Perversidad (y algunas consideraciones de género y número)

Kitty [Joan Bennett]: –¿Cuánto tiempo le lleva pintar un cuadro?
Chris Cross [Edward G. Robinson]: –Bueno, a veces un día, a veces un año. No se puede decir. Un cuadro va brotando.
Kitty: –¿Es que un cuadro puede brotar?
Chris Cross: –El sentimiento brota. Eso es lo importante, el sentimiento.
Perversidad (Fritz Lang, 1945)


Mientras me decido a escribir estas líneas, coinciden en la programación expositiva de la ciudad Olga Picasso [Khokhlova] en el Museo Picasso, tres exposiciones sobre la imagen de la mujer (rusa) en la Colección del Museo Ruso, #TODAS (artistas andaluzas) en la Sala de Exposiciones del Rectorado, la joven fotógrafa Nadia Lee Cohen en La Térmica, las mujeres modernas y seductoras de ABC y Perversidad en el Museo Carmen Thyssen. Y uno se pregunta si es que una nueva y libertadora ola feminista hace tambalearse los cimientos del establishment artístico, o si es una mera estrategia de marketing, una moda oportunista, maquillaje cultureta. Quiero pensar que simplemente ha llegado la hora de remozar los discursos artísticos del patriarcado con cuarto y mitad de eso que se ha dado en llamar «estudios de género» (femenino, se sobreentiende). Que me perdonen los patriarcas recalcitrantes o los/las fervientes estudiantes de género por la incorrección de este planteamiento tan pueril y los que vendrán a continuación. O ninguno de ellos, y así la disertación resultará políticamente más incorrecta y menos sectaria.

Creo que los estudios de género proponen algo muy interesante para el progreso de la historia del arte como disciplina científica: la revisión crítica de discursos aceptados como infalibles e inmutables, la idea de poner en tela de juicio cualquier formulación, por pequeña que sea, el hecho de escarbar en los márgenes de la historiografía para reconstruir identidades (otredades) y visibilizar las injusticias padecidas por una minoría que merece un reconocimiento como agente del cambio social a través del esfuerzo, el talento y la creatividad. En ese sentido, todo mi respeto.

Hay que admitir la profundidad del calado de esas teorías feministas en el espectro artístico actual y, sobre todo (y pese a muchos), lo súbito de su implementación. El texto fundacional de la teoría artística feminista, «¿Por qué no ha habido grandes mujeres artistas?» [http://www.artnews.com/2015/05/30/why-have-there-been-no-great-women-artists/], lo escribió Linda Nochlin en 1971, y la primera gran exposición internacional itinerante, Women Artists. 1550-1950, fue comisariada por la misma Nochlin y Ann Sutherland Harris en 1976. Estas pioneras buscaban enmendar una deuda histórica con muchas artistas talentosas ignoradas por un sistema cultural androcéntrico y por unas circunstancias totalmente adversas.

Vista de la exposición Women Artists: 1550-1950 en el Brooklyn Museum, 1977

El discurso planteado en Women Artists: 1550-1950, que inició su periplo en Los Angeles County Museum of Art, era una consecuencia lógica de las demandas políticas y sociales del feminismo internacional. Aun así, la iniciativa causó un gran estupor entre la comunidad científica, e incluso entre algunas de las artistas invitadas a formar parte del proyecto y poco sospechosas de su simpatía por la causa, como Dorothea Tanning y Georgia O’Keeffe –la primera calificó la exposición de «idiotez»; la segunda se mostró recelosa por que pudiesen malinterpretarse algunas de sus creaciones y puso trabas a los préstamos de sus obras (pese a lo cual, la muestra contó en su versión neoyorquina con siete obras suyas, siendo la artista numéricamente mejor representada)–.

Una gran exposición articulada sólo con obras de mujeres representaba un enorme desafío y la confirmación de que los estudios de género podían proyectar sus hallazgos en todas las direcciones: la británica Laura Mulvey hizo lo propio en el ámbito cinematográfico (Visual and Other Pleasures, 1975), que a partir de entonces conoció un desarrollo espectacular, con las propuestas teóricas de Teresa De Lauretis, Mary Ann Doane o Julie Grossman, entre otras. Y cuando a finales de los ochenta el colectivo Guerrilla Girls denunció la discriminación sexual y racial en el mundo del arte con la formulación una pregunta capital: «¿Tienen que desnudarse las mujeres para entrar en el Met Museum?», se hizo evidente que el activismo feminista estaba preparado no sólo para hacerse públicamente visible, sino para tratar de derrocar un sistema patriarcal obsoleto.

Guerrilla Girls, Do Women Have To Be Naked To Get Into the Met Museum?, 1989

Por influencia de lo que sucedía en el panorama internacional, en nuestro país hemos vivido en los últimos veinticinco años un prodigioso número de exposiciones, contribuyendo a que la causa feminista alcanzase un alto grado de solidez e influencia. Un punto de partida podría ser 100% (Museo de Arte Contemporáneo de Sevilla, 1993), proyecto que pudo verse en Málaga y que ofreció una selección de artistas con la idea de denunciar su escasa presencia en la cultura institucional. A propósito de un movimiento artístico tan rentable como el impresionismo, el Bellas Artes de Bilbao planteó en 2001 una aproximación diferente a través de la obra de cuatro pintoras, para mostrar «su visión del mundo femenino». La Fundación Mapfre, con Amazonas del arte nuevo, 1880-1950, propuso en 2008 un espectacular ramillete de obras de calidad y grandes nombres, pero sin un hilo argumental muy definido. Con Heroínas (Thyssen, 2011) se procuró visibilizar otros relatos incrustando el estudio de género en una narración coral no exclusivamente femenina. Al margen de las exposiciones netamente feministas, como Genealogías feministas en el arte español: 1960-2010 (MUSAC, 2012), en la que se planteó una ambiciosa y rigurosa estrategia curatorial, en los últimos tiempos son legión las muestras en grandes instituciones protagonizadas por mujeres más o menos conocidas por el gran público, como Hilma af Klint o las artistas surrealistas en el Museo Picasso de Málaga, o la exposición sobre Clara Peeters en el Prado –la primera monográfica dedicada a una mujer en su historia y que ha contribuido a «sacar del armario» sesenta obras de mujeres artistas para celebrar su bicentenario–, o la muestra A contratiempo celebrada en el IVAM con la obra de cuarenta artistas valencianas. Por no mencionar los recorridos diseñados ad hoc por las diferentes colecciones (MNCARS, Prado, Thyssen, Es Baluard…) o los numerosos seminarios, ciclos y conferencias celebrados.

En cuanto a la bibliografía artística, las referencias internacionales han alentado el estudio en un territorio yermo y a proveer de volúmenes los exiguos anaqueles feministas. A partir de las teorías expuestas por las mencionadas Linda Nochlin y Laura Mulvey, otras autoras también se han ocupado por dar a las mujeres un papel protagónico en la historia del arte y por denunciar los mecanismos que se han encargado de invisibilizarlas, como Griselda Pollock y Roszika Parker (Old Mistresses: Women, Art and Ideology, 1995). En nuestro país, cabe destacar el impecable trabajo de unas pocas pioneras que han sentado las bases de un panorama prometedor, como Estrella de Diego desde finales de los ochenta (La mujer y la pintura en el siglo XIX español, 1987, y El andrógino sexuado, 1992), o Erika Bornay (Las hijas de Lilith, 1990), quien acomete, desde una perspectiva de género, el asunto que trata la exposición Perversidad, y que supone la puesta al día de las ideas anteriormente formuladas por Virginia M. Allen (The Femme Fatale. Erotic Icon, 1983) y Bram Dijkstra (Idols of Perversity, 1986). Y asimismo las recientes y rigurosas contribuciones a la causa de Patricia Mayayo, Historias de mujeres, historias del arte (2007) o la obra colectiva coordinada por Ángeles de la Concha, El sustrato cultural de la violencia de género (2010).

Pero a pesar de todo ello, tengo la impresión de que algunos gestores, instituciones, comisarios, asociaciones y gran parte de la progresía política buscan en el filón cultural de género no tanto la contribución a una causa justa, sino lograr un prestigio (o evitar el sambenito sexista) y contribuyen así a la banalización e hipertrofia de los discursos feministas. Si alguien organiza una muestra con, pongamos, veinte pintoras de la comarca del Bierzo, habría que preguntarse si el fin de tal proposición es fomentar y poner en valor el trabajo de esas pintoras, y si la respuesta es afirmativa, quizá convendría hacer un análisis tras la muestra y determinar honestamente en qué ha beneficiado esa iniciativa al arte berciano. No puedo evitar un pensamiento recurrente ante las exposiciones de aluvión, sean de un género u otro, y es imaginarme a Groucho Marx como fogonero vociferando a voz en cuello «¡Traed madera!» (Timber!), mientras pone a toda castaña un locomotora que arrastra unos vagones deshechos, trasunto de la disolución argumental (la tesis) del proyecto.

Robert Doisneau, Le regard oblique, 1948

Otras veces tengo la impresión de que la iconología feminista recurre a argucias para la construcción de su argumentario, y creo que no lo necesita. Hay una conocida fotografía de 1948 de Robert Doisneau, Le regard oblique (La mirada oblicua), que con frecuencia ha sido utilizada para desenmascarar la obscena mirada patriarcal. Se trata de un experimento que hizo Doisneau para un reportaje de revista Life y que consistió en colocar una cámara oculta en el escaparate de una tienda de antigüedades, en la que previamente había colgado un cuadro con un procaz desnudo femenino. La fotografía reveló a una pareja de mediana edad mirando el escaparate; ella comentándole algo a él y éste deslizando una arrobada mirada (de soslayo) hacia el desnudo. Si estamos de acuerdo en que la desigualdad genérica supone, a través de la cultura, una actuación subliminal en la configuración del inconsciente colectivo, también debemos estarlo en que es interesado construir el relato de género con una parte del todo, sin atender al contexto, que en este caso es una serie completa de fotografías en la que se aprecian diferentes miradas ante el desnudo: la reprobatoria de la autoridad, la escandalizada de la mojigatería, la frialdad del taxidermista, la que no comprende, la rijosa o la del connoisseur. La mayor perversidad no está en el objeto que se mira, sino en la forma de mirar.
https://www.pinterest.es/claude2744/le-regard-oblique-par-robert-doisneau/

Recientemente, a propósito del #MeToo, hubo una corriente pública que pretendió retirar por sexista de la exhibición pública en el Met de Nueva York la obra Thérèse soñando de Balthus –pintura que actualmente forma parte de una exposición en el Thyssen-Bornemisza y que sigue despertando reticencias (y ninguna por su calidad artística); https://www.lavanguardia.com/cultura/culturas/20190416/461692610614/balthus-museo-thyssen-arte-therese-sonando-pedofilia.html–. Poco después, y por idéntico motivo, la Manchester Art Gallery retiró temporalmente de sus salas un cuadro prerrafaelita de Waterhouse (Hilas y las ninfas, 1896) en una intervención para la que se solicitó el concurso de los visitantes, teniendo éstos que ocupar el espacio vacío de la obra con sus comentarios escritos en Post-it. Según sus responsables, la idea era «desafiar la forma en que se han leído estas pinturas y permitirles hablar de otra manera» –http://manchesterartgallery.org/news/presenting-the-female-body-challenging-a-victorian-fantasy/–. Ambos casos ejemplifican una corriente puritana y suspicaz que puede alcanzar derivas peligrosas, como que se inste públicamente al Museo del Prado a retirar obras consideradas inapropiadas para nuestros valores cívicos contemporáneos; por ejemplo, fuera el Agnus Dei de Zurbarán por lo que representa de maltrato a los animales, o Saturno devorando a su hijo de Goya por apologético del canibalismo, o los Niños en la playa de Sorolla por promover la pedofilia, y así ad nauseam.

John William Waterhouse, Hilas y las ninfas, 1896. Manchester Art Gallery

Y toda esta matraca de género la expongo a propósito del propósito de la exposición Perversidad, una reflexión en torno a la identidad femenina a través de un ejemplo palmario y ampliamente difundido en las artes visuales desde el siglo XIX: la femme fatale. Una muestra que muestra un relato heterogéneo como fue, no como debería haber sido. Porque el arte es un reflejo de su época, del momento en que fue realizado (ése es su contexto). Y sí, desgraciadamente el mundo pretérito fue sexista, cruel o intolerante, o todo ello a la vez.

La mujer fatal es un paradigma misógino, creado por y para el hombre. Es la consecuencia iconográfica de la obsesión cultural masculina (la cultura patriarcal) por las mujeres malignas y la visión de éstas como un constructo de poderosa sexualidad, fabricado para satisfacer los deseos y temores masculinos. La imagen de esa perfidia femenina tiene una genealogía mítica, bíblica, literaria y artística que cristaliza en la cultura europea moderna con el simbolismo, estableciendo un arquetipo que fascinó a las distintas corrientes visuales a lo largo de la primera mitad del siglo XX: decadentismo, modernismo, vanguardias históricas, art déco, arte nuevo, ilustración gráfica, cine o publicidad. Se trata, pues, de un relato ambivalente, multiforme y en constante transformación, marcado en sus inicios por un férreo control en su forma y significado y que posteriormente evoluciona hacia propuestas más laxas y ambiguas, acordes con los cambios que experimenta la sociedad. Todo ello se evidencia al confrontar la primera y la última obra de la exposición; son setenta años de diferencia en la forma de representar a la mujer, de la sensual y pasiva Sarah Bernhardt recostada en un diván iridiscente, retratada a la manera orientalista por su amante Clairin, a la imponente mujer que presenta Delhy Tejero con Mussia, dinámica, autoafirmada y tremendamente moderna. Es el tránsito de la forma de amenaza femenina, que va de la representación erótica, propia de la femme fatale decimonónica, a otra más peligrosa, capaz de neutralizar los símbolos de poder masculinos y construirse una imagen propia.

1. Georges Clairin, Sarah Bernhardt, 1880-1885. MUba Eugène Leroy, Tourcoing / 2. Delhy Tejero, Mussia, 1954. Colección particular. Depósito en el Museo de Zamora

La idea de ampliar el discurso expositivo con propuestas de mujeres no específicamente «fatales» y con otros modelos derivados ha contribuido, creo, a hacer una lectura más precisa y sugerente del estereotipo original. Además, ha permitido incrustar en el relato la obra de mujeres artistas, cosa que habría sido imposible si nos hubiésemos atenido al arquetipo ortodoxo de la femme fatale, pues lógicamente no es un tema que haya suscitado el interés de las creadoras. Otro aspecto que aporta sentido y amplitud al proyecto es la división en tres bloques concatenados, aunque cada uno de ellos con entidad suficiente para dar forma a una narración independiente. Para mostrar una metamorfosis iconográfica acorde con el vertiginoso discurrir del tiempo en que fueron creadas las obras, se plantean tres secciones que son fundamentalmente temáticas, pero que tienen también un sentido cronológico: comenzamos mostrando la pervivencia de un arquetipo que gozó de un gran éxito en el último cuarto del siglo XIX, pasamos a plantear la mutación que sufrió durante las primeras vanguardias y hasta la década de 1930, y por último presentamos la definitiva superación del modelo con la irrupción de la mujer nueva, afín a una sensibilidad feminista, hasta los años cincuenta del siglo XX. Asimismo, la muestra propone una visión panorámica del asunto con protagonistas tomadas tanto de la tradición histórica y mitológica como de modelos reales, con ejemplos extraídos del folclore y la tradición local (las majas) y otros preponderantes en la sociedad del momento (como la prostitución y el mundo de la moda), hasta la definitiva superación del modelo primigenio a través de una idea de la feminidad audaz, activa, inteligente y sexualmente independiente, lo cual constituye la mayor amenaza al orden establecido, intimidado por las razas y clases consideradas inferiores, y por todo aquello que pueda representar un peligro para su posición hegemónica.

Franz von Stuck, El pecado, 1899. Wallraf-Richartz Museum & Fondation Corboud, Colonia

En el primer capítulo, «Belleza maldita», encontramos todos los patrones tradicionalmente asociados a la femme fatale: la mujer peligrosa y de naturaleza salvaje que hace uso de la seducción como herramienta para el dominio del hombre. Un arquetipo que se desarrolla en la literatura y el arte de finales del siglo XIX como reacción misógina a la pujante influencia de la mujer en las esferas de poder de la sociedad y sus anhelos de independencia y libertad. La imagen de la vampiresa seductora y sin escrúpulos, la esencia del vicio y la fatalidad transmutada en una belleza irresistible.

La seducción –que etimológicamente (sēductiō) significa apartar, llevar a un aparte, en la idea de que la seducción nos desvía a otro objetivo– no es más que una estrategia de apariencias, un desafío lúdico basado en el desconcierto ajeno y que usa el deseo como una poderosa herramienta de sometimiento. La seducción consiste en hacer creer al otro que es el único objeto del deseo. En un sentido afín al conferido por Jean Baudrillard, en el ámbito de las femmes fatales, la seducción tiene un destino peligroso y mortífero, y se asimila a la perversión en lo que ambas tienen de ceremonia cruel y secreta.

Federico Beltrán Masses, La noche de Eva, 1929. Fundació Suñol, Barcelona

Con frecuencia, esta estereotipación de la perfidia femenina se asimila con figuras mitológicas, bíblicas y literarias, profusa en modelos referenciales para tal cuestión. De este modo, Eva, Salomé, la mujer de Putifar, la Carmen de Mérimée o las amazonas representan un ideal depravado asimilado por la cultura internacional. Y en nuestro país, esa galería de celebridades se completa con un elenco de mujeres anónimas que adornan su perversidad con una indumentaria específicamente folclórica, como mantillas, peinetas y mantones. Y proponiendo para las tradicionales y pasivas representaciones de las majas recostadas, además del outfit y la desnudez, un recurso aún más expresivo e indecoroso: las modelos sonríen e interpelan al espectador sosteniéndole la mirada.

Sin solución de continuidad, en la exposición las femmes fatales mutan a un modelo todavía más prosaico y reconocible para los espectadores contemporáneos (de principios del siglo XX, me refiero) en la segunda sección de la muestra, «Reinas del abismo». Otra tipología que incide en la explotación de los cuerpos desnudos para subrayar la condición femenina y en la elaboración de imágenes para satisfacer una pulsión sexual y de dominación: la prostituta como idealización de la mujer perversa, como oscuro objeto de deseo. Pero contextualicemos este linaje perverso. Entre finales del siglo XIX y principios del XX, se impone en el ámbito urbano una visión de la mujer de insaciable sexualidad. La prostituta se convierte en un tema fascinante y recurrente en la literatura y en el arte, una iconografía que acentúa la dualidad entre la decente mujer burguesa y la maligna prostituta. Y se trata además de un asunto esencial para el desarrollo de la pintura moderna y de vanguardia, pues permite abordar el desnudo femenino al margen de las tradicionales academias o la pintura mitológica, y da como resultado algunas obras maestras de la pintura occidental, desde la Olympia de Manet (1863) a Les Demoiselles d’Avignon de Picasso (1907).

Félicien Rops, La muerte sifilítica, c. 1875. Colección Juan San Nicolás

En la exposición, los grabados del belga Félicien Rops, referente en la representación explícita y decadentista del tema, ofrecen un peculiar concepto de belleza macabra que funde sexo y muerte, a la manera de Verlaine y Baudelaire. La prostitución callejera parisina, organizada en torno a los cafés y cabarets –donde una mujer «honrada» nunca debía acudir sola–, queda fijada a través de las creaciones de los jóvenes Casagemas, Picasso y Sunyer. Y conviven esas propuestas con otras coetáneas, como las de Rouault, Chabaud o Grosz, marcadas por la fuerza expresiva de lo grotesco y del feísmo.

París, la capital artística y cultural de Europa a finales del siglo XIX, fue también conocida como la «nueva Babilonia», por su abundante población de prostitutas. Los artistas captaron con entusiasmo aquel ambiente de depravación en el que las profesionales del sexo se movían con soltura caracterizadas como bailarinas, actrices o cortesanas. Pero gran parte de la prostitución era, por su propia naturaleza, marginal y clandestina. Resulta particularmente interesante señalar el caso de las filles publiques –prostitutas ocasionales no registradas por la policía y que actuaban en lugares públicos como mujeres vestidas a la moda–, la forma de prostitución predominante en París en las últimas décadas del siglo. Desde el punto de vista político, se impuso el control médico obligatorio de las profesionales con el propósito de mantener el orden público. Pero las medidas higienistas no evitaron la creciente visión estereotipada de la prostituta como un peligro social, no como una víctima del sistema. Portadoras de enfermedades venéreas, ellas fueron las únicas culpables de socavar la salud pública y se convirtieron, para algunos artistas, en la personificación de la vida libertina y la muerte.

El hecho de haber podido incorporar en esta sección la pintura de una excelente pintora como Suzanne Valadon aporta una visión más interesante del asunto. Su Mujer con medias blancas (1924), que es la obra seleccionada como imagen principal para la difusión de la muestra, revela una forma distinta de representar a la meretriz, menos erotizada y venenosa, y con un respeto y dignidad mayores. En cuanto a sus cualidades como imagen de la exposición, aparte de su indudable maestría compositiva y cromática, la obra concita un tema específicamente perverso y vinculado a la iconografía de la femme fatale, con una mirada más indulgente y lírica. Por su pertinencia con el discurso expositivo, quizá sea éste uno de los más certeros hallazgos visuales del proyecto.

Suzanne Valadon, Mujer con medias blancas, 1924. Musée des Beaux-Arts, Nancy

Desgajada de la sórdida estética de la prostitución, pero compartiendo algunas soluciones efectistas, como el hiperbólico maquillaje, se exhiben en esta sección otras mujeres enigmáticas y modernas marcadas por la influencia de la moda, uno de los ingredientes que conforman la construcción de esta identidad fetichista y transgresora. En las ilustraciones de moda de las primeras décadas del siglo XX, de Gosé o Penagos, por ejemplo, se instaura una estética parisienne de poderosa sensualidad, un nuevo gusto art déco proclive a la suntuosidad y al exotismo. Son las perversas de la belle époque, con el pelo a lo garçon y ataviadas con sofisticados complementos.

La emancipación progresiva de la mujer y la reivindicación de un espacio propio en la sociedad en los inicios del siglo XX, que es la definitiva superación del eterno femenino decimonónico y de la mujer como objeto pasivo, se manifiesta mediante un atrezo singular y carismático, formado por transparencias, ricos bordados y motivos exóticos. Un esteticismo que actúa como expresión de la individualidad y como expresión artística, un estilo al servicio de la nueva mujer activa, moderna en sus actitudes, en sus gestos y en su manera de presentarse públicamente. Mujeres seductoras y elegantes, al tiempo que poderosas y desafiantes. Resulta conveniente señalar que uno de los aspectos determinantes en la configuración de esta imagen y en el cambio de paradigma en este momento es que la mujer, como asunto pictórico, se sobrepone a su papel como personificación del fatalismo. Definitivamente, ha logrado vencer la reprobación paternalista que solicitaba implícitamente un castigo por su comportamiento inmoral (cuestión que sí encontramos, sin embargo, en la industria hollywoodiense, en las numerosas femmes fatales del cine negro clásico de los años cuarenta y cincuenta).

Antonio de Guezala, Concha, 1915. Museo de Bellas Artes de Bilbao

En la última sección, las «Nuevas Mujeres» se confrontan al tradicional estereotipo de la mujer como «ángel del hogar», es decir, sumisa, piadosa, pura y hogareña, la ejemplar esposa y madre. Dotadas de una nueva identidad, que es una creación específicamente femenina y que se fundamenta a través de la crítica de las formulaciones realizadas desde la alta cultura y los mass media (cine, tv, publicidad y pornografía), estas mujeres representan, en palabras de Estrella de Diego, una «feminidad no codificada», que asusta al hombre por antinatural e inasible.

Pablo Gargallo, Máscara de Greta Garbo con mechón, 1930. MNCARS, Madrid

En este punto de la exposición es donde, de forma implícita, hay una mayor carga de denuncia de las iconografías estereotipadas y socialmente aceptadas por las autoridades culturales del pasado, tanto de modelos de virtud (ángeles del hogar) como de vicio (femmes fatales), y que no han hecho sino constreñir una auténtica identidad polisémica. Forman parte de esta estirpe protofeminista todas aquellas mujeres fuertes (ni sometidas, ni recluidas, ni silenciadas) que recurren para sus objetivos a armas más perversas que la seducción o la belleza, como son la inteligencia, el talento o la libertad.

Desde la diseñadora de moda Coco Chanel, a las pintoras Olga Sacharoff y Delhy Tejero, o las musas Kiki de Montparnasse y Gala Dalí, y gracias a sus aptitudes y actitudes, este nuevo sujeto, en plena construcción, alcanza una inusitada dimensión pública, sin renunciar al compromiso con su momento histórico y a su condición femenina. Personalmente, encuentro un ejemplo paradigmático en la figura de Maruja Mallo, una creadora alérgica a la disciplina sexista y un modelo digno de estudio. En la muestra se exhiben dos cabezas de mujeres, de su serie de retratos bidimensionales, que demuestran tanto el prodigioso trabajo compositivo y volumétrico, con la aplicación del número áureo, como una formidable sensibilidad estética. Son unas mujeres hieráticas, estáticas y con unas facciones muy marcadas, como enigmáticos tótems primitivos que revelan la ambigüedad de género y la aproximación a las culturas exóticas, es decir, no hegemónicas.

Maruja Mallo, Oro, 1951. Asociación Colección Arte Contemporáneo-Museo Patio Herreriano, Valladolid

Una vez dicho esto, habría sido magnífico contar para la última sección con la obra de más mujeres capaces de transmitir la evolución del arquetipo «fatal» hacia iconografías más empoderadas, como Natalia Gontcharova, Charley Toorop, Tamara de Lempicka, Frida Kahlo, Lee Miller o Hannah Höch, e incluso con pinturas de Remedios Varo o Ángeles Santos. De este modo el relato se habría enriquecido, en género y número, con muchas más perversas, pero la producción de exposiciones –como la política– es el arte de lo posible. Lograr los préstamos de determinadas obras, encajarlo en el presupuesto, insertar las piezas en el discurso expositivo y vencer las limitaciones del espacio es una labor, para una institución de nuestras dimensiones, en muchos sentidos inasequible.

Aun así, Perversidad cumple sobradamente las premisas que determinaron el proyecto en su fase inicial: evitar mostrar un simple repertorio de mujeres malas y proponer un relato de calidad, sorprendente, dinámico, multiforme y arriesgado. Contar sólo una parte habría significado reducir la propuesta en términos iconográficos y repetir algo ya visto, y eludir el sentido crítico durante su configuración habría dado como resultado una exposición inane, que es lo peor que se puede hacer en términos artísticos. Pero no dejéis que otros os digan si la exposición merece la pena o si es poco o muy feminista, porque para formarse una opinión hay que verla. Y aunque la experiencia es mucho más enriquecedora en vivo (y los domingos por la tarde es gratis), dejo aquí el enlace a la visita virtual.

Categorías: Exposiciones

Alberto Gil

Alberto Gil

Responsable de Publicaciones del Museo Carmen Thyssen Málaga

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