«No he visto aquello que no he dibujado»
Goethe
El neoyorquino Milton Glaser, grande entre los grandes del diseño, compiló los dibujos de toda una vida y las claves de su peculiar universo creativo en un libro, Drawing is Thinking. No se me ocurre una descripción más certera y aforística para el dibujo que ésa, que por otra parte procede de un ámbito creativo en el que es inusual toparse con títulos sugerentes. Lo que subyace en esa sentencia es el dibujo entendido como una manera de estar en el mundo, de prestarle la debida atención. El dibujo como un resorte que provoca que la verdad del artista emerja, se libere; dibujar para dar un sentido preciso a la mirada, para examinar la estructura de las apariencias. Porque dibujando se construye, no sólo se representa. En definitiva, dibujar como exigencia sensorial, activa y pasiva, para la mano y el ojo, pero también como lucubración.
En un sentido similar se expresó el fotógrafo Henri Cartier-Bresson, el llamado «ojo del siglo XX», fotorreportero fundador de la agencia Magnum y padre de la fotografía directa que fue además un apasionado del dibujo: «La fotografía es una acción inmediata, el dibujo una meditación». Carter-Bresson pertenece a la estirpe de pioneros de la fotografía que trabajaron también como artistas plásticos, y entre los que se encuentran Brassaï, Edward Steichen, Man Ray, Rodchenko o Moholy-Nagy. Pero el suyo es un caso especialmente llamativo, ya que en sus últimos años de vida renunció a una exitosa carrera como fotógrafo y se volcó en la de dibujante, para lo que sin duda estaba peor dotado. En cualquier caso, el magnetismo, la relación con el resto de disciplinas artísticas o la capacidad de enriquecer la mirada del dibujo continúan siendo hoy asuntos estéticos a considerar. El crítico Robert Hughes, en su discurso de ingreso en la Royal Academy of Art de Londres en 2008, defendió la idea del dibujo como una actividad de disfrute pausado –slow art–, depreciada frente al vertiginoso y voraz consumo de imágenes actual: «La cámara, si tiene suerte, puede decir una verdad diferente a la del dibujo, pero no más verdadera. El dibujo nos lleva a una relación con el objeto diferente, más profunda y más experimentada».
Dibujar, según el diccionario, es trazar en una superficie la imagen de algo. Esa definición, en el terreno de las artes plásticas, resulta como poco insustancial. Dibujar es más que delinear; dibujar es mirar, comprender, «descubrir» –en palabras de John Berger, crítico y dibujante–. Para dibujar hay que despedazar visualmente un motivo y transcribirlo después cuidadosamente sobre el papel, y puede capturar un pensamiento fugaz, exteriorizar una idea, sintetizar un plan o generar múltiples soluciones a un problema. Como vemos, dibujar es mucho más que delinear.
A lo largo de la historia, el dibujo ha sido un medio directo, parco e íntimo, que ha servido además para profundizar en el conocimiento de los artistas. Según Berger, «un dibujo es esencialmente una obra privada, que solo guarda relación con las propias necesidades del artista. […] Frente a un cuadro o una escultura, el espectador tiende a identificarse con el tema, a interpretar las imágenes por ellas mismas; frente a un dibujo, se identifica con el artista».
Como parte fundamental del proceso de aprendizaje artístico, el dibujo (o academia) ha servido desde el siglo XVI tanto para educar el ojo como para adquirir soltura con la mano. Es el origen en Italia del disegno (dibujo), del que procede el término diseñar, que etimológicamente significa designar, dar nombre –un designio es además un pensamiento aceptado por la voluntad–. Podemos considerar actividades afines a la voluntad de nombrar y de crear mediante signos gráficos, pues ambas están destinadas a la permanencia. Para Giorgio Vasari, uno de los principales teóricos del Renacimiento, la arquitectura, pintura y escultura eran hijas del disegno, entendido éste como expresión de una idea, el principio animador de todos los procesos creativos y el conocimiento intelectual basado en los principios de belleza, proporción y armonía. Vasari, pintor, arquitecto y apasionado coleccionista de dibujos, fue además el promotor de la creación de la Academia florentina (1562), donde el dibujo constituía la base de una enseñanza artística que perseguía el conocimiento universal a través de la experiencia lírica y científica de la naturaleza. Ése era el espíritu del arte como cosa mentale, concepto leonardesco que explica la definitiva disociación entre arte y artesanía.
En cualquier caso, el dibujo ha sido asimilado históricamente como un lugar de partida, el eslabón de un proceso que no disimula su urdimbre y que servía para estudiar el movimiento, la anatomía o el mundo natural en un estadio previo de la obra definitiva. A lo largo del siglo XVI, el disegno constituyó una parte fundamental en el estudio de la pintura –así se aprecia en los tratados de Alberti, Leonardo o Francisco de Holanda, por ejemplo–, pero fue partir del siglo XVII cuando el dibujo comenzó a considerarse (y a estudiarse) de un modo general como una manifestación artística autónoma, un lugar de llegada. Durante el Barroco, asistimos a la independencia entre el dibujo y el proceso creativo (o entre el efecto y la causa) y a la valoración de la espontaneidad como su principal virtud, y lo será de modo indefectible a partir de entonces.
Otro tópico vinculado a la práctica del dibujo es el requisito de tener una mano prodigiosa. En uno de los textos teóricos más clarividentes del arte del siglo XVII (La idea del pintor, un discurso pronunciado en la Academia Romana de San Lucas en 1664 y que más tarde sirvió de proemio a sus Vidas), Giovanni Pietro Bellori expresa el concepto neoplatónico de la belleza como una fusión entre lo manual y lo mental: «medida por el compás del intelecto se torna medida de la mano». El propio Bellori narra en sus Vidas de pintores (1672), a propósito del pintor Annibale Carracci, un episodio muy esclarecedor: «En Roma, Annibale se vio conquistado por la gran sabiduría de los antiguos y se dedicó a contemplar sus obras solo y en silencio. Fue por eso por lo que un día que su hermano Agostino […] estaba ensalzando ante varias personas la sabiduría de los antiguos y se deshizo en alabanzas para el Laocoonte, se sintió dolido al ver que su hermano, sin decir nada, apenas prestaba atención a sus palabras; por eso le recriminó, como si no apreciara tan soberbia escultura. Un poco después, mientras aún seguía hablando Agostino con los presentes, Annibale, volviéndose hacia la pared, pintó con carboncillo aquella estatua de corrido, como si la hubiese tenido delante para copiarla, lo que provocó la admiración de todos y el silencio de Agostino […]. Luego, cuando se marchaba, Annibale se volvió riendo y dijo: Los poetas pintan con las palabras, nosotros los pintores tenemos que hablar con las manos [Noi altri dipintori abbiamo da parlare con le mani]».
A partir de entonces se impuso la obligatoriedad para el artista tanto de poseer manos parlantes (virtuosismo) como de tener buen ojo (el ojo artístico del crítico, del coleccionista, del connoisseur…). Otra cuestión que enriqueció el debate artístico sobre la importancia del dibujo fue el eterno conflicto entre la línea y el color, una disputa que surgió en el Cinquecento italiano entre Rafael (Roma) y Tiziano (Venecia), que siguió vigente en los ámbitos académicos del XVII entre los seguidores de Poussin y de Rubens, y que vivió su máximo esplendor en la primera mitad del XIX, personificado en los estilos de Ingres y de Delacroix. Se trata de la dicotomía intelecto o pasión, de la toma de partido entre los seguidores de la tradición o de la novedad, expresado por Diderot con perspicacia: «El dibujo es el que da la forma a los seres; el color es el que les da la vida». En el histórico litigio, fruto de un interés más especulativo que práctico, la balanza pareció inclinarse hacia la preeminencia del color a finales del siglo XIX, cuando se hizo evidente que las transformaciones sociales, industriales y científicas, y la irrupción de los mass media, habían modificado definitivamente los códigos de representación y las formas de mirar. Durante el impresionismo, el color terminó por someter y deshacer al dibujo, la forma, imponiéndose un arte apegado al mundo contemporáneo, alejado de los postulados académicos, de sus valores eternos, y que buscaba únicamente captar un instante.
Aun así, esa idea revolucionariamente moderna del arte como mero placer estético y que evita la lección moral no acabó con el uso tradicional del dibujo –aunque es cierto que cada vez costaba más distinguir entre dibujos preparatorios, bocetos y obras en sí–. Tampoco mitigó su valor como herramienta de reflexión en aquellos tiempos convulsos, en el apogeo de la expresión libre y desenvuelta. El dibujo, una disciplina asociada a los valores tradicionales de autenticidad y libertad expresiva, sobrevivió en un escenario a priori poco propicio para ello. Walter Benjamin, en La obra de arte en la época de su reproductibilidad técnica, lo consideraba poco menos que un medio obsoleto en un universo visual determinado por la fotografía y la imagen seriada: «Puesto que el ojo capta más rápido de lo que la mano dibuja, el proceso de reproducción de imágenes se aceleró tanto, que fue capaz de mantener el paso con el habla».
Un nuevo prototipo de artista surgió cuando la mímesis, en favor de la subjetivación, dejó de ser el criterio definitorio del arte moderno. De ello se percató el siempre atento Baudelaire, para quien la modernidad era «lo transitorio, lo fugaz y lo contingente», que en el ámbito artístico son características propias del dibujo. De hecho, su arquetipo de pintor de la vida moderna fue en realidad un dibujante de periódicos, Constantin Guys, al que se refirió en su obra simplemente como Sr. G. Se ha especulado mucho sobre la idoneidad de conceder semejante honor a un desconocido, cuando entre sus amistades figuraban personajes de la talla de Delacroix, Courbet o Manet. Pero es que ninguno de ellos cumplía con los requisitos que demandaba Baudelaire: cuando escribió su texto, entre 1859 y 1860, Delacroix, el «pintor poeta», estaba prácticamente jubilado; Courbet representaba un realismo rural demasiado crudo y falto de imaginación como para encarnar las posturas más avanzadas de la pintura; y Manet entonces no era más que un artista prometedor que pintaba (según la moda) como un español. Baudelaire eligió a alguien con una sensibilidad más vanguardista, capaz de «dibujar como un bárbaro, como un niño» y de captar el vértigo urbano y de las multitudes. Una sensibilidad afín a la de un poeta que, según se ha podido saber recientemente, era además un dibujante más que digno.
Con las vanguardias, a principios del siglo XX, se instauró un nuevo orden artístico, o más bien se derribó el antiguo, al asimilar la subjetivación como rechazo a la perfecta objetivación mecánica de la imagen. La pintura de las vanguardias históricas, manifiestamente antiacadémica, proclamó la primacía de la libertad en un arte secularizado y vibrante. Esa belleza multiforme se transfirió también a la obra sobre papel, donde los artistas se enfrentaron a retos hasta entonces desconocidos, como la posibilidad de dibujar la evanescente abstracción.
La exposición Vanguardia dibujada, una selección de obras procedentes de las colecciones de la Fundación MAPFRE y que actualmente se exhibe en la sala noble del museo, explora los cambios radicales acaecidos en el dibujo durante las primeras décadas del siglo XX, desde la introducción de temas inéditos hasta la invención de nuevas estrategias y técnicas, muchas de las cuales (como el collage o la decalcomanía) se cuentan entre las aportaciones más interesantes del arte contemporáneo. De este modo, se presentan en la muestra magníficos ejemplos que expresan tanto el carácter privado del dibujo, como la vertiente experimental –en composición, estructura, cromatismo o estilo–, y su dimensión pública, en obras autónomas que constituyen el resultado de una reflexión, el término de un proceso creativo.
Huellas indelebles –a base de líneas leves o manchas rutilantes– conservadas intactas para nuestros ojos en soportes extremadamente frágiles. Apuntes, bocetos, esbozos, estudios, croquis, tanteos, bosquejos, notas, borrones, garabatos… expresiones que acreditan que las artes del XX son definitivamente visuales, donde se premia más el hallazgo expresivo que el virtuosismo de la mano. Un sugerente festín de ismos modernos en el que ensamblan corrientes dispares: cubismo, dadaísmo, surrealismo, simultaneísmo, constructivismo, clasicismo, expresionismo… e incluido uno específicamente español, aunque formulado por el uruguayo Rafael Barradas, el vibracionismo.
Y la nómina de la exposición es apabullante. Con dibujos de los escultores Alexander Archipenko, Julio González y Manolo Hugué que son estudios de volumetría, como lo es en gran parte el boceto con una bacante de evocación academicista realizado por André Lhote. Piezas cubistas (de arquitectura plana coloreada) a cargo de Picasso, Juan Gris o Albert Gleizes. La depuración y el arabesco del dibujo de línea de Henri Matisse. Abstracciones líricas de László Moholy-Nagy, Francis Picabia o Sonia Delaunay. La propuesta expresionista de George Grosz. El arte constructivo según Joaquín Torres-García. Las creaciones oníricas de Joan Miró, Salvador Dalí o Maruja Mallo.
Está presente en la selección el dibujo como «precisión del pensamiento», en palabras de Matisse, y el dibujo como síntesis de sensibilidad, espontaneidad e invención. El dibujo como divertimento, como ejercicio espiritual o como declaración. Y están presentes, sobre todo, los dibujantes, porque el dibujo es la disciplina que quizá mejor muestra la naturaleza sensitiva y psicológica de los artistas (el escultor Richard Serra sostiene que la mejor manera de entender a un artista es mirar sus dibujos). Ahí está todo. Un todo, según Ingres, susceptible de ser dibujado. Picasso, cuyo padre fue profesor de dibujo, tardó unos pocos años en dibujar como su admirado Ingres, pero le costó toda la vida saber dibujar como un niño (que es lo que algunos reaccionarios identifican con no saber dibujar). Básicamente en eso consistió la aventura artística durante la primera mitad del siglo XX, avanzar sustituyendo las enseñanzas académicas por la imaginación y el talento. Para dibujar como Ingres se requiere destreza (buena mano, buen ojo) y constancia, pero lo verdaderamente peligroso es el pensamiento individual, emancipado. Porque la libertad no se aprende, se logra, se conquista. Resulta complicado juzgar las obras sólo en términos de pericia técnica cuando se asume que dibujar es asomarse a un abismo de honestidad: permitir que broten juntos la emoción y el pensamiento. A lo mejor dibujar bien consiste sólo en eso.
[Vanguardia dibujada (1910-1945). Colecciones Fundación Mapfre, exposición en la Sala Noble del Museo Carmen Thyssen Málaga, del 2 de octubre de 2020 al 17 de enero de 2021] Visita virtual