(soliloquio de museografía ficción)
Hay una cita apócrifa de Mies van der Rohe que me encanta: «Dios está en los pequeños detalles». Contiene una evidencia que se puede aplicar a cualquier disciplina artística, especialmente visible, creo, en las que se ocupan de la representación de menudencias, como la pintura, el diseño o la fotografía.
Las palabras del genio alemán, poco importa ahora si de verdad salieron de su boca, se refieren a la omnisciencia del creador sintetizada en un fragmento, a la esencia de cualquier obra –Esencias es el título de la exposición que ha propiciado este texto–, a la importancia que puede tener la parte separada del conjunto, por pequeña que ésta sea, y, sobre todo, formula una apología mesurable de lo bien hecho, de lo hecho a conciencia, de la perfección. Una frase redonda que lo contiene todo, el infinito y la insignificancia. Como el arte.
Imogen Cunningham forma una parte fundamental de la progenie de autores que hicieron de las plantas y sus pequeños detalles materia honorable para el arte, en este caso mecánico. La exposición que actualmente ofrecemos en la sala noble del museo, en torno a la obra de la fotógrafa norteamericana, propone un diálogo entre la desnudez y la botánica.
A este respecto, su biografía podría explicar esta pasión naturalista. Para empezar, la infancia de Imogen transcurrió en el campo, en la granja familiar de Portland (Oregón). Estudió química en la Universidad de Washington en Seattle, una disciplina que le permitió conocer y explorar en profundidad las posibilidades técnicas de la fotografía. Y su primer trabajo remunerado como fotógrafa consistió en la realización de diapositivas para el departamento de botánica de la universidad.
En 1917, casada con el grabador Roi Partridge, se trasladó a California, donde nacieron sus hijos. Imogen se centró entonces en la crianza de los niños, pero no dejó de fotografiar, con inusitada modernidad, su entorno más cercano, especialmente las plantas de su jardín. Un talento como el suyo no podía dejar de expresarse, aun durante su voluntario y temporal encierro doméstico.
La preferencia por la exploración de las formas de la naturaleza revela una de las principales claves de su obra: la reducción de los motivos fotografiados a simples estructuras y pequeños detalles. Un lenguaje experimental de sorprendente plasticidad que altera la escala de las plantas con un enfoque cercano y la materia mediante abruptos juegos de luces y sombras.
La exposición que actualmente ofrecemos es muy recomendable, pero por qué no soñar con un proyecto aún más ambicioso y tomar una de las partes, la botánica como catalizador de la vanguardia fotográfica internacional, para formar otro todo. Las fotos de Imogen Cunningham constituirían entonces el núcleo de una exposición que sería como un gran ramo de flores que nunca se marchita, porque el fin último de la fotografía consiste en detener el tiempo. Una gran exposición de pequeños detalles. Y aquí mi soliloquio de museografía ficción:
El recorrido podría arrancar con un conjunto delicatessen –por su condición y por el escaso número de ejemplares conservados–, los cianotipos de Anna Atkins. Estas obras son un híbrido entre ciencia (técnica) y arte (naturaleza). Son imágenes mágicas, plantas que flotan sobre un fondo azul. Para muchos especialistas, Atkins fue la primera fotógrafa de la historia, o al menos la primera que consiguió publicar un libro ilustrado exclusivamente con imágenes fotográficas, aunque en realidad se trataba de fotografías sin cámara (como los rayogramas de Man Ray). A pesar de las diferencias, podríamos emparejar alguno de estos cianotipos con la obra de Man Ray y el diálogo resultaría provechoso.
Parece bastante lógico, con los prolongados tiempos de exposición que requería la técnica en sus inicios, que la inmovilidad de los objetos y las plantas resultase un asunto de sumo interés para los fotógrafos. De ahí la abundancia en el medio a finales del XIX de naturalezas muertas, muchas veces dispuestas según patrones tomados de la pintura.
Eso es algo que advertimos en la producción del inglés Charles Jones, el fotógrafo y jardinero que aporta la nota exótica necesaria a nuestra exposición. Su lenguaje, tan apropiado para las salas de este museo, pone en valor, all’antica, sobre fondos neutros, todas las propiedades estéticas de frutas y verduras.
Nuestra exhibición podría enriquecerse con otros clásicos extravagantes, raros, como el norteamericano Dain Tasker. Un pionero en la radiología hospitalaria que, en la década de 1930, se interesó por el proceso de imágenes mediante rayos X para fotografiar flores. Las imágenes de flores de Tasker, dotadas de una sensibilidad minimalista, ofrecen una visión inédita del tema. Y aportan una atmósfera espectral al conjunto que hará nuestro proyecto más resultón y sorprendente.
Pero en toda exposición son bienvenidos también los pesos pesados, los referentes para el gran público. En la nuestra, Paul Strand con sus geometrías y sus series de plantas, tomadas desde un punto de vista muy cercano, de la década de 1920, que son la génesis de la fotografía directa. Entre agosto y septiembre de 1919 Strand realizó un viaje de tres semanas a Nueva Escocia y allí inauguró su corpus de imágenes naturales en primer plano.
Estas fotografías son más que un mero repertorio botánico o geológico. Son paisajes en miniatura, organizados y descritos con el rigor y la sensibilidad que Strand otorgaba a sus grandes vistas.
A partir de aquí comparece un nuevo ideal fotográfico, el de mostrar los objetos sin la aparente mediación del artista, aunque en verdad subyace un control absoluto del autor en la búsqueda de la perfección glacial fotográfica. El ideal de la objetividad pura fue el principal ámbito de trabajo de la fotografía directa norteamericana, a cargo primero de Alfred Stieglitz (¿existen fotografías de su autoría de flores semejantes a los de su mujer, Georgia O’Keeffe?) y Paul Strand, o Walker Evans y Berenice Abbott, a continuación.
El uso matizado de la iluminación y la escala aumentada son la clave de ese nuevo ideal. En Alemania, y durante los años veinte, la noción de objetividad se había convertido en un asunto fundamental en los realismos de nuevo cuño, frente a la subjetividad del expresionismo inmediatamente anterior. El interés por el mundo exterior de los objetos de la nueva objetividad (Neue Sachlichkeit) influyó en todos los órdenes artísticos, como la literatura, la arquitectura, la música o el cine, pero resultó especialmente definitorio para el desarrollo de una nueva fotografía.
De Alemania proceden Karl Blossfeldt, Albert Renger-Patzsch, Fritz Brill o Hans Finsler, los maestros europeos de la nueva fotografía y la reproducción botánica. Son los artífices de la sociedad moderna que enunció la nueva objetividad y operaban mediante la detallada captación de la vida cotidiana.
El primero de ellos, Blossfeldt, era escultor además de fotógrafo. Y su propuesta tiene mucho de botánica escultural. A través de la iluminación y el encuadre, su fotografía consigue resaltar los valores escultóricos y gráficos de las plantas. Utilizaba una técnica muy sencilla y para el fondo usaba cartulinas grises, blancas o negras, tonos neutros que no le roban protagonismo a la planta. En 1928 publicó sus originales fotografías vegetales en el volumen Urformen der Kunst (Las formas originales del arte).
La nueva objetividad promovía la capacidad del medio fotográfico para ofrecer un lenguaje universal, susceptible de representar con rigor, sobriedad y sencillez los más diversos temas del mundo empírico. Aúna la precisión técnica y la representación exacta del tema, el sentido compositivo y la atención a las estructuras y formas. Es decir, la base de su fórmula es la construcción clara y nítida de la imagen.
En 1928, Albert Renger-Patzsch publicó Die Welt ist schön (El mundo es bello). Su libro más conocido lo conforma una colección de cien fotografías de «cosas», como a él hubiese le gustado titular el conjunto. Se trata del culmen de la fotografía como atención al detalle y que pone el énfasis en los aspectos puramente formales, estructurales y materiales de la botánica. Un ejemplo de realismo, objetividad y cuidado en el detalle que merece sí o sí un lugar de honor en nuestro discurso.
Y llegamos a otro de los platos fuertes del proyecto, a la producción de Edward Weston, precursor de la fotografía directa y experimental norteamericana. Weston en los primeros años de la década de 1920 se volcó en una fotografía precisa y abstracta centrada en el cuerpo humano y en el empleo de ángulos inusuales. Entonces abandonó a su familia y se instaló en México con Tina Modotti, modelo, discípula y amante. Pudo ser ella quien le conminó a dirigir su mirada hacia los sujetos más simples y funcionales.
Cuando regresó a California, en 1929, comenzó a aplicar y depurar su técnica del primer plano para la fotografía de vegetales. Y fue precisamente Weston quien invitó a Cunningham a formar parte de la exposición Film und Foto en Stuttgart. Muestra considerada como la primera gran exposición internacional de fotografía moderna.
La imagen principal de nuestra exposición, que usaríamos en los carteles y como portada del catálogo, podría ser su archiconocido Pimiento (el n.º 30 de la serie), en el que la hortaliza adquiere propiedades corporales (como en muchas de las fotografías de Cunningham). La luz sobre la carne reflectante subraya la tridimensionalidad y su naturaleza orgánica. La pieza, a mi juicio, encarna las más altas cotas estéticas de la fotografía botánica y no podría faltar en este relato coral.
Influidos por la estética fotográfica de Paul Strand, en 1932 se constituyó el Grupo f/64, asociación fotográfica de la que Weston formó parte junto a Ansel Adams, Imogen Cunningham o Sonya Noskowiak. Pese a su corta duración –el grupo se disolvió en 1935– todos sus miembros participaron en la máxima visual de convertir lo ordinario en extraordinario. Y algunos de ellos, como Noskowiak –también modelo, discípula y amante de Weston–, alcanzaron un inusitado grado de depuración en la fotografía botánica. De hecho, es muy posible que fuese Noskowiak quien sugiriese a Weston el motivo del pimiento para su conocida serie.
Y en este proyecto de museografía ficción no podría faltar la fotografía española. La sencillez, neutralidad y nitidez de la nueva objetividad vivieron en la España de los años treinta una notoriedad en el campo fotográfico y un apego a los modelos foráneos como ninguna, quizá, del resto de expresiones artísticas. Aunque este hecho haya pasado bastante desapercibido para historiadores e investigadores. Ahí están, por ejemplo, las obras de Emili Godes o Antoni Arissa.
La fotografía, por sus características de automatismo, precisión y esencia democrática, fue considerada entonces como uno de los elementos definidores de su tiempo y certificó la asimilación de un nuevo canon de belleza en el arte figurativo, donde tuvieron cabida otros motivos –la botánica, por ejemplo– que fueron ensalzados a través de la precisión del detalle, con una iluminación efectista o mediante inusitados enfoques. Podemos rastrear las huellas de la fotografía botánica de los años veinte y treinta en la obra contemporánea de Robert Mappelthorpe, Francesca Woodman, Nobuyoshi Araki o Thomas Ruff, e incluso en el Herbarium de Joan Fontcuberta, pero esa historia ya fue contada por Vicente Todolí con piezas de la colección José Luis Soler Vila. Lo interesante de nuestra propuesta es tratar de poner el foco en la obra de los pioneros. Porque la producción de Imogen, como la de todos los que ilustran este texto, aborda, con una exquisita sensibilidad, texturas, volúmenes, líneas, sombras y primorosos detalles de la belleza universal. Y porque los detalles importan, y mucho