En 1829, en el célebre prefacio a su poemario Les Orientales, escribía Víctor Hugo: «nos ocupamos hoy mucho más del Oriente de lo que lo hemos hecho jamás. […] En el siglo de Luis XIV [s. XVII] éramos helenistas, ahora somos orientalistas». Cuando aún faltaban tres años para el viaje de Eugène Delacroix (1798-1863) a Marruecos y Argelia, hito fundacional del tipo más difundido de la llamada pintura orientalista, el de inspiración norteafricana, estudiar o imaginar lo que desde Occidente se había definido como el Oriente (una imprecisa noción cultural que englobaba realidades muy diversas) era ya una moda entre literatos y artistas. El orientalismo, un concepto creado por una Europa que se veía a sí misma como el culmen del progreso, conformaba entonces una corriente, quizá marginal en el desarrollo cultural del siglo XIX, pero que sentó las bases del modo europeo de percibir lo oriental que, sacudido por los vaivenes históricos que separan el presente de los tiempos de Hugo, sigue filtrándose en nuestra forma actual de mirar el mundo. Aunque hayan cambiado los conocimientos y los prejuicios.
Frente a la seducción del orientalismo de postal, consumido con avidez por los coleccionistas europeos para decorar sus residencias con sugerentes evocaciones de un mundo exótico y fascinante, de un Oriente oportunamente europeizado o «domesticado», el que protagoniza la mayor parte de los poemas de Hugo en esta obra es amenazador: se localiza en una Grecia en lucha contra el imperio otomano por su independencia, conseguida en 1830. Podemos considerar que la etiqueta orientalista, a la que muchos, como Hugo, querían apuntarse, era pues aplicable tanto por afección como por reacción, como es su caso. El gran escritor francés alude a ese oriente griego en realidad desde una perspectiva filohelenista, no «filoorientalista», compartida por la intelectualidad europea de la época, como una defensa de la cuna cultural de un Occidente deseoso de empujar hacia el este la frontera con el oriente otomano. El Reino Unido, Francia y Rusia, principalmente, se embarcaron o apoyaron guerras contra la Sublime Puerta en diversos territorios del Mediterráneo oriental y de los Balcanes (Serbia, Rumanía, Egipto, Grecia, Crimea…), en un largo proceso que se ha denominado, elocuentemente, la «Cuestión de Oriente» y que, iniciado a finales del siglo XVIII, fue provocando el debilitamiento del imperio otomano hasta su fin con la proclamación de la República Turca en 1923. De la Grecia en guerra evocada por Hugo no surgen imágenes de exotismo y oropel orientalista sino una defensa enardecida de lo europeo y sus valores, y una denuncia de la brutalidad del enemigo oriental.
En este mismo espíritu filohelenista, unos pocos años antes, en 1824, Delacroix había presentado en el Salón de París una imponente pintura, Escenas de las masacres de Quíos (Museo del Louvre), uno de los episodios más cruentos de la guerra de independencia griega. El cuadro podría parecer el reverso dramático de las obras inspiradas por su periplo norteafricano de 1832, como la conocida Mujeres de Argel en su apartamento (1834, Museo del Louvre). El apacible interior doméstico, seguramente de una casa judía, adornado con infinidad de detalles «orientales», que se retrata en esta pintura de costumbres nada tiene que ver con aquel cuadro de historia que recrea, con una gran carga de efectismo romántico, un acontecimiento contemporáneo, destacando en primer término a la población vencida de la isla de Quíos, masacrada o sometida a la esclavitud por los otomanos. Dos aproximaciones muy diferentes a Oriente se confrontan, pues, en estas obras de Delacroix. La mirada es la misma, la de un europeo hijo de su cultura y de su tiempo, pero cambia la lente con que se observa e interpreta: desde la superioridad de la conquista territorial y la curiosidad paternalista por lo exótico y desconocido, en el caso del norte de África, y desde la humillación de la derrota y el sentimiento de amenaza a los valores occidentales, en el de Quíos.
Es importante destacar, en todo caso, lo que de puesta en escena tienen obras como ésta, sin pretender con ello restar un ápice de valor a su intencionalidad, su novedad, su éxito, su relevancia en la historia del arte francés y europeo y su extraordinaria calidad. Pues ese carácter artificioso es una de las características, o debilidades, principales de la pintura orientalista. No se trata, en efecto, de un testimonio de guerra, de un hecho documentado sobre el terreno por un corresponsal interesado por la situación oriental, puesto que Delacroix no lo había presenciado. Como probablemente tampoco habría entrado, pese a lo que han sugerido fuentes posteriores, en un serrallo musulmán, de acceso vedado a los hombres cristianos y que ningún occidental había siquiera vislumbrado (en su caso hubo de ser más bien una invitación al espacio privado de una vivienda judía). Quíos es, por tanto, más un manifiesto visual, de gran carga emocional, de la relación compleja que Europa mantuvo con lo que de una manera muy genérica se entendía por Oriente. Más que un espacio geográfico de coordenadas claras, el término identificaba un vasto concepto, definido por oposición a Occidente, a la vieja, «civilizada» y cristiana Europa, y que abarcaba el mundo «bárbaro» y musulmán del norte de África, los Balcanes y el resto del mundo al este de Turquía, hasta el, si cabe, más misterioso y desconocido Lejano Oriente. El mapa orientalista incluía también a España, porque nuestro país, decía Hugo, «es aún Oriente; España es medio africana».
El cuadro de Quíos representa, en realidad, lo que podríamos llamar «antiorientalismo» pues, desde un punto de vista claramente europeísta, busca, con su retórica visual, la identificación del espectador con el sufrimiento de aquellos cristianos sometidos por el enemigo oriental, que simbolizan en su dolor la derrota, a manos de Oriente, de los valores occidentales que Grecia encarnaba desde la Antigüedad. De forma más simbólica, por medio de una figura alegórica, el propio Delacroix mostró a Grecia lamentándose de su destino sobre las ruinas de Missolonghi (otro de los terribles capítulos de la guerra griega) ante la orgullosa figura de un «oriental» caracterizado con un repertorio de todos los elementos y lugares comunes que permiten, a ojos de un occidental, identificarlo como tal (Musée des Beaux-Arts de Bordeaux), sin necesidad de buscar más precisión de origen. Grecia, como símbolo de Europa, sucumbía entonces ante Oriente y en Missolonghi perdía la vida prematuramente, en 1824, el poeta Lord Byron, víctima de unas fiebres que le impidieron luchar, como era su deseo, para defender al epítome de Occidente, convirtiéndose él mismo, con su muerte en tan romántico escenario, en todo un símbolo de aquella pérdida.
Ese Oriente fiero, salvaje, amenazador, que había venido del este con la expansión del imperio otomano y contra el que se luchaba en nombre de Occidente, sus valores y su pretendida superioridad (cultural y moral), se transformó pronto, en la pintura orientalista norteafricana, en todo un universo fascinante y evocador. Pasó así a ser un espacio de evasión y fantasía para la burguesía, amable y embriagador, que permitía disfrutar a los aficionados a este género artístico, sin salir de casa, de zocos, harenes, arcos de herradura, pintorescas callejuelas, vendedores de alfombras, encantadores de serpientes e incluso de indolentes guerreros ataviados con toda la parafernalia propia de su supuesta procedencia. Al compás de la colonización «civilizadora» francesa en el Magreb, los pinceles del arte europeo también habían logrado domeñar el Oriente, adaptándolo a sus prejuicios, apriorismos y a eso que hoy llamaríamos su zona de confort. Tocaba pues empezar a gozar, despreocupadamente, de sus bellezas y singularidades.
Como anticipábamos, unos años después de pintar la masacre de Quíos, en 1832, Eugène Delacroix viajó por primera y única vez a Marruecos y Argelia, en el séquito del conde de Mornay, enviado en embajada ante el sultán alauita Abd-ar-Rahmán ibn Hisham para limar hostilidades tras la reciente conquista francesa de Argel (1830), donde Marruecos también tenía intereses. En los seis meses que permaneció en el norte de África, entre enero y julio, Delacroix visitó Tánger, Mequinez y, ya en su retorno, Argel. Esta estancia marcó de manera decisiva su pintura y se puede considerar también clave para el género orientalista francés. Los cuadernos de viaje, llenos de notas y dibujos, su diario y su correspondencia dan abrumadora cuenta de la importancia de lo vivido por el pintor y de su fascinación por un mundo desconocido que pudo atisbar más allá de la estricta vigilancia de la delegación diplomática de la que formaba parte, asomándose, puede que fugazmente, a interiores de viviendas tradicionales o a las callejuelas de las medinas, retratando furtivamente a sus habitantes, asistiendo a unos pocos rituales de la vida local y viajando por rutas a caballo entre ciudades con su comitiva.
Los rápidos bocetos y acuarelas que realiza en estos meses revelan a un artista en la intimidad, liberado del rigor de la gran pintura de caballete y de las exigencias del ampuloso estilo romántico que desplegará en sus cuadros. Pero, sobre todo, capturan lo que para él fue, en ese momento concreto, un Oriente real, visto de primera mano, una experiencia inmediata y personal. Delacroix, nacido (casualmente) el mismo año en que Napoleón inició su fallida conquista de Egipto, encarnaba en 1832 el ejemplo perfecto del artista europeo que, cargado con su bagaje previo de un Oriente imaginado, descubre in situ un país, unas culturas y unas gentes que observa y registra con curiosidad y fascinación. No será, sin embargo, hasta su regreso a Francia cuando se convierta en un verdadero orientalista, explotando durante largos años los temas inspirados en su viaje norteafricano. Con ellos construirá su propio relato occidentalizado de aquel Oriente que para sus contemporáneos tenía la forma, que las obras de pintores como Delacroix les confirmaban, de los suntuosos harenes, de sultanes vestidos con ricas túnicas, de carreras de la pólvora o de guerreros ataviados para la batalla y acompañados por sus corceles, un tema éste que a partir de la obra del propio Delacroix se bautizó como «fantasía». El término no puede ser más ilustrativo, el Oriente había vuelto al punto de inicio, al de la ficción, a ser algo inventado y construido.
Como complemento a lo que su pintura muestra, diez años después de su regreso, Delacroix compiló los recuerdos de su viaje a Marruecos en un texto que no llegó a publicarse. El relato orientalista había ya europeizado por completo todo lo visto, que evocaba entonces como una revelación de una «antigüedad viva», de un encuentro con la Grecia y la Roma clásica en tierras marroquíes. De la imaginación a la realidad y de ésta a la reconstrucción, ese fue el viaje del pintor francés al orientalismo y que podemos considerar completo, perfecto y coherente con lo que significaba ese concepto en el siglo XIX. Pues no fueron pocos los que se saltaron la fase de la realidad que, en descargo de quienes, como Delacroix, sí la vivieron, diremos que, al menos temporalmente, les transformó de orientalistas en inquietos viajeros deseosos de ampliar sus cómodos horizontes culturales.
El periplo por ese sur de Europa tan oriental incluyó para Delacroix, como no podía ser de otra manera según un hipotético manual del perfecto orientalista, una breve visita a Andalucía, continuación natural del Oriente norteafricano, o puerta de éste para quienes comenzaban su viaje en sentido inverso. Los ecos del pasado árabe que resonaban en monumentos como la Alhambra de Granada o los Alcázares sevillanos excitaron la imaginación de literatos y pintores, viajeros por este Oriente tan próximo, accesible y asequible. Incluso servía en sí mismo con escenario orientalista, sin necesidad de cruzar a la otra orilla del Mediterráneo. «J’ai retrouvé en Espagne tout ce que j’avais laissé chez les Maures», escribiría Delacroix, tras su paso de unos días por Sevilla y Cádiz. No hacía falta buscar más.
Pese a tener muy a la mano dónde desplegar su Oriente propio, los pintores españoles también se aventuraron más al sur, sobre todo a Marruecos, un territorio con el que España había estado históricamente en conflicto. El orientalismo fue entre nosotros una moda extranjera, importada de Francia, con características comunes y también su propia idiosincrasia. En un país con un rechazo histórico al «moro» y al propio pasado árabe, los intentos de expansión en el norte de África conjugaron lo patriótico y la colonización. La Guerra de África, en 1859-1860, que motiva el primer viaje de Mariano Fortuny a Tetuán, como corresponsal de guerra de la Diputación de Barcelona, fue más una cortina de humo para ocultar los problemas de la política interior de O’Donell, que un intento de dominar el Oriente a la francesa. Si es evidente que lo que se ha dado en llamar orientalismo en pintura es, sobre todo, una determinada estética, en España es quizá más acusado por esa diferente relación con los territorios «orientales».
Aun así, como toda moda, tuvo sus adeptos: la lista de orientalistas es larga, su pintura gozó de éxito comercial, sobre todo en el extranjero, y contamos con un representante conspicuo del género, incluso a nivel internacional, el reusense Mariano Fortuny y Marsal (1838-1874), figura capital de la pintura decimonónica española y artista de extraordinario talento a quien siguieron, imitaron y copiaron muchos orientalistas. Al igual que Delacroix, Fortuny se convirtió al orientalismo tras su paso por el norte de África. En este caso, no constan en su pintura ejemplos de temáticas inspiradas por lo oriental antes de su primer viaje a Marruecos que realizó con veintidós años (Delacroix con treinta y cuatro), siendo un joven pensionado de la Diputación de Barcelona en Roma.
Fue esta misma institución la que, en 1860, le contrató como una especie de reportero gráfico que debía hacer acopio de imágenes (en dibujos y apuntes, entiéndase), sobre el terreno, de las gestas acometidas por el batallón de voluntarios que la Diputación había sufragado y que iba a combatir a las órdenes del general Prim en la Guerra de África. El objetivo del trabajo de documentación in situ era «consignar al lienzo los acontecimientos más memorables de la gigantesca lucha que la Nación sostiene en desagravio de su honor ultrajado por los Marruecos». Es decir, componer, como así se comprometió el artista, cuatro cuadros de gran formato y seis medianos, de pintura de historia que la Diputación esperaba seguramente adornados de una épica romántica que comenzaba a estar trasnochada y que, desde luego, no encajaba en absoluto con el gusto de Fortuny. De los intereses del comitente es buena prueba el ejemplo que se invocó como referente para Fortuny (cuyas obras fue a ver a París), el pintor Horace Vernet, contemporáneo de Delacroix, y que había llevado al lienzo las gestas francesas en la conquista de Argelia. Para hacernos una idea del modelo citado, podemos destacar una obra gigantesca, La toma de Smalah de Abd-el-Kader por el duque de Aumale, pintada por Vernet en un lienzo de casi veintidós metros de largo, presentado en 1845 y que el artista compuso tras haber sido testigo de la batalla, en 1843. A Fortuny el encargo acabaría pesándole como una losa y a su muerte, catorce años después del acuerdo con la Diputación, dejó inacabado el único de los lienzos que había comenzado sobre el tema, La batalla de Tetuán (MNAC).
Aunque no para cumplir con lo pactado, el viaje a Marruecos sirvió a Fortuny para tomar contacto directo con un Oriente que, como le había ocurrido a Delacroix, transformaría su pintura. Su primera estancia en Tetuán se prolongó entre el 12 de febrero y el 23 de abril de 1860 y en ella realizó numerosos bocetos y apuntes de paisajes, de los participantes en las batallas, los campamentos de la tropa, de los episodios bélicos que presenció, como la batalla de Wad-Ras; notas que habrían de ser la base para los cuadros encargados. Uno de los pocos resultados más allá de estos dibujos y acuarelas son el óleo sobre Wad-Ras (Museo del Prado) que probablemente no era más que un estudio preliminar de una pintura de gran formato no ejecutado, y el Paisaje norteafricano del Museo Carmen Thyssen Málaga, igualmente un paso previo para otra obra mayor no realizada. Pero ya en este viaje, Fortuny se presenta como un artista singular: descubrimos en él a un extraordinario paisajista y al pintor de costumbres que será en los años inmediatos, que se adentra intramuros, en las callejuelas de la medina de Tetuán y retrata a la población local. Y cae rendido ante la luz norteafricana que deslumbra en sus acuarelas pintadas in situ, donde el uso del blanco es de una modernidad inusitada en su tiempo, y que determinará la pincelada suelta y vibrante de sus obras de madurez en los años 60 y 70.
A diferencia de Delacroix, Fortuny regresó a Marruecos, en dos ocasiones más: entre septiembre y diciembre de 1862, con la excusa de continuar documentándose para el encargo de la Diputación, y en octubre de 1871, en compañía de sus amigos pintores Bernardo Ferrándiz y Josep Tapiró. Su segunda estancia le permitió pasar unos días en Tánger, donde encontró nuevos motivos para dibujos y acuarelas y para las pinturas realizadas en su estudio en los años siguientes. Fueron sobre todo los dos viajes de los años 60 los que hicieron de él un orientalista. Lo visto y anotado se transformó en su taller romano en la construcción de su propio Oriente. Incluso en una fecha tan cercana al viaje, en 1862 pinta una Odalisca (MNAC) claramente influenciada por los modelos de lo oriental imaginado en la pintura europea anterior. Como había hecho Delacroix, la experiencia directa se convirtió en relato, en una «fantasía árabe», como él mismo tituló varias de sus pinturas. Vendedores callejeros, corridas de la pólvora, coloridos festejos populares y escenas similares, plagadas de detalles «orientales» en indumentarias, decoraciones, arquitecturas, rostros étnicos, etc., conforman el repertorio de estereotipos que, siguiendo las normas no escritas del orientalismo, requerían este tipo de obras. Fortuny fue además coleccionista de antigüedades y su estudio romano bien podía servir de escenario para este orientalismo de salón y de puesta en escena artificiosa.
Por supuesto, Fortuny también pasó por Andalucía, residiendo en Granada entre 1870 y 1872, donde se instaló cerca de la inexcusable Alhambra, recibió la visita de numerosos artistas y amigos, fascinados también por la corriente orientalista, y pintó nuevas fantasías orientales e historicistas, inspiradas por los arcanos misterios de los antiguos moradores de los palacios nazaríes. En su periplo orientalista, Granada fue un complemento, pues en aquella fecha, Fortuny encarnaba ya, como lo había hecho Delacroix en su momento, al perfecto intérprete del Oriente soñado por Occidente. Les invito a descubrir su fantasía árabe en el Museo Carmen Thyssen Málaga, hasta el 1 de marzo, y a disfrutar sin prejuicios de una pintura que los tuvo todos pero que sigue fascinando la mirada más de un siglo y medio después. Será porque, en el fondo, no hemos dejado de ser orientalistas.