderna, excesiva, de una escala distinta a la europea (¿algo así como el sistema métrico decimal elevado al cubo…?). Así lo muestra su serie sobre el puente de Brooklyn, en el que la estructura de este es protagonista de unas complejas y maravillosas obras que rozan la abstracción. En la que aquí ilustramos, líneas y círculos se cruzan para crear el entramado del puente.  El punto de vista elegido por el artista, un picado, no sitúa ante un tobogán para la mirada, que nos hace recorrer el puente vertiginosamente hasta el otro lado del río, donde asoma el inconfundible horizonte neoyorquino. La pintura recuerda mucho a una obra emblemática de su amigo Joseph Stella.

Albert Gleizes, Sobre el puente de Brooklyn, 1917, Solomon R. Guggenheim Museum, Nueva York
Joseph Stella, Brooklyn Bridge, 1919-1920. Yale University Art Gallery, New Haven

Otro extranjero en la Nueva York anterior a la colonia artística de la segunda postguerra mundial fue el uruguayo Joaquín Torres García (1874-1949), que residió con su familia en la ciudad entre 1920 y  1922. Si los ojos y la mano de Sorolla no pudieron estarse quietos ante las impresiones producidas por la ciudad, tampoco Torres García logró resistirse. Numerosos apuntes de la vida urbana y varios lienzos dan fe de ello. Lo que le fascinó a él fue el caos de la ciudad, que trasladó a sus obras, en las que a modo de collages se mezclan y superponen anuncios, transeúntes, medios de transporte, edificios. Su Nueva York transmite una sensación de saturación visual ante tanta información y tantos estímulos. El artista no tiene espacio para pintar cuanto ve, el  lienzo se queda sin huecos libres, las imágenes se amontonan. ¡Qué actual resulta la impresión recibida por Torres García! Esta ciudad en permanente hora punta, atiborrada de gente y de atractivos para la mirada… Sin embargo, la Nueva York que conoció el pintor uruguayo era, como la vista por Sorolla, una ciudad donde lo moderno iba pisando terreno a lo antiguo, que aún no había desaparecido. Este cuadro lo ejemplifica perfectamente, la vida urbana trascurre todavía entre coches de caballos y nuevos medios de transporte.

Pese a la riqueza artística de su experiencia neoyorquina, Torres García no encontró fortuna en Estados Unidos y los apuros económicos le hicieron regresar a la Vieja Europa (hasta 1920 había vivido en Barcelona y desde 1926 hasta 1932 se instalaría en París).

Joaquín Torres García, Escena callejera de Nueva York, 1921. Colección particular

También los artistas estadounidenses querían despertarse en la ciudad que nunca duerme. En los mismos años 20, una de las principales retratistas de la urbe fue Georgia O’Keeffe (1887-1986). Procedente de Wisconsin, hizo su debut oficial en el panorama artístico de Nueva York en 1916, en una exposición colectiva. Considerada una pionera y figura capital del arte moderno americano, sus vistas de la Gran Manzana, pintadas a partir de 1925 e interrumpidas poco después del crack del 29, muestran otra imagen de esa ciudad de escala sobrehumana. Muchas de sus pinturas sitúan al espectador en la calle, mirando hacia lo alto, entre rascacielos que son como murallas, como gargantas entre altas montañas, entre los que se cuela la luz, la luna, el cielo, casi como una añoranza del paisaje, que la ciudad oculta tras sus edificios. Su ciudad está desierta y resulta dramática, agobiante a veces, pero hermosa en sus líneas simplificadas.

Otras veces, la perspectiva cambia a las alturas, en concreto al piso 30 del Shelton Hotel, en la Avenida Lexington, donde vivió con su marido, el fotógrafo por excelencia de Nueva York, Alfred Stieglitz (1864-1946), que influyó notablemente en O’Keeffe. La jungla urbana sigue ahí. Los contrapicados fotográficos que transmitían el vértigo de mirar hacia las alturas interminables de los rascacielos son ahora imágenes áreas de la ciudad, pero la nueva arquitectura lo domina todo. «I know it is unusual for an artist to want to work way up near the roof of a big hotel, in the heart of a roaring city, but I think that’s just what the artist of today needs for stimulus… Today the city is something bigger, grander, more complex than ever before in history».

Georgia O’Keeffe, City Night, 1926. Georgia O’Keeffe Museum, Santa Fe
Georgia O’Keeffe, Radiator Building, 1927. Fisk University, Nashville
Alfred Stieglitz, From my Window at the Shelton, North, 1931. Metropolitan Museum of Art, Nueva York

Contemporáneamente a la estancia de Torres García y a las primeras obras de temática neoyorquina de O’Keeffe, Edward Hopper (1882-1967), el maestro indiscutible del hiperrealismo norteamericano, comenzó a consolidarse como pintor en el panorama artístico local. Su ciudad está en los restaurantes, hoteles, habitaciones; lugares silenciosos, donde la vida parece haberse quedado suspendida en el tiempo o pasar muy lentamente. No nos deja contagiarnos del atractivo de la ciudad, observamos desde fuera, desde lejos. La megalópolis es ahora humana, pero cerrada, ensimismada. Su pintura más icónica, Nighthawks (noctámbulos) muestra a los clientes de un restaurante de la ciudad, probablemente uno de esos abiertos las 24 horas. El lugar que inspiró al artista estaba en la Avenida Greenwich, pero podría encontrarse en cualquier lugar. No hay narración, solo contemplación de personajes absortos en sus pensamientos. Decía el artista que inconscientemente estaba pintando probablemente la soledad de una gran ciudad. Sin duda.

Edward Hopper, Nighthawks, 1942. Art Institute, Chicago

Entre la ciudad apabullante y solitaria, trascurría también una vida diaria electrizante, en la que el ocio ocupaba un papel fundamental. Y uno de los lugares predilectos de los neoyorquinos era Coney Island. Desde las décadas de 1830 y 1840 se había convertido en destino vacacional. Pero sobre todo fue, entre finales del siglo XIX y la Segunda Guerra Mundial, un enorme espacio de diversión y entretenimiento popular, al que se podía llegar en tren, desde Manhattan por el puente de Brooklyn, para pasar un día lejos de la estresante y caótica ciudad. El mejor cronista de los espectáculos que se ofrecían al público que abarrotaba Coney Island en los años 30 fue el pintor Reginald Marsh (1898-1954). Otra visión del bullicio urbano neoyorquino, en esta ocasión, a la orilla del mar.

Reginald Marsh, Smoko, the Human Volcano, 1922, Colección Carmen Thyssen-Bornemisza en depósito en el Museo Thyssen-Bornemisza.
Reginald Marsh, Pip and Flip, 1932, Terra Foundation for American Art

Hemos visto Nueva York desde fuera, desde dentro, desde arriba, desde abajo. Y para terminar la observaremos ahora sobre un plano. Pero no sobre uno al uso, sino sobre los espectaculares lienzos realizados por el artista holandés Piet Mondrian (1872-1944) en la ciudad en los años 40, tras su exilio de Europa. Su arte de claro carácter constructivo y geométrico hizo lógicamente que en Nueva York sintiera fascinación por la arquitectura y la estructura urbana que, junto con su afición al jazz, le llevó a transmitir los ritmos sincopados y el dinamismo de esta música a sus pinturas abstractas. Así, las cuadrículas de sus obras de tema neoyorquino parecen mostrar las rejillas de calles rectas por las que circulan los vehículos, en las que parpadean las vibrantes luces eléctricas y en las que se respira a ritmo de boogie-woogie.

Piet Mondrian, New York City I, 1942. Centre Pompidou, París
Piet Mondrian, Broadway Boogie Woogie, 1942-1943, MoMA, Nueva York

Si les quedan ganas de más Nueva York, pueden visitar Central Park, en el Museo Carmen Thyssen por supuesto; las imágenes las pone Sorolla, hasta el 8 de enero. Así que vayan enviando a sus amigos y familiares este mensaje, por si se animan a acompañarles: «Start spreading the news, I’m leaving today. I want to be a part of it, New York, New York…». (https://www.youtube.com/watch?v=EEjq8ZoyXuQ).

Categorías: Exposiciones

Bárbara García

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