«Yo con vigor diferente
Convenzo la vista humana,
Que juzga, al verme presente,
Ser cuerpo, que espira y siente,
Lo que es superficie llana.»
Juan de Jáuregui, Rimas, 1786
Esta receta necesita membrillos, pero no muchos, bastará con los que caben en un plato. Antonio López intentó pintar demasiados en su Sol del membrillo, pero no le dio tiempo porque estaba el tiempo muy malo, y, por su propio peso, los membrillos acabaron por el suelo. La naturaleza alecciona a los artistas, para pintar la fruta con detenimiento mejor al cobijo del estudio, porque a la intemperie hay demasiadas distracciones y además los frutos tienden a desprenderse de las ramas.
La fragancia del membrillo es una delicia, pero su carne es tan ácida y áspera que no se puede comer cruda. Será por el tanino, sustancia tóxica en dosis elevadas, como el exceso de realidad en el arte. Conviene cocinar el membrillo con pocos ingredientes, azúcar y agua serán suficientes, como la luz y el color de la pintura. Se trata de ajustar las proporciones. Pura alquimia de fuego lento y paciencia que convierte la pulpa en delicioso dulce de membrillo (como el que según parece se hace en casa de los López con los frutos caídos).
El azar es determinante para el progreso de la civilización. Si la caída de una manzana en la cabeza de un científico origina las leyes de la gravitación, otra caída, ésta en el siglo XV, la de un chico en la colina del Palatino de Roma, contribuye decisivamente al nacimiento del bodegón como género artístico. El muchacho da con sus huesos en una gruta decorada con unas impresionantes pinturas al fresco de la época de la Roma imperial hasta entonces ocultas bajo tierra. Digamos que en esta ocasión es la cabeza la que cae sobre la manzana, pues aquellas coloridas pinturas, además de representar guirnaldas, máscaras, animales mitológicos y arquitecturas fingidas, recrean jugosas frutas.
Según testimonio de Plinio el Viejo, aquellos grutescos (de gruta) fueron realizados por un tal Fabullo para la decoración del suntuoso palacio de Nerón, la Domus Aurea. De Fabullo sabemos que era un artista que trabajaba en exclusiva para el emperador, que pintaba muy poco cada día (sólo las horas en que la luz era adecuada) y que llevaba a gala su dignidad, pues cuando subía al andamio no se quitaba la toga. Lo cierto es que un batacazo casual revela al mundo una originalísima decoración pictórica, una escenografía teatral de fantasía que rápidamente llama la atención de los pintores de Roma –entonces el principal centro artístico del mundo–, como Rafael, Miguel Ángel, Giuliano da Sangallo o Ghirlandaio, dispuestos a adoptar aquel novedoso lenguaje para sus propias creaciones.
En esa tradición clásica rediviva, donde el naturalismo y la mímesis tienen un valor preponderante, la fruta va a ocupar un espacio puramente ornamental, de motivo adecuado para la copia, como ejercicio de la destreza manual del artista o de énfasis en aspectos lúdicos y coloristas, y quizá con significados subyacentes –por ejemplo, en la mitología romana el membrillo se asocia con Venus, la diosa del amor–.
Hicieron falta muchos siglos de pintura para que la naturaleza se convirtiera en paisaje, también para que la naturalia cristalizase en un género autónomo del arte, y no en mero atrezo de composiciones protagonizadas por el hombre. Porque el arte clásico es antropocéntrico, y el hombre, en tanto principal creación de Dios, estaba en el centro de todo, relegando al resto de elementos a la condición de accesorios artísticos: el mundo en el que vivía, su comida o sus diversiones. Aun así, la fruta termina convertida en tema artístico per se.
En 1592 llega a Roma, como caído del cielo, un jovencísimo pintor lombardo, Michelangelo Merisi, apodado Caravaggio. Ingresa en el extenso taller del Cavalier d’Arpino como vulgar pintor de flores y frutas, a pesar de lo cual pone en las naturalezas muertas el mismo empeño que en las figuras. Y en unos pocos años pone patas arriba el género con una obra insólita, su cesto de frutas, históricamente considerado el primer bodegón de la historia y que supone el tránsito de la fruta como objeto a sujeto del arte. Se trata de un bodegón rico en matices, que se expresa monumental mediante un punto de vista bajo, que elude los motivos secundarios y que apuesta sin ambages por el verismo y hasta por la moraleja –con el tiempo, toda fruta se agosta o se pudre (memento mori)–. Caravaggio es un verso libre, un genio por precoz y por procaz, protagonista absoluto del estilo nuevo en la pintura italiana, del salto del Renacimiento al Barroco, a través de un revolucionario realismo, de una pintura de sombras que se extenderá como la peste por toda Europa.
Hay una diferencia terminológica que quizá determine formalmente el género del bodegón en los distintos focos geográficos. Mientras que en castellano, desde el Tesoro de la Lengua castellana o española (1611) de Covarrubias, el término bodegón alude al espacio de la cocina donde se conservan los alimentos, la bodega, en el norte se utilizan expresiones distintas, referidas al modo de presentar las viandas, Still Life o Stilleben (vida detenida), que derivan en las populares nature morte o natura morta (naturaleza muerta) francesa e italiana.
Resulta curioso que el bodegón, como género independiente, brillase en las culturas artísticas más realistas del siglo XVII: la flamenca y, sobre todo, la holandesa. Frente a la idealización clásica del arte italiano o a la honda espiritualidad del arte español, en el norte triunfan las cualidades veristas en las representaciones pictóricas. Un arte con menos pretensiones aleccionadoras, pero orgulloso de sus logros, trasmisor de una mayor calidad de vida a través del lujo en las posesiones domésticas. En Flandes y Holanda surgen los primeros maestros modernos de los llamados géneros «menores» de la pintura: el retrato, el paisaje y la naturaleza muerta. Los protagonistas de aquella Edad de Oro de la pintura más terrenal, como Vermeer, Frans Hals, Jan Brueghel o Rembrandt, despliegan un realismo que en última instancia responde a un sistema medieval de aprendizaje (sistema gremial en cuya cúspide se encuentran los maestros), una valoración del aspecto técnico de la pintura (dominio de la pintura al óleo) y un mercado burgués que determina el éxito de los temas (frente al eclesiástico o político). En definitiva, una pintura menos influida por la teoría artística, más libre, menos encorsetada por el peso de la tradición y más acorde al tiempo en que se realiza. Pintura de historia, con pe mayúscula y hache minúscula, pues el ámbito de la intimidad es a la fuerza minusculista.
El bodegón holandés es un prodigio de inmovilidad, sin parangón en el resto de territorios. Ahí están las «mesas monocromas» de Willem Heda y Pieter Claesz., con su monocordia de pardos y verdes, rota con el destello amarillo del limón (cuya función real quizá se aproxime a la de las toallitas aromáticas de limón en las marisquerías). Esas obras celebran la abundancia del primer estado burgués de la historia. Son el resultado del triunfo de una nueva cultura visual, enfrentada a la cultura más literaria de la tradición italiana. La épica de lo menudo y delicado, de aguamaniles, ostras, langostas, finas copas de cristal y frutas importadas. Una suculencia que tiene algo de arrogancia de nuevo rico en modo pause, o de exquisitez de la nouvelle cuisine concebida más para la contemplación que para hincarle el diente.
Por otra parte, las peculiaridades del bodegón español sirvieron pronto como refrendo de un estilo español, con personalidad propia. Veraz, severo, sobrio y de fácil interpretación como alegoría sacra, es decir, con misterio. El pintor se enfrenta al motivo desde un punto de vista muy cercano y recorta los objetos sobre un impenetrable fondo oscuro. Frente a una naturaleza muerta europea más sofisticada, zanahorias y cardos en la fresquera española.
En los primeros años del siglo XVII, la naturaleza muerta española tiene su epicentro en Toledo, una ciudad de provincias convertida en capital religiosa del país. La ciudad está gobernada, desde el punto de vista artístico, por un extranjero extravagante y muy culto, El Greco, un pintor que conoce de primera mano la pintura veneciana de Tiziano, Tintoretto y Veronés, pero que por una serie de vicisitudes se instala en Toledo, donde tiene una fiel clientela. Su estilo, tildado de amanerado años atrás, se torna entonces más realista, más intenso, y su paleta, al contrario, más sobria y matizada, huyendo de los colores enteros. En esa etapa ingresa en la cartuja de El Paular su amigo y colega Juan Sánchez Cotán, un exitoso artista local que atiende los encargos artísticos de la nobleza manchega (retratos, cuadros de devoción o bodegones) a la «manera» flamenca. Un experimento adecuado a una hidalga sociedad puritana, que ansiaba una cierta sofisticación.
Pero si algo tiene el bodegón español del Barroco, en comparación con el del norte, es que es más seco y adusto, pero también más profundo. Como los bodegones de Francisco de Zurbarán o los de su hijo Juan. Una pintura que glorifica a Dios y a la materia, que armoniza espiritualidad y volumetría, simulacro y realismo, a caballo entre el sofisticado tenebrismo caravaggiesco de Ribalta y el elegante humanismo velazqueño. Zurbarán representa el bodegón asceta, que relega la importancia de la descripción espacial –quizá por no estar tan dotado para ello– para volcarse en la recreación de las masas, la apariencia de lo real como presencia trascendental. Un Barroco sin afectación, sosegado, que ofrece para comer una fruta corpórea, apetitosa y pintada con la luz. Fiat lux.
Y pese a las altas cotas de dignidad y calidad de aquellos bodegones del XVII, como tipología independiente nunca alcanza en España la categoría merecida. Zurbarán, que hace meritorias incursiones en el género, se dedica fundamentalmente a la pintura religiosa, y no se tiene constancia de que Murillo o Velázquez pintasen bodegones, salvo como utilería en escenas protagonizadas por figuras –véanse, por ejemplo, el maravilloso bodegón encubierto de la Vieja friendo huevos o el jarrón de flores en el retrato de la infanta Margarita del Kunst de Viena–. Lo cierto es que pintar bodegones, en la España del Siglo de Oro, no daba tan bien de comer como representar el descarnado ayuno de los santos penitentes.
La receta del bodegón español mezcla primorosamente el ascetismo monacal medieval, el espacio imposible del gótico, el equilibrio neoclásico, el escalofrío romántico y el ilusionismo realista. Y uno de los mejores chefs en este territorio –aunque fallece muy joven– es el madrileño, de origen flamenco, Juan van der Hamen, principal pintor de naturalezas muertas en la corte durante el Barroco. Que es quizá quien mejor sofistica el artificio y la teatralidad del bodegón español en su época. El artífice de los bodegones mejor compuestos.
En las composiciones de Van der Hamen las vasijas y frutas se sitúan, o más bien permanecen, en espacios inverosímiles, desbordando algún pretil de piedra, en un equilibrio inestable organizado en dos sencillos planos; uno primero construido mediante un fogonazo de luz artificial, vívido, y un segundo en el que domina una negrura insondable, una especie de ventana abisal. El efecto es sorprendente y acentúa el misterio –tan español– del bodegón. El colmo de la sofisticación es que en los banquetes se reserve la sorpresa para el final, para el postre.
El postre puede consistir en un aluvión de frutas realistas, como los de Crescenzi, que cumple sobradamente las cinco piezas al día que necesita un ser humano para estar sano, o en un simple racimo de uvas, como los de su discípulo El Labrador. La cuestión es cómo colocar el género para que guste y apetezca. La fruta de Caravaggio revela la acción de los gusanos, el inexorable paso del tiempo, esa fruta mejor no tomarla, mientras que la de El Labrador, o la de Miguel de Pret, o la del propio Sánchez Cotán, está suspendida en su punto óptimo de maduración, pendiendo de cuerdas, como invitando a tomarlas, o al menos a tocarlas y que se balanceen, a jugar con la comida. Una presentación original atrae la mirada y abre el apetito.
Si hablamos de presentaciones cuidadas, hemos de referirnos a las de flores. En España, a la cabeza de la pintura de flores y floreros, una escuela muy prolífica del siglo XVII, está Juan de Arellano –a imagen y semejanza de escuela flamenca liderada por Jan Brueghel el Viejo–. Maestro de la esbeltez y de la composición, miniaturista de la botánica, Arellano es un pintor talentoso para fabricar lo vistoso, que consiste, según su receta, en una pequeña naturaleza muerta (estática) que está viva, cuya animación deviene del trabajo con los colores. En un escenario en penumbra y bajo un foco de luz ajustada, creada para el énfasis, se presenta un ramillete de flores frescas recién cortadas en un delicado y reflectante florero de cristal, lleno de agua fresca, y en la distribución armoniosa de colores brillantes no tiene rival. Es un maestro de la colocación, del arreglo floral. Un optimista.
Pero hay otra corriente en el bodegón español menos, digamos, afrutada y meliflua. Un bodegón peculiar que combina la teatralidad barroca del espacio y la luz con el aspecto más crudo de la cocina y que tendrá su desarrollo en los siglos siguientes, desde Goya, pasando por Gutiérrez Solana y Luis Fernández, hasta llegar a Antonio López. Es el bodegón de la crudeza extrema, de la naturaleza que más que muerta es necrófila. Un naturalismo gore de bodega capitaneado primero por Alejandro de Loarte –cercano al foco toledano de Sánchez Cotán, Luis Tristán y Pedro de Orrente– y más tarde por Antonio de Pereda o Mateo Cerezo. Es un bodegón que mantiene la intensidad y la hondura de su mensaje, pero notablemente menos apetitoso, que no apela a las papilas gustativas, sino a otro instinto –también muy presente en la cultura española–: Tánatos, que con su tinta bermellón escribirá las más gloriosas páginas de esa otra pintura de la España negra.
En el siglo XVIII, que es el de la luz ilustrada, el bodegón español pierde peso, influencia e intención, y queda relegado a un papel de decorativo en el ámbito cortesano. Una pintura pertinente para las costumbres cinegéticas de la España borbónica, pintura para empapelar palacios según el gusto internacional –Giuseppe Recco, Giacomo y Mariano Nani, Michel-Ange Houasse–. Se trata de naturalezas muertas (cazadas), que repiten fórmulas tradicionales del género. A pesar de ello, se practica en España otro estilo de naturaleza muerta que a mi juicio tiene mayor interés, el trampantojo, la pintura del engaño visual, muy popular en el ámbito flamenco pero inédita por estos lares, con los excepcionales ejemplos de los sevillanos Acosta y Lorente, o del levantino Vicente Victoria. Se trata de una pintura lúdica, que juega con los límites de la representación, que expone un verismo menos trascendental en el que priman los efectos especiales (en realidad espaciales). Pintura que en realidad sólo tiene un sentido: el del ojo.
La pervivencia del bodegón español «clásico» en el Siglo de las Luces la hallamos en los floreros de Paret y Espinós, o en las composiciones académicas de José López Enguídanos, obras que contienen una fuerte carga de expresividad, pero sobre todo en los bodegones de Luis Egidio Meléndez, quien revitaliza el género a la manera del Siglo de Oro con una pasmosa soltura. Meléndez es un mago, saca la fruta de la fresquera barroca un siglo y medio más tarde, y ésta conserva todas sus propiedades. Es como ese inefable sorbete de limón en mitad de los pantagruélicos banquetes nupciales, un refresco desengrasante que prepara el paladar para la siguiente toma.
Las fórmulas de Meléndez para el género –composiciones equilibradas, contraste de texturas y un primoroso realismo en los detalles–, y su enorme sensibilidad, lo hermanan con otro genio de la naturaleza muerta internacional, Jean Siméon Chardin, y con esa brillante tradición francesa gourmet decimonónica, representada por Antoine Vollon o Fantin-Latour.
Pero toda luz tiene su sombra. A comienzos del XIX se impone un nuevo gusto en el bodegón y triunfan ciertas naturalezas muertas que enfatizan el carácter mortífero y truculento del género, en Francia los miembros amputados de Géricault, en España los bodegones de cocina de Francisco de Goya. El aragonés es un continuador sui generis de la tradición barroca española, del realismo descarnado con un gran poder evocador y de la parquedad imbuida de misticismo. Algo que no pasa desapercibido para uno de los mayores admiradores de la pintura española y artífice asimismo de la mayor renovación del género en los albores del XX: Édouard Manet; afanado en los últimos años de su vida, ante la imposibilidad física de pintar obras de mayor formato, en los bodegones y floreros. Un esfuerzo final en el que es mejor, según sus propias palabras, «trepar que caer rodando».
Con las mondas de frutas del arte del pasado, los pintores de la vida moderna elaboran un compost en el que plantar los esquejes de sus audaces propuestas, para que las enredaderas y las malas hierbas se yergan sobre las ruinas. El Realismo formula algo inédito para la historia del arte, la convicción de que la vida cotidiana y los objetos del mundo moderno son los asuntos más adecuados para la pintura. Reivindica la nobleza de la fealdad, una categoría estética minusvalorada por la tradición, y el destierro definitivo de la idealización clásica. Propone la mayoría de edad de un arte inconformista y contestatario, radical.
Esos postulados revolucionarios propician el punto cero del bodegón durante las vanguardias históricas. Una naturaleza muerta que ya no es comestible, por irrealista o directamente porque su fruta es venenosa. Se abre la caja de Pandora con Cézanne, Vallotton, Derain, Van Gogh o Matisse, y sobre todo con los bodegones cubistas de Picasso y Juan Gris. El género se convierte en un campo de batalla antisistema, territorio abonado para experimentación formal. Y el bodegón, tal como se venía entendiendo, queda hecho añicos.
Pero de entre aquella ceniza, en el erial realista de la posvanguardia, germinarán, como por generación espontánea, algunas semillas en España. Como el grupo de jóvenes realistas de Madrid de los años sesenta, deudor de las tradiciones española y holandesa del XVII, pero a contracorriente del arte contemporáneo imperante; el informalismo, el expresionismo abstracto, el pop art, el arte povera o los happenings.
Uno de los puntos fuertes de la marca España –ya en tiempos del desarrollismo franquista– es el sol. La herramienta principal con la que trabajan los nuevos realistas de los sesenta, que pretenden una recuperación de la forma a través de la luz. La luz es el reloj de la naturaleza –dijo Calvo Serraller a propósito de la obra de Antonio López–, y con ella, además de madurar la fruta, se ilumina la verdad, las vicisitudes temporales que sutilmente modifican el motivo mientras éste va siendo pintado. No se trata tanto de un arte de realismo como de un arte de verdad, de pintar lo que se ve, la existencia, y lo que se presiente, lo que está debajo del motivo, la esencia, porque la verdad es una realidad física y emocional.
Es significativo que la primera obra que realiza Antonio López, con la intercesión de su tío, también pintor y también llamado Antonio López, sea un bodegón. Quizá porque éste ha sido históricamente el mejor laboratorio de experimentación para que un pintor pruebe sus capacidades en la representación matérica de los objetos, porque es el abecé iniciático de la técnica pictórica, que de hecho forma parte de la formación obligatoria en las academias artísticas desde hace varios siglos.
La relación de López con el bodegón es curiosa. Como profesor en la Escuela de Bellas Artes (curso 1965-1966) anima a sus alumnos a pintar bodegones del natural y buscar el consabido misterio en las reliquias del rastro (estufas, máquinas de coser, lavabos…) y a explorar técnicas para lograr resultados más expresivos, chorreones, gruesos empastes o quemaduras. López subvierte la canónica copia del natural de la academia, la belleza, en favor de la búsqueda de la verdad en la realidad. Como le dijo Enrique Gran a propósito de la Gran Vía con las primeras luces del día, «debes pintarla, porque es real como una enfermedad».
Estos realistas, y en concreto Antonio López, muestran un entusiasmo, e incluso urgencia, por pintar lo que no volverá a ser visto jamás, por aprehender la realidad, por detener el tiempo. El reto de la pintura realista, además de técnico, es testimonial, y hasta trascendental, pues trata de abordar algo que es elocuente, pero que no acabamos de entender. Estos realistas se apropian de los motivos que pintan, inyectan a las naturalezas muertas un hálito de vida propia. Y más que replicar la realidad, la recrean, en una especie de realidad aumentada que combina la transcripción taquigráfica del mundo físico con la pintura gestual, aquélla que revela la mano del pintor. Por eso, cada vez que alguien califica como hiperrealista a Antonio López, o a cualquiera de los realistas de Madrid, un membrillo se pudre en el mundo.
Estos realistas practican una pintura humilde que representa lo que les es cercano, como sus parientes, sus enseres o sus casas. Y lo hacen sin complejos, poniendo la fruta sobre el plato de duralex. Es un arte que ancla el motivo a una realidad reconocible y que al mismo tiempo no renuncia a su poder trascendente, sólidamente testimonial y líricamente evanescente. Pintan momentos –como hacía Vermeer–, iluminaciones, sin necesidades teóricas ni justificaciones, atrapan la experiencia de lo absolutamente momentáneo, algo que no sólo tiene que ver con la precisión fotográfica detenida (still), sino con el ánimo, que etimológicamente significa soplo, y que denota un principio vital que procede del movimiento, la respiración. Su pintura está viva.
Y toda esa expresividad, ese reflejo del presente y esa consideración del tiempo como gran tema del arte, lo encontramos en los distintos miembros del grupo, amigos desde sus años de formación en la Escuela de Bellas Artes de San Fernando (Isabel Quintanilla, Amalia Avia, los hermanos López Hernández o María Moreno). Y en los bodegones de sus contemporáneos Antonio de Casas, Teresa Duclós o Carmen Laffón, o en los posteriores de Matías Quetglas o Daniel Quintero. Una sensibilidad realista vinculada con la tradición y la espiritualidad, pero a la vez moderna y laica, un ensimismamiento en el pequeño detalle y cierto gusto por la crudeza. Una senda que se bifurca hoy en dos vías diferentes de la pintura española; por ejemplo, la realista de los hermanos Santilari y la expresionista de Miquel Barceló.
Pero existe en España otra sensibilidad bodegonista más próxima a los postulados hiperrealistas o fotorrealistas norteamericanos, un bodegón suspendido que no es tanto de bodega, sino más still life. En este grupo se hallan Claudio Bravo, Gerardo Pita o César Galicia (por citar a los presentes en la exposición). Es un realismo más frío y técnico, más real e impostado, pero definitivamente menos pictoricista. Es un portento, sí, pero tiene menos vibración. Expresa una belleza contemporánea preciosista, de objetos dispares, madejas de lana, vasijas o electrodomésticos, que conservan el arraigo de la tradición española, la luz, la rotundidad, el trasfondo y las cualidades táctiles en la representación, pero que definitivamente ha dejado de ser comestible.
Esa pintura es embustera, pretende engañarnos con una realidad embalsamada. Se trata de un artificio técnico que busca aturdir al espectador, confundirle. La subjetividad del artista está en la elección del tema, en la disposición de los elementos, pero su propósito es que la obra se presente tan objetiva como la realidad. Es, pues, un fingimiento realista, la idealización depurada a base de oficio, con pinceles minúsculos, aerógrafos, fotografías a escala, preparaciones específicas de los soportes… Hasta que la obra resultante, compuesta en última estancia por signos, sea más real que la propia realidad.
Como coda de este recetario que me ha quedado un tanto largo y prolijo, el más barroco de nuestros pintores contemporáneos, maestro del simulacro y del engaño, de la perfección en el bodegón en los tiempos de la reproductibilidad técnica: el malagueño Manuel Franquelo. En los años ochenta consigue que la pintura supere la verosimilitud fotográfica; como una reencarnación de Parrasio, con su arte de imitación puede engañar no sólo a los pájaros (al público), sino a Zeuxis y su legión de seguidores. Engañarnos a todos.
Formado como los realistas de Madrid en la Escuela de Bellas Artes de San Fernando, Franquelo ha sido capaz de timar por partida doble a Ignacio Gómez de Liaño y su avezado ojo crítico, primero con sus pinturas, y ahora, veinte años más tarde, con sus fotografías: «Cuando pregunté al artista cómo había realizado esa pintura, Franquelo me dijo, mientras me espiaba con su inquieta mirada, que se trataba de una fotografía montada sobre un bastidor de aluminio cubierto con una preparación especial de carbonato de calcio. Si antes mostraba pinturas que parecían singulares fotografías, ahora Franquelo nos muestra fotografías que se parecen a sus singulares pinturas»[1].
El malagueño es el último de una estirpe de excepcionales bodegonistas españoles, conciso y austero en sus anaqueles, como la pintura monacal de Sánchez Cotán o Zurbarán, pero, en un sentido romántico, tiene más de cirujano, de científico de laboratorio, que de pintor. Sus bodegones, fríos como las tripas de ordenador que tanto le gustan, resultan inapetentes por exactos. Es éste un sinsentido corpóreo que anuncia que ya no es posible ir más allá, que no se puede ser más realista, un callejón sin salida de la pintura de bodegón, el estragamiento final por el exceso de dulce de membrillo.
[1] http://www.galeriamarlborough.com/docs/catalogos/Franquelo-cat-completo.pdf
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