Espacio de opinión y debate en torno a temas de actualidad vinculados a la práctica museística: exposiciones, actividades, educación, social media, museo participativo…
Las extravagancias de José Gutiérrez Solana tienen, en el anecdotario artístico español, una consideración legendaria; como esa que dice que un joven Xavier de Salas –entonces profesor, pero más tarde director del Prado– encontró rodajas de chorizo entre unos grabados de Rembrandt que el pintor le estaba enseñando en su casa. Algo de esa extrañeza irradia Coristas, el único cuadro de Solana en la colección permanente del Museo Carmen Thyssen Málaga.
José Gutiérrez Solana, Coristas, 1927. Colección Carmen Thyssen en préstamo gratuito al Museo Carmen Thyssen MálagaSigue leyendo →
«Pero no basta, no, no basta / la luz del sol, ni su cálido aliento.» Vicente Aleixandre, Sombra del Paraíso, 1944
Para comprender la verdadera dimensión que alcanzó el
circo entre finales del siglo XIX y principios del XX no tenemos más que
fijarnos en la increíble nómina de artistas que se inspiraron en sus espacios,
espectáculos y protagonistas. Partiendo de Toulouse-Lautrec, a quien dedicamos la
exposición que actualmente se muestra en la Sala Noble del museo, trazamos un
camino –a veces tortuoso– por el que pasear en compañía de algunos de los más
importantes maestros del arte moderno y de otros quizá menos conocidos
virtuosos del maravilloso mundo del circo. Como dice el tópico: pasen y vean,
o, mejor, quédense y lean.
Mucho antes de la llegada del cine y de la institucionalización
generalizada del viaje de placer, cuando el circo era una de las formas más
populares de entretenimiento masivo y sus artistas eran considerados auténticas
celebridades, los acontecimientos más extraordinarios había que buscarlos allí.
El circo era fábrica de sueños, cámara de maravillas y representación teatral a
la vez, un completo espectáculo visual que combinaba ejercicios ecuestres y
gimnásticos con pantomimas cómicas. Y no sólo prometía una aventura sin moverse
de la butaca, sino que cada noche azuzaba las emocionas primarias –asombro,
miedo y alegría– como ninguna otra representación.
Thomas Rowlandson, Anfiteatro Astley, 1808. Litografía
Canta el viejo tango que volver es un estado del alma, una emoción, y aunque relata con melancolía el regreso, la poesía de Alfredo Le Pera y Carlos Gardel proyecta firme el ánimo y es que en el tango, entre la melancolía del acordeón y la metáfora, la vida aparece como el resultado de una verdadera filosofía de la existencia.
«Sus escenas de circo hacen pensar a veces en Goya; la mayoría de las veces son únicas y de personalidad angustiosa». Con estas palabras comentaba el crítico André Salmon las obras presentadas al Salón de los Independientes de marzo de 1909 por el pintor español Pablo (o Pau) Roig (1879-1955). Residente en París desde febrero de 1901 y durante más de cuarenta años, Roig fue un artista camaleónico, o así nos lo muestran sus obras, que «hacen pensar» en Toulouse-Lautrec, en Degas, Anglada-Camarasa, Nonell, Sunyer, Cézanne ya en fechas más tardías… Viendo sus pinturas y sus dibujos lo que sorprende no es la cercanía a los estilos, dispares entre sí, de estos artistas, sino la facilidad de cambiar de lenguaje de unas obras a otras, de transitar por varias de las numerosas opciones creativas que convivieron en la modernidad parisina del siglo XX, y de enmascarase en cada cuadro, de convertir «un roig» en «un lautrec», «un degas»…
«La
exposición es un método; constituye uno de los más útiles de diálogo y
concienciación de que dispone el museólogo con la comunidad»
Marc
Maure (1996)
Aprovechando
estos días de confinamiento para retomar lecturas pendientes y para dedicar un
buen rato a la escritura como calmante ante la incertidumbre, me gustaría
compartir unas reflexiones sobre la importancia de las exposiciones temporales
en la actualidad, como motor de los museos y de su compromiso con la comunidad.
Con nuestra actividad expositiva interrumpida temporalmente y deseando volver
pronto a meterme en faena junto a mis compañeros del Museo Carmen Thyssen
Málaga, con este texto os invito a participar de nuestros procesos de
preparación de un trabajo que nos apasiona y que siempre compartimos con
nuestros visitantes y seguidores con la mayor ilusión.
Con la
ocupación de París por los nazis, el 14 de junio de 1940, comenzó la huida
hacia el exilio de numerosos artistas e intelectuales, franceses o afincados en
la ciudad, que en los años anteriores habían animado en la entonces capital
mundial del arte moderno una efervescente vida cultural, suspendida, como la
cotidianeidad del resto de los parisinos, durante los cuatro largos años que
duró la dominación alemana, hasta la noche del 24 de agosto de 1944.
Confinados,
atrapados, escondidos, sitiados, encerrados, exiliados, por voluntad propia o de
manera forzosa, muchos creadores enfrentaron el tedio, el aislamiento o la
amargura de la separación de su vida en libertad refugiándose en su arte o
evadiéndose a través de él, en tiempo real, o perseguidos a posteriori por los
fantasmas de la memoria. Quizá en esas horas, en las que se añora la cómoda
cotidianeidad perdida, en que el aburrimiento amenaza el equilibrio mental, o en
que se rebelan los recuerdos, sueña el artista con un arte que, como escribió
Matisse, sea “un lenitivo, un calmante cerebral, algo parecido a un buen sofá
que relaje de las fatigas”.
Cuando Enrique Martínez Cubells (Madrid, 1874-Málaga, 1947)
pinta esta vista de la madrileña Puerta del Sol, en 1902, este espacio
neurálgico del centro histórico de la villa estaba en plena transformación:
había ampliado su tamaño y adquirido una configuración muy próxima a la actual,
y los primeros tranvías eléctricos empezaban a desplazar a los tradicionales
coches de caballos en el paisaje urbano.
Enrique Martínez Cubells. “La Puerta del Sol, Madrid”, 1902. Colección Carmen Thyssen-Bornemisza
«Wild horses couldn’t drag me away. Wild, wild horses we’ll ride them some day.» Rolling Stones, «Wild Horses», Sticky Fingers, 1971
Hay una frase que repite
con frecuencia el padre del pintor Henri de Toulouse-Lautrec, el conde Alphonse
de Toulouse-Lautrec-Monfa, con la que subraya la tradición caballista de su familia:
«Nosotros bautizamos inmediatamente y luego a la silla de montar». Así, cuando
en 1864 nace el primogénito de los condes, el destino del niño parece determinado
no sólo a perpetuar una estirpe de rancio abolengo sino a vivir rodeado de
caballos. Desde su bautismo, se le imponen unos nombres apropiados para ello:
Raymond, como su abuelo paterno, un nombre histórico asimilado al condado de
Toulouse desde la dinastía carolingia; Marie, en honor a la Virgen, y Henri, como
el entonces pretendiente al trono de Francia, Enrique Carlos de Borbón y
Borbón-Dos Sicilias, porque sus padres son fervientes legitimistas y apoyan el
restablecimiento de la monarquía en Francia. Para satisfacción de su familia,
el pequeño Henri es un purasangre. Sigue leyendo →
En 1829, en el célebre prefacio a su poemario Les Orientales, escribía Víctor Hugo: «nos ocupamos hoy mucho más del Oriente de lo que lo hemos hecho jamás. […] En el siglo de Luis XIV [s. XVII] éramos helenistas, ahora somos orientalistas». Cuando aún faltaban tres años para el viaje de Eugène Delacroix (1798-1863) a Marruecos y Argelia, hito fundacional del tipo más difundido de la llamada pintura orientalista, el de inspiración norteafricana, estudiar o imaginar lo que desde Occidente se había definido como el Oriente (una imprecisa noción cultural que englobaba realidades muy diversas) era ya una moda entre literatos y artistas. El orientalismo, un concepto creado por una Europa que se veía a sí misma como el culmen del progreso, conformaba entonces una corriente, quizá marginal en el desarrollo cultural del siglo XIX, pero que sentó las bases del modo europeo de percibir lo oriental que, sacudido por los vaivenes históricos que separan el presente de los tiempos de Hugo, sigue filtrándose en nuestra forma actual de mirar el mundo. Aunque hayan cambiado los conocimientos y los prejuicios. Sigue leyendo →