Corrían los últimos años del siglo XIX, cuando la ciudad de Córdoba vivía una intensa reforma urbana y social; la llegada del ferrocarril a la capital en 1859, provocó un notable progreso hasta el punto que la clase burguesa, promovió las obras del Ensanche del Gran Capitán y los Jardines de la Victoria, dando a la ciudad un aire más cercano a las ideas de la Ilustración, muy a la moda entre la aristocracia de la época. Así mismo, a mediados del mismo siglo, se derribó la muralla que cercaba el casco urbano desde época romana, en aras de la Modernidad; de otra parte se comienzan las obras del Murallón, que evitaría las avenidas del Guadalquivir, que tanto daño causaron en la ciudad, proyecto que tardaría más de un siglo en concluirse, desde finales del siglo XVIII hasta principios del siglo XX.
Córdoba era una ciudad en continua transformación; mientras, en una casa de la plaza del Potro, nuestro pintor, Julio Romero de Torres, vive ajeno a todo aquello que acontece a su alrededor; seguramente al salir de su casa se encontraba esa ciudad levantada en obras, pero Julio, como quien no quiere tomar conciencia de su momento, quiso reflejarnos en sus cuadros esa Córdoba Eterna, la de todos los tiempos, la del río Guadalquivir que pasa susurrando por la ciudad, la de ese Arcángel San Rafael que, desde lo más alto de su Triunfo, custodia y protege a los cordobeses, la de esa torre de la Mezquita que, con su imponente verticalidad, desafía al cielo de Andalucía, la de ese puente romano que ha sido testigo de los últimos dos mil años en la ciudad; la de esa plaza de la Fuenseca, donde parece que el tiempo se detiene; o la de esa Calleja de las Flores, donde el silencio es la mejor melodía, sólo roto por las campanas de algún convento que llaman a la oración de vísperas, al atardecer sobre la ciudad califal.
Córdoba, ayer, hoy y siempre eterna, donde aún hoy dicen que se ve el perfil de Julio Romero, paseándose por la Ribera, con su capa española y su sombrero cordobés; donde las mujeres conservan esos rasgos castizos y andaluces que bien retrató el pintor; Córdoba de semejanzas y contrastes, cosmopolita y provinciana, que mantiene su mirada firme en el pasado, cuando llegó a ser la capital Al Andalus y todo un referente en Occidente, pero que mira hacia el futuro a la vez. Ciudad para encontrarse con uno mismo, para enamorarse, para dejarse llevar e inundar por la sensaciones, ciudad que hechiza y te cautiva desde el corazón; y es que como reza un lema en el patio de su casa: Julio Romero de Torres “supo plasmar en los fondos de sus cuadros y en los ojos de sus mujeres, toda el alma de la ciudad”.