El título ha quedado un tanto confuso y pedante, lo reconozco, pero no es mi intención emperezar al lector de este blog, sino animarle a conocer un poco mejor a Giovanni Battista Piranesi, tan parco en su papel de arquitecto como exuberante en el de grabador.
Que un arquitecto con sólo una obra construida figure entre los más grandes artífices de la disciplina es en sí mismo un caso digno de estudio. De alguna manera, Piranesi prefigura a los creadores afectados por el síndrome Bartleby, según la denominación que Vila-Matas ha asignado –tomando prestado el nombre del protagonista del cuento de Melville (Bartleby, el escribiente, 1853) e inspirado por la mirada de Jean-Yves Jouannais en su ensayo Artistes sans œuvres (1997)– a un mal endémico de las letras contemporáneas: escritores que no escriben, que deciden dejar de escribir o directamente sin obra. Según una máxima de Marguerite Duras, «escribir también es no hablar. Es callarse. Es aullar sin ruido».
En ese conjunto de partidarios del preferiría no hacerlo, procrastinadores o silentes por decisión propia, figuran autores tan relevantes como Rimbaud, Salinger, Rulfo o Gil de Biedma, y algunos ilustres ágrafos, como Pepín Bello o Joseph Joubert. Esa tendencia es extrapolable a un importante grupo de artistas contemporáneos decidido a no producir, apenas producir, borrar o destruir obras, bajo la premisa de que el arte actual es tan autosuficiente que no requiere de la realización material de la obra.
Por tanto, podríamos considerar como conductas propias de la modernidad las de los creadores inéditos por vocación o las de los que hacen arte con ideas, pero en el ámbito de la arquitectura del siglo XVIII, la de Piranesi, un arquitecto que apenas construye y que en cambio se revela como un prolífico y obstinado grabador, es un patrón insólito. Como decimos, el Piranesi arquitecto sólo llevó a cabo un proyecto, la reforma de la iglesia de Santa Maria del Priorato (Roma) entre 1764 y 1766, encargo de la familia papal Rezzonico, venecianos como él, y destinada a la orden de los Caballeros de Malta. A la vista de esa obra, podemos hacernos una idea de la razón por la que Piranesi no triunfó como arquitecto: su idea de la arquitectura es cuanto menos extraña y alejada de las corrientes en boga, una hibridación con influencias del barroco romano (Borromini) y del lenguaje clásico del Cinquecento veneciano (Palladio), que delata asimismo a un entusiasta partidario de las soluciones constructivas de la antigüedad romana.
Piranesi recibió, por vía familiar, una sólida formación como arquitecto en su primera juventud en Venecia; su padre era cantero y maestro de obras, y su tío, Matteo Lucchesi, arquitecto e ingeniero hidráulico. En 1740, con apenas 20 años, llegó a Roma en calidad de delineante del séquito de Marco Foscarini, nombrado embajador veneciano ante Benedicto XIV. Tras tres años de instrucción como grabador junto a Giuseppe Vasi –previamente había sido instruido por Carlo Zucchi en Venecia–, el aprendiz de arquitecto se reconvirtió en un minucioso fabricante de vistas (vedute) de Roma y dio rienda suelta a su obsesión febril: dar testimonio de los restos monumentales romanos.
Como grabador –conviene apuntar que el grabado era una disciplina considerada entonces menor en la jerarquía artística–, Piranesi alcanzó una dimensión, en cantidad y calidad, superlativa, lo cual no impidió que siempre incluyera en su firma una apostilla muy relevadora sobre su identidad profesional: architectus venetianus. Piranesi dominaba los conocimientos técnicos esenciales que rigen la composición de un edificio tanto o más que la técnica de la estampación, en la que en muy poco tiempo se convirtió en referente internacional. Vasi, su maestro, se percató de que el veneciano era «demasiado pintor para ser grabador». Ese talento para el dibujo técnico de arquitecturas, para la representación estructural y para la ambientación mediante dramáticos juegos de luces y sombras lo aplicó al aguafuerte, distinguiéndose de sus antecesores o coetáneos por un tratamiento revolucionariamente pictórico del grabado, aspecto fundamental para el éxito comercial de sus vedute.
Quizá la mayor baza como grabador de Piranesi fue la perfecta combinación de destreza como dibujante y la capacidad de trasformar las estructuras y los elementos arquitectónicos en representaciones bidimensionales. Sus láminas contienen una precisión y nivel de detalle asombrosos, que denotan la observación exhaustiva de los motivos, y una expresividad también fuera de lo común, surgida de su infatigable capacidad de trabajo. En cierta forma, y usando una terminología actual, podríamos referirnos a Piranesi como un completo workaholic, capaz de producir en sus 58 años de vida más de 2.000 estampas, de un formato y complejidad impresionantes, alternar ese trabajo con las constantes visitas a las excavaciones arqueológicas –Roma, Pompeya, Herculano, Paestum–, o emprender su propio negocio dedicado a la venta de estampas y antigüedades –muy pronto, en 1744, se asoció con el comerciante de estampas alemán Joseph Wagner, establecido en Venecia, para abrir una sucursal en Roma–.
Literalmente, Piranesi no paró de trabajar: «Si me ordenasen proyectar un nuevo universo, tendría la osadía de llevarlo a cabo». Sobre su personalidad excéntrica, queda la semblanza que de él realizó Marguerite Yourcenar (Le cerveau noir de Piranèse, 1979), basada en gran parte en la biografía de Jacques-Guillaume Legrand de 1799: «Vemos a un hombre apasionado, ebrio de trabajo, que se despreocupaba de su salud y de sus comodidades, que despreciaba la malaria de la campiña romana y se alimentaba exclusivamente de arroz frío durante sus largas estancias en los parajes solitarios y malsanos que eran por aquel entonces la Villa de Adriano y las antiguas ruinas de Albano y de Cora; que sólo una vez a la semana encendía su parco fuego de campamento para no distraer nada del tiempo dedicado a sus exploraciones y trabajos».
Contribuyeron a fijar la singularidad de su temperamento los testimonios de artistas coetáneos, como el francés Hubert Robert, quien relató cómo Piranesi hablaba con las planchas de estampación mientras trabajaba en ellas, o el vedutista holandés Van Wittel, que lo consideraba un loco, o su amigo y discípulo Robert Adam, arquitecto escocés que en una carta a su hermano James decía: «Piranesi es de tal carácter que elude toda enseñanza; su modo de hablar es tan disparatado, sus expresiones tan violentas y fantásticas […] que después de un cuarto de hora estás hastiado de su compañía».
Como vemos, este perfil no parece encajar con la abulia de los Bartleby, sino que manifiesta una voracidad más propia de los creadores curiosos e inquietos. Su primer éxito artístico y comercial lo consiguió a través de una serie de vistas urbanas (Vedute di Roma, 1745-1778) pobladas de personajes pintorescos y escenas costumbristas que, desde que vieron la luz, no dejaron de interesar a un mercado boyante: las hordas de viajeros del Grand Tour que entonces pululaban por Roma. El conjunto, en el que se afana Piranesi toda su vida, es en última instancia una rendida declaración de amor a la Ciudad Eterna y está formado por estampas de grandes dimensiones, con encuadres insólitos y una plasticidad (obtiene la variedad tonal a través de numerosas mordidas de la plancha en el ácido) equiparable a las conocidas vedute de Canaletto o Van Wittel, en un tiempo en que se vuelven difusos los límites entre pintura, arquitectura y escenografía –algunos de los más importantes pintores de vistas y caprichos arquitectónicos tuvieron una formación relevante como escenógrafos, como Panini, Juvarra, Legay, De Wailly o Clérisseau–.
La obsesión de Piranesi por los vestigios del pasado romano cristalizó en otra gran serie, Le antichità romane (1756), formada por 250 láminas agrupadas en 4 volúmenes. Con Le antichità se propuso mirar las ruinas, el genio romano, con ojos de artista, y desentrañar su misterio con la erudición del arquitecto y del arqueólogo. Así, estudió acueductos, termas, foros, puentes, enterramientos, teatros… en una aventura enciclopédica y divulgativa, minuciosa y monumental. Llevó la técnica del aguafuerte a un nivel superior, en el cuidado de los detalles o en las audaces perspectivas, y no se limitó a una descripción gráfica apasionada de las ruinas, sino que trató de comprender sus engranajes, dibujando de forma precisa cada elemento, como lo haría el mismísimo Vitruvio.
En la década de 1760 Piranesi alcanzó su techo artístico, convertido en un empresario autónomo que edita y controla todo el proceso creativo de las estampas, incluida la venta en su taller del Palazzo Tomati, publicó su más ambicioso texto teórico, Della magnificenza ed architettura de’romani (1761), que dedica a su mayor valedor, el papa Clemente XIII. En este ensayo subraya la supremacía de la arquitectura romana frente a la griega, entonces defendida por la Academia francesa a través de Julien-David Le Roy y su Les ruines des plus beaux monuments de la Grèce (1758). Convencido de la preeminencia utilitarista y estética de la arquitectura e ingeniería romanas, no tuvo reparos en enfrentarse a los principales eruditos europeos y a los partidarios de la copia servil que se amparaban en la noble sencillez y la serena grandeza de Winckelmann.
Permeable al debate filosófico contemporáneo sobre las relaciones entre lo bello y lo sublime, Piranesi contribuyó a interpretar el pasado no sólo como algo sujeto a la decadencia, el atractivo de la ruina para la generación romántica, sino como una potencia artística vigente y un valor seguro de progreso. Y en ese contexto decidió darle una vuelta a una de sus series más bizarras: Carceri d’invenzione (1761). La primera edición de las Carceri se publicó entre 1749 y 1750, pero en la segunda acometió una profunda transformación de las planchas originales, redibujándolas con mordidas de ácido más intensas, incrementando la complejidad espacial y el dramatismo, además de añadir un par de estampas nuevas.
Las cárceles proponen una pesadilla, espacios de tránsito sin destino, el triunfo de la fantasía. Y aunque conservan rasgos de las vedute, como el punto de vista, la escala, el carácter escenográfico o la disposición autónoma de los motivos, subvierten el sentido lúdico y pintoresco, el encanto propio del género. Lo sublime, apuntado en las dimensiones colosales de las Vedute di Roma, se convierte aquí en una característica esencial. El conjunto de escaleras, pasadizos y puentes se presentan se un modo infinito, como un universo asimétrico y carente de centro. La multiplicidad espacial es un laberinto sin fin. Como decía Nietzsche, «el laberinto es la única arquitectura que está a la altura de nuestras almas».
Mediante un complejo sistema de estructuras, o un caprichoso amasijo de formas, Piranesi demuele la geometría euclidiana y distorsiona la perspectiva caballera. Como el visionario arquitecto que fue, establece un sugerente juego entre lo lleno (lo edificado) y el vacío (el espacio). Enuncia así una nueva condición del arte, referida a una total libertad creativa del hombre. Al mismo tiempo, estos grabados contienen una visión angustiosa de la existencia, del sufrimiento y de la muerte. Un mundo precario y melancólico, dominado por la inútil e irrefutable manifestación de lo sublime (aquello que está fuera de todo límite). Y a nuestros ojos, curados de espanto, o por lo menos habituados, esa negrura de las Carceri nos resulta hasta poética.
Piranesi era capaz de imprimir unos tres mil ejemplares con cada plancha de cobre, número muy superior al de la mayoría de los grabadores de su época, que únicamente podían sacarle a la matriz unos cientos de ejemplares. La mayor resistencia de los cobres de Piranesi se debía a su forma de trabajar, fundamentalmente a base de trazos paralelos (que evitaban además que se formasen en la plancha balsas de tinta). A pesar de ese cuidado, los originales de Piranesi acabaron por desgastarse tanto que a menudo tenía que repasar las líneas, razón por la cual muchas de sus ediciones posteriores se volvieron más oscuras.
Los registros arquitectónicos de Piranesi como grabador son múltiples, capaz de enfatizar el heroísmo a través de la distorsión de la escala o la angustia mediante el espacio oclusivo. Y su voluntad, inquebrantable. El mismo año de su fallecimiento, en 1778, y gravemente enfermo, además de viajar a Paestum, publicó un repertorio de diseños ornamentales, Vasi, candelabri, cippi, sarcofagi, tripodi…,en los que llevaba trabajando una década. Su faceta como diseñador de suvenires para los viajeros del Grand Tour sintetiza su ideario estético, un repertorio comercial y ecléctico, de base romana pero con elementos etruscos, griegos y egipcios. La colección de antigüedades de Piranesi –el «Museo», como él lo llamaba–, se disponía para la visita pública en su palacio Tomati, donde exponía y vendía las antigüedades convenientemente restauradas según su gusto. De este modo, el mercado internacional se llenó de piezas (jarrones, candelabros, urnas, aras…) reelaboradas por Piranesi y vendidas como auténticamente romanas, para lo cual contaba con un grupo de habilidosos escultores capaces tanto de reconstruir antigüedades como de materializar sus complejos diseños decorativos. Estas piezas de lujo, pastiches neoclasicistas creados a partir de pequeñas piezas romanas originales, pueden verse hoy en los más importantes museos del mundo.
La idea de la antigüedad de Piranesi es, a grandes rasgos, una restitución de Roma mediante un cúmulo de fragmentos arquitectónicos. Para el mayor especialista español en el artista, el catedrático Delfín Rodríguez, éste representa «el revés laberíntico, barroco y borrominiano del canon vitruviano y académico, incluso del racionalismo clasicista y filohelénico». Aun siendo esto cierto, quizá la más relevante aportación del veneciano a las generaciones posteriores fue la de cuestionar la noción misma de la arquitectura, su finalidad práctica –que es lo que la define, al contrario que el arte–. Según Peter Eisenman, Piranesi fue «el primer arquitecto moderno de la historia».
El repertorio de caprichos del veneciano sirvió de acicate a otros arquitectos que eludieron el sentido constructivo de su disciplina y se decantaron, en cambio, por la arquitectura dibujada. Uno de los primeros, el francés Étienne-Louis Boullée, fue muy crítico con la noción vitruviana de la arquitectura como un arte puramente constructivo, reivindicando la importancia de la fase proyectual. En su Essai sur l’art se replanteó la manera de hacer arquitectura: «¿Qué es arquitectura? ¿Debería definirla, con Vitruvio, como el arte de construir? No. Esa definición conlleva un error terrible. Vitruvio confunde el efecto con la causa. Hay que concebir para poder obrar».
Piranesi fue un pionero en proponer la arquitectura como un arte exclusivamente bidimensional, en provocar el vértigo de la escala monumental en papel o en la definición de un nuevo lenguaje formal arquitectónico como representación de una nueva civilización. La arquitectura utópica de Boullée –«revolucionaria sin revolución», en palabras de Starobinski– le debe a Piranesi una noción básica, la idea de construcción del futuro con las piezas del pasado.
Más deudora de Piranesi, si cabe, es la obra utópica de otro importante arquitecto sin edificios construidos: el norteamericano Hugh Ferriss. Su libro The Metropolis of Tomorrow (1929) ha inspirado un sinfín de clásicos contemporáneos, desde la Metrópolis de Fritz Lang a la Gotham de Batman. Sus monumentales diseños futuristas destacan por la dignidad estructural y el carácter escenográfico. Referente de la arquitectura en altura de Nueva York y Chicago, profeta del estilo monumental, norteamericano y tecnológico de la arquitectura moderna, a Ferriss se le considera moderno precisamente por poner de manifiesto la ambivalencia entre orden y caos, entre racionalidad e irracionalidad, que es lo que planteaba, casi dos siglos antes, Piranesi.
Aceptamos lo «piranesiano» como una manifestación artística que consiste en la liberación del inconsciente, de las potencias ocultas, de las sombras y la irracionalidad, de un modo similar a lo «goyesco». Y es que Piranesi, como Goya, es un manantial (oscuro y subterráneo) inagotable. Uno de los más grandes aguafortistas de la historia del arte –«el Rembrandt de las ruinas antiguas», tal como fue bautizado por Bianconi, su primer biógrafo–, fue también un arquitecto visionario que prefirió dibujar edificios a levantarlos. Un personaje apasionante, a la vez Bartleby y workaholic.
Piranesi. Estampas de un visionario. Del 22 de abril al 25 de julio de 2021. Sala Noble del Museo Carmen Thyssen Málaga. Con la colaboración del Museo de Bellas Artes de Valencia. Patrocinada por el Ayuntamiento de Estepona