Viajar desde el sofá (o el museo)

Viajar desde un butacón de nuestro salón no es un placer moderno que le debamos a la invención de los canales temáticos de televisión. En realidad, los antecedentes de esta gozosa práctica del turismo mental se remontan a la antigüedad, en la que podemos citar como ejemplo la celebérrima Descripción de Grecia de Pausanias, del siglo II de nuestra era, que se ha venido considerando la primera guía de viajes de la historia, en la que su autor acumula noticias de monumentos, datos históricos, descripciones, leyendas y anécdotas que convierten las páginas de su periplo en una experiencia extraordinaria, incluso para un lector contemporáneo.

Como ocurre con tantos otros legados del pasado, el paso del tiempo ha convertido este tipo de publicaciones en fuentes que los especialistas rastrean en busca de testimonios históricos, artísticos, culturales, sociales, lingüísticos, y han perdido en gran medida, a nuestros ojos, ese papel de ventana literaria abierta a un mundo por conocer que tenían en su época. Porque, ¿qué otro sentido tiene una guía de viajes más que invitarnos a vagar a través de sus páginas por lugares desconocidos, a querer ver eso que el privilegiado viajero escritor ha visto y, si decidimos hacerlo, servirnos de sus informaciones y consejos como orientación para transitar sus mismos caminos?

De entre los muchos textos de este apasionante género, a medio camino entre el ensayo literario y la evocación de una aventura personal, les propongo aquí adentrarse en el Voyage en Espagne (Viaje a España) del hispanista, hispanófilo, coleccionista y erudito francés Jean-Charles Davillier (1823-1883) que su compañero de viaje, Gustave Doré (1832-1883), ilustró con más de trescientos dibujos de gran calidad y belleza.

Nadar, Gustave Doré joven, 1856-1858
Retrato de J. Ch. Davillier

Como en el lejano caso de Pausanias y en el de tantos otros viajeros de otras épocas, la publicación no se debe considerar el resultado de un único viaje sino de numerosas estancias, a lo largo de varios años (así, Davillier había estado nueve veces en España antes de hacerlo con Doré) y, también, de un proceso de recopilación de datos en fuentes previas (otras guías de viajeros o compiladores anteriores, libros de historia, literatura…), de lo visto y lo leído, de lo recordado y lo «usurpado» a otros viajeros y escritores que a su vez hicieron lo mismo con sus predecesores. Es, en definitiva, un punto más de una cadena de trasmisión de información sobre un lugar, que acumula historia y leyenda, verismo y exageración, realismo y romanticismo y que proporciona hoy una imagen no pocas veces estereotipada, pero que sigue sorprendiendo por la riqueza de la información recogida, aunque no se trate de un magno periplo enciclopédico por nuestra tierra, como el Viaje de España de Antonio Ponz (segunda mitad del siglo XVIII), compañero de fatigas durante algunos años de quien estas líneas escribe.

El relato del viaje de Davillier y Doré se publicó por entregas en una revista de la editorial parisina Hachette (que había comisionado el «reportaje»), Le tour du monde. Nouveau journal des voyages, entre 1862 y 1873, recopilándose en 1874 en un solo volumen, L’Espagne, que pronto fue traducido a varias lenguas y que sigue siendo hoy objeto de reediciones.

En el primero de los artículos, en julio de 1862, evoca Davillier el origen de su viaje: «Desde hacía mucho tiempo mi viejo amigo Doré me hablaba de su deseo de ver España. Al principio no era más que un vago proyecto, descuidadamente lanzado al aire entre dos caladas de cigarro, pero pronto fue una idea fija, uno de esos sueños que no dejan descanso al espíritu. Le debía a Doré el acompañarle en este viaje, cien veces le había dicho que él era el pintor que debía darnos a conocer España, pero la España verdadera».

Comienzo de la publicación por entregas del Voyage en Espagne, julio 1862

Amantes de lo español y buenos conocedores de las numerosas guías y descripciones de España que circulaban entonces entre los lectores franceses, marcadas por una consideración del país como exótico, misterioso y diferente, Davillier y Doré se proponían ofrecer una visión de la España «real». Su intención no era solo la típica bravuconada del extranjero que espera aprehender la esencia de un país en una breve estancia; en el momento en que se escriben esas palabras era toda una declaración de intenciones. Suponía una mentalidad moderna, alejada del romanticismo que aún pervivía entre buen número de literatos y artistas europeos, y un paso hacia el naturalismo que presidirá ambas disciplinas en la segunda mitad del siglo XIX. Davillier hablaba español, escribió libros sobre arte español (que también coleccionaba) y fue amigo, entre otros, del pintor Mariano Fortuny. Y a ambos les fascinaban el país y su cultura. Además, Doré quería ilustrar el Quijote y el viaje le proporcionaría inspiración para esta empresa que completaría en 1863.

Podemos, pues, presumir que tenían un bagaje diferente al de los turistas románticos, seducidos por las leyendas y el «exotismo» del pasado árabe de lo que casi parecía el último confín de Europa, un territorio en los márgenes de las guías de viajes que habían orientado a los turistas del Grand Tour y que recorrían las cunas de la civilización europea (Italia especialmente).

En los libros del período romántico el viaje a España aparece casi como una odisea, que llevaba inevitablemente a los lectores a imaginar, desde su cómodo sofá, posadas de mala muerte, caminos plagados de asaltantes, medios de transporte incómodos, gentes sin civilizar, monumentos en ruinas, fiestas permanentes, gitanos a tutiplén, y un sinfín de peligros y curiosidades que hacían a más de uno desear vivir su aventura «romántica» española. Washington Irving, por ejemplo, emprendió en 1829 camino de Sevilla a Granada pensando (y quizá deseando, para luego poder contarlo) que en cualquier momento le iban «a dar el palo». Era parte del encanto del país y la literatura de la época abunda en esos tópicos. Sin embargo, Davillier y Doré ya no daban crédito a tales advertencias, sabedores de que la realidad era bien distinta, de que la España que ellos conocieron avanzaba y se modernizaba paulatinamente, aspirando a una revolución industrial que algunos de los vecinos europeos ya estaban viviendo y que estaba cambiando para siempre el mundo conocido.

Tras su paso por tierras españolas, el propósito inicial quedó plasmado en la extensa documentación histórica y en las descripciones que se recogen en los textos de Davillier. Pero el embrujo del typical Spanish, sobre todo en Andalucía, les acabó embaucando y, aunque fuera desde el escepticismo, la curiosidad antropológica o la simple anécdota, todo el universo romántico de bandoleros, bailes, vendedores ambulantes, costumbres autóctonas y monumentos subyugantes, comparece en las páginas de Davillier y en las hermosas ilustraciones de Doré.

Carta de Doré y Davillier al editor Templier, enviada desde León, 1871

Quizá fueron los últimos viajeros románticos por España, pero no los últimos que, conscientes de que había llegado el momento de que el país fuera visto con otros ojos, no pudieron evitar fijar su atención en todo aquello que de diferente se encontraron y que, como buenos corresponsales, no podían dejar de enseñar y contar a sus lectores, ya fuera a través de sus propios testimonios o «inspirándose» en los de otros. Las fotografías de la colección Fernández Rivero que complementan nuestra exposición Gustave Doré, viajero por Andalucía (que muestra cuarenta xilografías de las etapas andaluzas de este viaje, prestadas por la Universidad de Cantabria) ejemplifican ese uso de fuentes ajenas para componer o completar los apuntes o recuerdos propios. Estos recursos y el método de trabajo para preparar los artículos y dibujos de su periplo español presentan a Davillier y Doré como hijos de su tiempo, y les honran, asimismo, por la riqueza, variedad, pertinencia y actualidad de sus referencias.

Francisco Leygonier, Sevilla, Gran Patio del Alcázar, c. 1860, Colección Fernández Rivero
Doré, Gran patio del Alcázar de Sevilla, 1866

Ver las imágenes de nuestra pequeña exposición ofrece solo una parte de la experiencia; hay que leer los escritos que éstas ilustran para disfrutar de la verdadera dimensión del viaje, para entrar con nuestros guías boquiabiertos y sobrecogidos en la Alhambra o en la mezquita de Córdoba, para cruzar Sierra Nevada entre vertiginosos acantilados, para escuchar los gritos de los vendedores ambulantes de pescado en las calles de Málaga, o sentir el bullicioso rumor de la animada vida callejera de Cádiz.

Les dejo un aperitivo de referencias variopintas (históricas, anecdóticas, apreciaciones personales, observaciones de la vida cotidiana). Pasen y viajen.

Granada: «Como estábamos impacientes por ir a Granada, nos pusimos, tras unos instantes de reposo en la posada, a recorrer la ciudad para buscar un vehículo. Hacía un calor verdaderamente tropical. Después de muchas vueltas y revueltas nos fue imposible encontrar una sola tienda abierta. Era la hora del fuego. Así se llama en Andalucía a ese momento, cuando cada cual se retira a sus casas para echarse la siesta. La vida parece suspendida y las ciudades quedan tan desiertas como si fuera media noche».

Entrada a la Alhambra por la calle de los Gomeles (sic), 1864
Patio de los Leones, de la Alhambra, 1864

«En una de las salas de la Alhambra vimos cierto día un inglés que se divertía arrancando azulejos de cerámica del muro, y que no se turbó por nuestra llegada, como si estuviera haciendo la cosa más natural del mundo. Este rival de Lord Elgin parecía tener gran práctica en este trabajo que ejecutaba con mucha destreza mediante un cincel y un martillito de bolsillo. Doré interrumpió su croquis para consignar en su álbum aquella pequeña escena de vandalismo que vimos repetirse muchas veces».

Arcada morisca, Alcázar de Sevilla, 1866

Alcázar de Sevilla: «Si la Alhambra no existiera, el Alcázar de Sevilla sería ciertamente el monumento moro más maravilloso de toda España. Se ha dicho a menudo que el turista debe visitar el Alcázar solo después de haber visto la Alhambra. No creemos que esto no tiene importancia: cada uno de los dos monumentos se distingue por bellezas y méritos particulares».

Interior de la mezquita de Córdoba, 1867

Mezquita de Córdoba: «Es imposible describir la impresión que se experimenta cuando se entra por primera vez en la mezquita de Córdoba. Las innumerables columnas que soportan la bóveda del templo forman, entrecruzándose como los árboles de un bosque, lejanas perspectivas que cambian a medida que uno penetra más hacia el interior. La penumbra, que allí reina como en todas las iglesias españolas, añade un nuevo encanto a la poesía de estas avenidas de mármol».

Cádiz, 1865

Cádiz: «Hay pocas ciudades en España que sean tan vivas y animadas como Cádiz. Al atardecer, dando algunas vueltas por la alameda, puede uno convencerse de que sigue siendo la Jocosa Gades de antaño. Hay que leer a Marcial para hacerse una idea de lo que fue esta ciudad en la época romana…».

Málaga: «Las calles de Málaga han conservado, en ciertos barrios, su antiguo aspecto, y son todavía estrechas y tortuosas. Muchas casas tienen, como las de Granada, un patio descubierto, rodeado de arcadas y adornado con plátanos, naranjos y otras plantas, en medio de las cuales surge el delgado hilillo de un surtidor. En el patio se acogen durante los grandes calores y en él tienen lugar durante las hermosas tardes del verano las tertulias, reuniones en las que se bailan a veces algunos pasos andaluces».

Málaga, la catedral y el puerto, 1865
Una serenata en Córdoba, 1867

Cortejo: «Este ejercicio favorito de los novios españoles se designa con la singular expresión de pelar la pava, y los novios se llaman peladores de pava. No se está de acuerdo sobre el origen de esta expresión, más pintoresca que poética, que se aplica muy particularmente a los novios que hacen la corte. Emplean también otra expresión que pinta maravillosamente la actitud del hombre cuya cabeza se inclina hacia los barrotes de una ventana. A esto llaman comer hierro o mascar hierro».

Cofrades acompañando el paso, 1866

Semana Santa: «Un amigo nos había ofrecido sitio en un balcón situado en la calle de Génova, esquina a la Plaza de la Constitución. Nos apresuramos a aceptarlo, pues no hay otro sitio mejor para ver las procesiones religiosas de Sevilla».

Contrabandista de Ronda y su maja, 1865

Bandoleros: «José María era de Ronda. Se le había apodado Tempranillo porque siempre le gustaba “trabajar” muy de mañana. Se dice que le gustaba distribuir entre los desgraciados lo que había robado a los ricos. Igual que la mayor parte de los bandoleros, tenía su querida, una jembra morena, hija de la Serranía de Ronda».

Un relevo en Jaén, 1865

Para terminar, me quedo con este comentario, uno de mis preferidos en el libro: «Llegamos a Jaén con las primeras luces del sol. Las calles y las plazas estaban silenciosas y desiertas. Cuando decimos desiertas decimos mal, pues junto a las casas, numerosos grupos de durmientes se dibujaban acá y allá, sobre el pavimento, como grandes manchas oscuras. Esta costumbre de dormir al aire libre, muy extendida en Andalucía, se explica fácilmente por la suavidad del clima y por la indiferencia absoluta de sus habitantes por lo que se refiere a la comodidad. Es lo que nuestro mayoral llamaba, bromeando, dormir en el parador de la luna».

En días como el de hoy, con un pertinaz viento caliente recorriendo las calles de Málaga, no me atrevo a tildar de exageración la anécdota. Solidaridad entre norteños (ellos y yo) asfixiados de calor, supongo. Toca buscar refugio al fresco. Yo les propongo leer a Davillier junto al ventilador y, por supuesto, visitar la exposición Gustave Doré, viajero por Andalucía, en el Museo Carmen Thyssen Málaga, que empieza a despedirse de nuestras salas. Les quedan aún unos días, por si les apetece viajar con la mirada.

Categorías: Exposiciones

Bárbara García

Bárbara García

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