«Sus escenas de circo hacen pensar a veces en Goya; la mayoría de las veces son únicas y de personalidad angustiosa». Con estas palabras comentaba el crítico André Salmon las obras presentadas al Salón de los Independientes de marzo de 1909 por el pintor español Pablo (o Pau) Roig (1879-1955). Residente en París desde febrero de 1901 y durante más de cuarenta años, Roig fue un artista camaleónico, o así nos lo muestran sus obras, que «hacen pensar» en Toulouse-Lautrec, en Degas, Anglada-Camarasa, Nonell, Sunyer, Cézanne ya en fechas más tardías… Viendo sus pinturas y sus dibujos lo que sorprende no es la cercanía a los estilos, dispares entre sí, de estos artistas, sino la facilidad de cambiar de lenguaje de unas obras a otras, de transitar por varias de las numerosas opciones creativas que convivieron en la modernidad parisina del siglo XX, y de enmascarase en cada cuadro, de convertir «un roig» en «un lautrec», «un degas»…
Entre los parecidos razonables de Roig el que ahora nos atañe se encuentra en una serie de veinte litografías con temas de circo que el célebre editor Edmond Sagot le publicó en París en 1907. Un solo vistazo sirve para contemplar la extraordinaria similitud de estas láminas con las del álbum Au cirque de Toulouse-Lautrec, editado en 1905 y 1931 a partir de treinta y nueve dibujos realizados por éste durante su confinamiento temporal en una clínica de desintoxicación (como diríamos hoy), en Neuilly en 1899 y que exponemos hasta el 13 de septiembre en la Sala Noble.
Trapecistas, equilibristas, el famoso payaso Foottit con su flequillo tieso, domadores con sus animales y ecuyères (acróbatas a caballo) ensayan o hacen sus rutinas ante las mismas gradas vacías desde las que Lautrec había observado los espectáculos del Nouveau Cirque o del circo Medrano y a sus protagonistas. Como si la serie de Lautrec se hubiera quedado corta y Roig le hubiera añadido algunas escenas más. Porque no son una copia, ni una falsificación, son un «complemento», con su propia firma, sus trazos (menos espontáneos y nerviosos que los de Lautrec), sus imágenes que no repiten las de su referente y su, en definitiva, personalidad propia.
Decía el famoso falsificador Elmyr de Hory en la inquietante película documental F for Fake de Orson Wells (1973) que no había nada de malo en completar la obra de, pongamos por caso, Modigliani, fallecido en plena juventud y cuya producción no pudo ser, por mor de las circunstancias, muy amplia. O en mejorarla: «en mis buenos días pinté matisses que son sin duda mejores que los que pintó el propio Matisse en sus malos días». Su labor al «crear» nuevos modiglianis o matisses, en su caso indistinguibles de los originales incluso para los ojos más avezados, era pues «enriquecer» los catálogos de los pintores. No es esa la intención de Roig, evidentemente. No hay afán de suplantar el original, de hacer pasar un roig por un lautrec, ni de copiar. Pero no deja de resultar tentador ver en las láminas del pintor español, editadas también a partir de dibujos, un deseo «imitar», de ampliar el álbum lautrequiano y de medirse con el maestro de la bohemia del fin-de-siècle, del mejor publicista de la noche y los entretenimientos del Montmartre en el que tantos artistas se empaparon de la vanguardia nacida en los fascinantes barrios bajos de la meca artística europea.
De Roig se saben pocas cosas: nacido en Premià de Mar, fue alumno de la Lonja en Barcelona, miembro del círculo de pintores de San Lluc, ilustrador de prensa española y francesa, habitual de las exposiciones de los salones parisinos, habitante del Montparnasse de los artistas (en cuya iglesia de Notre-Dame-des-Champs se casó en abril de 1918 con una tal Marie Watremez), amante de una modelo de Renoir, y en París mantuvo amistad con muchos de los compatriotas catalanes que pasaron por la ciudad en busca de inspiración y fortuna.
Fue uno más de tantos integrantes de lo que sin duda constituyó una verdadera marea de españoles que, procedente mayoritariamente de Barcelona y el País Vasco, desde la década de 1890 fluyó por las calles parisinas, sus galerías, exposiciones, cafés, tertulias y espectáculos y recogió, a partes desiguales, éxitos y miserias, reconocimiento y fracaso, popularidad y anonimato. En las sucesivas oleadas que llevaron a la Ville Lumière a grandes protagonistas del arte internacional del siglo XX como Picasso, Juan Gris, Miró y Dalí, la de Roig coincidió con el traslado temporal, más o menos prolongado, de pintores catalanes como Casas, Rusiñol, Sunyer, Nonell, Canals, Anglada-Camarasa, Pichot o Gosé, y vascos, como Durrio, Uranga, Zuloaga o Iturrino.
Entre los estilos artísticos del fin de siglo y las primeras vanguardias, del postimpresionismo al modernismo, hubo quienes alcanzaron una notable reputación entre la crítica artística parisina, contaron con marchantes que pusieron de moda las escenas de ambientación española (las llamadas spagnolades), publicaron dibujos en las principales revistas ilustradas de la época y vivieron en primera persona la experiencia de la modernidad que, con mayor o menor intensidad y acierto, incorporaron a su producción. A su vuelta a España, algunos se convirtieron en ejemplo para otros compañeros de profesión que seguirían sus pasos rumbo a Francia o que, sin salir de su tierra, tuvieron así contacto, aunque fuera de segunda mano, con las novedades internacionales del momento.
Pero incluso ante una ausencia absoluta de datos biográficos, sus obras resultarían elocuentes del ambiente artístico que frecuentó, los contactos que entabló, los artistas que le impactaron y de su personal opción por un arte «a la manera de», donde es difícil ver al verdadero Pau Roig, camuflado por decisión propia (o por indecisión creativa o exigencias alimenticias) bajo la apariencia de otros.
Entre las pinturas mencionadas por los poquísimos especialistas que han dedicado su atención al artista y las que han comparecido en subastas hay algunos ejemplos de su conocimiento e interés por el arte de Toulouse-Lautrec y su universo de circos y cabarés. Con obras de estos asuntos se presentó en varias ocasiones a los salones parisinos, como en el caso reseñado por André Salmon, y a otras exposiciones, como el salón de la Libre Esthétique de Bruselas. En una carta del 25 de enero de 1903 a su organizador, Octave Maus, Roig le informó sobre su intención de enviarle varias acuarelas, como una mujer con boa (Lautrec había pintado también una), una cantante, un amigo de una cantante…
La serie de litografías de circo partió de dibujos realizados en 1906 y se hizo una tirada de unos ciento veinte ejemplares por parte de Edmond Sagot, editor de otros artistas catalanes y de más grabados, de otras temáticas, del propio Roig.
Casualidad o no, los temas circenses no solo eran una moda en París, en el entorno de Lautrec, sino que a su alrededor se tejieron unas curiosas redes de las que formó parte Roig. Por citar solo algunos datos, el hermano de Sagot, Clovis, había sido, al parecer, payaso del circo Medrano antes de convertirse en marchante de arte, socio de su hermano primero y desde 1903 por su cuenta; «casi un usurero», en opinión de Picasso, que compraba obras a artistas necesitados de efectivo, que representó al cubismo antes de Kahnweiler y que vendió a los grandes coleccionistas de su tiempo (los Stein, el ruso Sergei Shchukin, etc.).
Por otro lado, tanto el Cirque Nouveau, frecuentado por Lautrec y, probablemente por el propio Roig, y a cuyos artistas vemos en los dibujos de ambos, como el Moulin Rouge, habían sido fundados por el catalán Josep Oller, en 1886 y 1889 respectivamente. En el hall del primero expuso Lautrec un gran lienzo, Au cirque Fernando, que sin duda hubo de ver Roig.
Aunque Toulouse-Lautrec falleció en 1901, el mismo año de la llegada de Roig a París, su arte, novedoso y controvertido en el ambiente del postimpresionismo y el camino hacia la modernidad, era visible en las calles de París, con sus célebres carteles, y se había convertido en un referente del retrato de la vida urbana moderna. En 1905, la Maison Goupil, especialista en la edición de estampas, publicó la primera parte de la serie Au cirque, a instancias de Maurice Joyant, amigo fiel y albacea testamentario de Lautrec. Al año siguiente Roig hacía ya los dibujos que, en 1907 se convertirían en una peculiar continuación de las veintidós estampas del francés, en la edición de Edmond Sagot. Un álbum, el de Roig, que es hoy una sorprendente rareza y, sin duda, todo un homenaje a los sueños circenses que alimentaron el crepúsculo creativo del maestro Henri de Toulouse-Lautrec.