Postales desde el paraíso: Goethe se convierte en artista

El 3 septiembre de 1786 Johann Wolfgang von Goethe inicia su viaje a Italia, que se prolongará hasta abril de 1788, y con el que pretende «ver y descubrir con mis propios ojos todo aquello que se considera bello, grandioso y venerable». Así, «a las tres de la madrugada salí de Karlsbad [actual Karlovy Vary, ciudad balneario de Bohemia] a hurtadillas, porque de otro modo no me hubieran dejado partir». Goethe tiene entonces 37 años y es el principal representante del pujante movimiento Sturm und Drang, gracias al éxito de su novela epistolar Las penas del joven Werther (1774), que pone de moda entre la atolondrada muchachada europea, por imitación del pintor protagonista del libro, el suicidio y un atuendo que combina frac azul y chaleco amarillo.

Goethe, Autorretrato (?) en el estudio de Frankfurt, c. 1773-1775

En aquel tiempo, Europa vive una fiebre neoclásica, de revival del mundo antiguo grecorromano. Son los estertores del Grand Tour, viaje iniciático de los jóvenes adinerados desde el siglo XVIII con destino a Italia. Es el momento en que reinan la «noble sencillez y serena grandeza» propugnadas por Winckelmann, el padre de la arqueología moderna, y del generalizado asombro por los hallazgos de las excavaciones de Herculano (1737) y Pompeya (1748). Jacques-Louis David triunfa en París con el Juramento de los Horacios (1784), recibido por la crítica como la mejor creación pictórica del Siglo de las Luces. Un período, en fin, marcado en lo artístico por un sincretismo que conjuga la pasión por la tradición clásica y su identificación moderna como modelo de perfección.

A nada de esto es ajeno Goethe, y aunque en sus creaciones se muestra más sensible a una libertad y subjetividad típicamente románticas, en parte como reacción al imperante pensamiento racionalista, la idea de conocer Italia se ha convertido en perentoria. Y la cuestión tiene mucho de freudiano. Goethe ha sido educado personalmente por su padre, Johann Caspar, hombre culto y sensible, instruyéndole en el arte, la música, la ciencia, el deporte o los idiomas (francés, italiano, inglés, latín y hebreo). Y cuesta creer que el sugerente tour a Italia no sea un tema recurrente de conversación durante la niñez de Goethe, en una casa en la que, además de poseer un amplio repertorio de estampas con motivos clásicos, se conserva el testimonio escrito del padre (en italiano) de su experiencia trasalpina (Viaggio per l’Italia, 1740). Como remate a esta divagación freudiana, el viaje a Italia de August, el hijo de Goethe, en 1830, casi un siglo después del de su abuelo, acaba trágicamente. August será enterrado en el cementerio protestante de Roma (Cimitero degli Inglesi), junto a la pirámide de Cestio, lugar representado a la acuarela por Goethe varias veces durante su estancia romana.

Cuando Goethe llega a Roma, en noviembre de 1786, lo primero que hace es buscar a un pintor clasicista con el que mantiene una relación epistolar desde hace tiempo, Johann Heinrich Wilhelm Tischbein. Él se convertirá en su cicerone en la Ciudad Eterna, le mostrará los monumentos romanos, renacentistas y barrocos, y le introducirá en el ambiente artístico germano, dominado por la alargada sombra de Mengs (recientemente fallecido) o por la pintora suiza Angelika Kauffmann, retratista muy popular en la ciudad. Sorprende que entonces Goethe, uno los más importantes autores de las letras alemanas, se haga pasar por un artista desconocido, el pittore Filippo Miller o Müller.

Tischbein, Goethe en la campiña romana, 1787. Instituto Städel, Frankfurt

Junto a Tischbein, Goethe mejora notablemente su pericia como dibujante. Aunque por su formación humanista ha dibujado desde niño –tuvo como maestro a Adam Friedrich Oeser, director de la Academia en Leipzig–, en Italia esa pasión se desborda. El pintor le acompaña en el viaje hasta Nápoles, donde éste se postulará, con éxito, al puesto vacante de director de la Academia de Bellas Artes. Pero Tischbein es hoy conocido sobre todo por ser el autor del retrato más conocido de Goethe, en el que figura en la campiña romana, meditabundo, con sombrero y capa, repanchingado sobre las ruinas, con un aire entre casual y majestuoso.

En realidad, podría decirse que el anhelo del viaje de Goethe es doble, pisar la Arcadia tantas veces imaginada y contarlo, mediante un diario (un libro maravilloso, cuyo apasionado subtítulo, Auch ich in Arkadien! [¡Yo también en la Arcadia!], ya resulta suficientemente elocuente) y a través de cientos de dibujos y acuarelas. Y se desprende de esas obras un empeño de fijar el paisaje como una parte fundamental del relato, de retener vívido un recuerdo feliz.

Tras Roma y Nápoles, Goethe amplía su viaje hacia Sicilia, «la clave de todo», con otro pintor, Christoph Heinrich Kniep. Entonces en el Goethe artista se evidencia una evolución significativa, sus acuarelas tienen una intención más ambiciosa y una mayor soltura. ¿Está dejando de ser un pintor dominguero? ¿Se está convirtiendo en un verdadero artista? En cualquier caso, cuando Goethe publique su definitivo Viaje a Italia (1816-1817), lo ilustrará con los dibujos del profesional Kniep, no con los suyos, que nunca hará públicos.

Goethe, Vista del Etna sobre la bahía de Taormina, 1787

En la narración del viaje, Sicilia representa el apogeo de la felicidad del Goethe artista. El 3 de abril de 1787, escribe: «Quien no se ha visto rodeado por todas partes por el mar, no tiene ninguna noción del mundo y de su relación con él. Como dibujante de paisajes, esta simple y grandiosa línea me ha sugerido pensamientos completamente nuevos». En el final de su segunda estancia en Roma, en marzo de 1788, se explicita la autoafirmación del Goethe pintor, cuando escribe a su protector en Weimar, el duque Carlos Augusto, diciendo: «He de decir sin duda que, en esta soledad de año y medio, me he reencontrado conmigo mismo; pero ¿como qué? –¡Como artista!».

Y como el gran observador de la naturaleza que es, se empeña en representar la luz mediterránea en sus paisajes a la acuarela, muchos de ellos inventados. Son paisajes emocionales en los que demuestra un cierto talento para la concisión formal y la captación atmosférica. Pese a sus muchas imperfecciones, en sus dibujos la luz brota, la luz meridional o la lunar. Y cómo no traer a colación aquí las últimas palabras del lúcido Goethe en su lecho de muerte, que también podrían ser el credo artístico de Goethe por el Mediterráneo: «¡Luz!, ¡más luz!».

Goethe, Costa napolitana, en el Posilipo, 1810-1818

Categorías: Exposiciones

Alberto Gil

Alberto Gil

Responsable de Publicaciones del Museo Carmen Thyssen Málaga

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