Fortuny orientalista: camuflaje y disfraz

«La naturaleza ama ocultarse»
Heráclito

Para rastrear los inicios de Mariano Fortuny, el artista español más interesante de su generación, como orientalista hay que trasladarse a Roma. La profesionalización artística en España durante el siglo XIX incluía un período de aprendizaje en la Ciudad Eterna mediante becas otorgadas por instituciones oficiales, con la idea de que los artistas jóvenes alcanzasen la maestría a través de los estudios de figura y la copia, en un ambiente apropiado para la inspiración y el conocimiento directo del arte clásico. En ese entorno academicista, Fortuny logró ser pensionado en Roma por la Diputación de Barcelona desde 1857, aceptando poco después el encargo de la decoración del salón de sesiones de la Diputación con escenas de la guerra hispano marroquí. Versado en el estudio del natural en la Academia Gigi de la Via Margutta, muy cerca del mítico Caffè Greco, centro de reunión y tertulia de los españoles expatriados, Fortuny depuró su excepcional habilidad como dibujante, con una seguridad y precisión de línea y modelado que serían la marca registrada de su obra posterior.

El encargo del cuadro La batalla de Tetuán propició su primer viaje a tierras norteafricanas en 1860, casi en calidad de corresponsal de guerra, para tomar los apuntes topográficos y de figuras para la composición de una gran pintura de tema militar. Aquel primer viaje a Tetuán supuso una revelación para el joven artista y el acicate necesario para convertirse en un pintor orientalista, inaugurando una metodología típica para este tipo de escenas: tomar las notas in situ para luego componer la obra definitiva en el taller. Además de asistir en primera línea a la batalla de Wad-Ras, la experiencia avivó su interés por captar en la retaguardia aquella deslumbrante cultura de forma veraz y precisa. Y cuando en el otoño de 1862 realizó un segundo viaje a Tánger para documentarse en la preparación del cuadro, los dibujos y acuarelas revelaban la verdadera pasión que sentía por el pintoresco universo marroquí: las callejuelas de la medina, los zocos, la vida cotidiana y los tipos humanos más representativos. Aquellos apuntes del natural, realizados con trazo nervioso, quizá sean las representaciones orientalistas más encantadoras de su producción.

Mariano Fortuny, Batalla de Tetuán, 1863-1865. MNAC, Barcelona

Tras el entusiasmo inicial, el cometido de La batalla de Tetuán acabó por convertirse en un asunto embarazoso para el pintor, tanto por su magnitud –un lienzo de casi 10 m de ancho– como por el motivo representado –una epopeya militar de corte nacionalista–, todo ello muy alejado de la sensibilidad artística del Fortuny más maduro. Esta gran pintura de historia, que no sigue las normas del género vigentes en la época, significó la mayor frustración artística de Fortuny, dejando el cuadro inacabado al ser incapaz de dedicarle el esfuerzo y la atención requeridos. Aunque también es cierto que es en aquellos primeros años de la década de 1860 en los que realiza toda una serie de obras «menores» sin visos comerciales, cuando se desprende su verdadero interés por el orientalismo, sobre todo a través de las escenas cotidianas, en los apuntes para el gran cuadro y en sus primeros tanteos como aguafortista.

Sus excepcionales dotes en el dibujo le impelen entonces a probar suerte como grabador. Un medio que permite la amplia difusión de su obra y explorar nuevas facetas creativas con una técnica distinta, con menos margen para la intuición y la improvisación. Desde el primer momento manifestó una predilección por los temas orientalistas, dotándolos de un misterio, quietud y tensión inusitados. Heredero de Goya en la visión descarnada y directa de los motivos, y de Rembrandt en el uso dramático del claroscuro y la escenografía teatral con pocos elementos, se destapó enseguida Fortuny como un grabador inmenso, a la altura de los grandes maestros. Destaca asimismo la veracidad y el afecto con los que representó a sus personajes orientales, mostrándose compasivo con el sufrimiento de aquellos que encarnaban la «otredad» y hasta hace no tanto eran el enemigo al que combatir.

Mariano Fortuny, Árabe velando el cadáver de su amigo, 1866. Aguafuerte y aguatinta

Otro de los aspectos fundamentales que distinguen a Fortuny como el principal artífice del orientalismo español es su temprana vocación como coleccionista. Su avidez y buen gusto para la adquisición de piezas dieron forma a una de las colecciones exóticas más refinadas de su época, con una especial dedicación a la cerámica, los tapices y las armas. Esa colección (y su propio taller) supuso una fuente inagotable para la configuración del universo fortunyano y surtió de objetos a una legión de seguidores, inspirando y dotando de verosimilitud a gran parte de la pintura orientalista española.

Aquellas piezas fueron determinantes para el atrezo de unas escenas de género que mostraban el ocio, el comercio, los oficios o la religión del Magreb, y que con su presencia contribuían a vivificar el atractivo de un mundo ajeno, surgido de la observación directa pero que era convenientemente reconstruido en el taller del artista. Con la ayuda de modelos y herramientas adecuados, las obras orientalistas podían fabricarse desde Occidente y que éstas conservasen un alto grado de evocación y autenticidad. Y podían incluso recrearse obras de especial complejidad, como las llamadas «fantasías» o «corridas de la pólvora», basadas en una tradición popular norteafricana de carácter festivo en la que se representan combates y escaramuzas ecuestres simulados con acompañamiento musical. Pruebas de coraje y habilidad caballista que proporcionaba enormes posibilidades estéticas para la pintura: la captación del violento dinamismo del galope, la gestualidad de los jinetes y un gran espectáculo pirotécnico.

Mariano Fortuny, Fantasía árabe, 1863. Colección Arango

Para valorar la importancia de la faceta orientalista de Fortuny, también es esencial comprender su figura como aglutinante del movimiento internacional, a través de su marchante en París, Adolphe Goupil, y de la estrecha relación que mantuvo con otros artistas del género, como Attilio Simonetti, Domenico Morelli, Henri Regnault, Georges Clairin o Jean-Léon Gérôme. Y, en este sentido, destaca su liderazgo en Roma y la cantidad de seguidores e imitadores que tuvo entre los orientalistas españoles que pasaron por la Ciudad Eterna –Moragas, Villegas, Agrasot, Ferrándiz, Tapiró, Ricardo Madrazo, Benlliure…–, un magisterio que se extiende más allá de su temprano fallecimiento (a los 36 años) a través de una siguiente generación tutelada desde Roma por Villegas y representada, entre otros, por Gallegos Arnosa, Viniegra, Fabrés, Reyna Manescau, Gonzalo Bilbao o Sánchez Barbudo.

El orientalismo de Fortuny surgió como consecuencia de una acción implosiva, la Guerra de África, y a partir de ahí evolucionó hacia soluciones esteticistas más propias de la inocua pintura de género del siglo XIX. El patriotismo exacerbado desembocó en nuestro país en un conflicto armado colonial en el que la opinión pública admitió sin reservas un castigo ejemplarizante por las hostilidades de grupos de bereberes a unos fortines de Ceuta. La guerra colonial, que duró apenas seis meses, entre finales de octubre de 1859 y finales de abril del 1860, fue planteada por el gobierno de O’Donnell públicamente como el «cumplimiento de un deber». Al respecto, uno de los primeros biógrafos de Fortuny, Miquel y Badía, se refiere en 1887 al conflicto de la siguiente manera: «Apuraron las tribus levantiscas del Imperio de Marruecos la paciencia de España y la guerra de África se hizo inevitable. Dígase lo que se quiera en contrario, la guerra fue popular en 1859 y 1860».

De alguna manera, Fortuny fue víctima de aquel fervor patriótico y de la amplia cobertura mediática impulsada desde las instancias oficiales para justificar el infame episodio. En enero de 1860, el artista aceptó el encargo de la Diputación comprometiéndose a «trasladar al lienzo los episodios de la gran lucha española y acontecimientos memorables que sean dignos de transmitirse a la memoria de las generaciones venideras». Para la narración de aquel episodio de heroísmo exacerbado, el pintor se incorporó a la expedición dirigida por el general Prim (de Reus, como él), quien le aseguró la posibilidad de entrar y salir libremente de la ciudad de Tetuán, lo cual fue definitivo para que pudiese conocer el territorio y el propio conflicto de una manera más desprejuiciada. Asimismo, en marzo de 1860 pudo ser testigo en primera línea del frente de uno de los acontecimientos más trascendentales y violentos de la guerra, la batalla de Wad-Ras, una brutal lucha cuerpo a cuerpo entre la artillería del batallón de su Diputación y la caballería marroquí, que a la postre significó el fin de la guerra.

Mariano Fortuny, Estudio para el cuadro «La batalla de Wad-Ras», c. 1860-1861. Dibujo. Museu de Reus

En aquel ambiente bélico, a priori tan poco propicio para la inspiración artística, Fortuny encontró los resquicios para hallar otros temas provechosos en su obra posterior, inaugurando una estrategia de camuflaje que le permitía vencer la reticencia de los musulmanes a ser retratados. Practicó a partir de entonces, y sobre todo durante su segundo viaje a Tetuán y Tánger, una especie de disolución en el entorno, camuflado con un haik pudo acercarse a los motivos de su interés sin despertar sospechas y servirse de la ayuda de un modelo bereber, Ferrachi, que le sirvió de guía en un territorio hostil. Al contrario que muchos artistas de su época, Fortuny apreciaba verdaderamente la cultura musulmana y procuró integrarse, adquiriendo incluso unas nociones básicas de árabe. Su interés iba más allá de la mera recolección de motivos o piezas exóticas.

Entre 1870 y 1872, cuando ya gozaba de una situación económica acomodada y de un impresionante éxito artístico internacional, Fortuny y su familia residieron en Granada, probablemente la ciudad más «oriental» de la península. Instalado inicialmente a los pies del recinto amurallado de la Alhambra, pronto abrió su propio estudio en la ciudad nazarí, recibiendo la visita de numerosos colegas e impulsando una última etapa como pintor orientalista. Así, en 1871 realizó el que sería su último viaje a Marruecos (Tánger y Tetuán), en compañía de Josep Tapiró (amigo desde la infancia y también reusense), al que se sumó en Málaga el también pintor y amigo Bernardo Ferrándiz. La fascinante ciudad de Tánger, entonces epicentro de la colonia europea y puerta del Magreb, se convertiría poco después en la residencia definitiva de Tapiró y sus habitantes en una inagotable fuente de inspiración durante tres décadas para sus singulares acuarelas, otro de los grandes hitos de la pintura orientalista española.

La obra tangerina de Tapiró, que tuvo una notable fortuna comercial en el ámbito internacional, se fundamenta en un tratamiento objetivo y preciosista de las tradiciones y los tipos, eludiendo la visión erótica y pintoresca típica del orientalismo más convencional. Al igual que Fortuny, Tapiró fue capaz de volverse invisible en un territorio ajeno, e incluso adentrarse en espacios vedados. Gracias a sus contactos con la alta sociedad tangerina, Tapiró pudo asistir, disfrazado de mujer, a los rituales matrimoniales, accediendo al espacio femenino reservado a la novia y a las mujeres encargadas de acicalarla. Travestido de este modo, logró una representación fiel de aquellas costumbres desde el punto de vista femenino, un asunto apenas tratado por la pintura orientalista.

Josep Tapiró vestido de tangerino, c. 1880
Mariano Fortuny vestido de sarraceno, c. 1870

Al margen de sus cualidades artísticas, Fortuny y Tapiró se distinguen del resto de pintores orientalistas por su capacidad de mimetizarse en un entorno hostil, de camuflarse, un término que adquiere su verdadero sentido en el ámbito militar francés y se propaga a partir de 1914. Según su etimología, la palabra francesa camoufler procede de la palabra italiana camuffare, que significaba engañar al modo de los ladrones venecianos del siglo XVI, es decir, embozados (capo muffare).

Aunque son muy variadas las estrategias de camuflaje en el arte: por ejemplo, El Bosco y Bruegel camuflan sus monstruos en paisajes de fantasía; la presencia de donantes y comitentes en escenas religiosas de la pintura flamenca; los modelos de la calle convertidos por Caravaggio en santos, o él mismo autorretratado como el villano Goliat; el plebeyo Velázquez como cortesano en Las meninas, en pie de igualdad con el resto de miembros de la familia real… Como decíamos, la forma más explícita de camuflaje aconteció en Francia durante la Gran Guerra.

En esencia, el camuflaje es un producto artístico de la guerra moderna. La primera unidad de camuflaje en la historia militar se estableció en 1915 por los franceses, bajo el mando de los artistas Eugène Corbin y Lucien-Victor Guirand de Scévola, quedando en manos de los artistas la ideación y adopción sistemática de las técnicas militares de camuflaje. Los artistas soldados (camoufleurs) se emplearon a fondo en la representación de falsas trincheras, baterías, pistas o senderos que servían la mayoría de las veces para ocultar los verdaderos, aplicando soluciones cubistas para impedir la lectura coherente de los objetos.

Y otro pensamiento afín a lo anteriormente expuesto; con uniforme militar, son los artistas los que se camuflan entre la soldadesca. En el bando enfrentado al francés, durante la Gran Guerra fueron muchos los pintores expresionistas alemanes que entusiasmados escenificaron su condición de soldados. Este tipo de autorretratos constituye por sí solo casi un género pictórico de las vanguardias. El artista, epítome de la sensibilidad, se somete entonces en tropel a la ferocidad y disciplina militares, una alegoría del nuevo papel que ha de jugar en el conflicto definitivo, el que ha de regenerar el mundo. Otto Dix, Max Beckmann, Ernst Ludwig Kirchner, Erich Heckel… pero nada de esto se repetirá en los sucesivos episodios bélicos, por su supervivencia, a partir de la II Guerra Mundial el camuflaje de los artistas consistirá más bien en la clandestinidad.

Volviendo al tema, he de decir que el orientalismo tiene mucho de pintura «disfrazada». Por el origen academicista de la mayoría de sus artífices, el orientalismo es técnicamente impecable, incluso reaccionario, comparado con otras corrientes simultáneas de Europa. Pero los fundamentos del movimiento no se encuentran tanto en cómo (de bien) pintan estos artistas, en la apariencia verista, sino en lo que pintan, en los motivos, y en lo que subyace en ellos. Se trata de una pintura escapista, que azuza la imaginación y que funciona como una válvula de escape para la burguesía, el principal cliente de este tipo de composiciones. Pero es un hecho que esa imaginación desbordada, de apariencia amable y hedonista, suele adolecer de autenticidad, ya que se inspira o repite modelos creados por otros artistas: los mismos escenarios uniformemente definidos una y otra vez, la mezquita, el café, el harén, el zoco; y los mismos protagonistas siempre, músicos, encantadores de serpientes, odaliscas, fumadores de kif… Que todo se nos presente con ese aspecto naturalista, tal nivel de detalle y de forma casi seriada forma parte del ardid, presentar el orientalismo como una propuesta verídica, como una realidad «disfrazada», adecuada al gusto europeo.

En gran medida, la pintura orientalista no responde a un conocimiento objetivo sobre otra civilización, sino que proyecta un deseo colectivo mediante una mirada casi siempre prejuiciosa o naïf. Apela a las emociones primarias y propone la evasión mediante una belleza seductora y un placer extático. Esa idea de la «otredad» es una creación de la cultura colonial preeminente, una experiencia visual en la que todo suele quedar reducido a tipologías que no admiten distintas interpretaciones. Pues se trata de una fantasía cuidadosamente fabricada y adecuada para su consumo masivo en Occidente, en la que abundan los tópicos propios del exotismo, como la voluptuosidad o la violencia, y toda la utilería necesaria para la ambientación pintoresquista, como turbantes, babuchas, chilabas, cachimbas, espingardas, tapices y objetos decorativos. Una exquisitez a la que no le falta un perejil.

Thomas Phillips, Lord Byron con traje albanés, 1813. National Portrait Gallery, Londres

En la pintura española, el punto débil del movimiento es esa paulatina falta de credibilidad y de rigor etnográfico. El adocenamiento del discurso, la pérdida de espontaneidad y carácter, y una clara preferencia por los valores decorativos o eróticos, asimilados éstos como los más específicamente exóticos. En definitiva, un alejamiento de los principios naturalistas propuestos inicialmente por Fortuny en la década de 1860 para la representación de atuendos, costumbres y espacios, y la contaminación por el éxito comercial y la sobreabundancia de modelos repetidos, por la querencia en representar un orientalismo de fantasía sin poner un pie en el Norte de África. De este modo, en nuestro país se convirtió el orientalismo en las últimas décadas del siglo XIX en un tópico más del extenso catálogo de herencia romántica, junto a gitanos, toreros o bandoleros. Desde sus orígenes, los viajeros románticos habían contribuido a formular una imagen mítica de Oriente como paraíso remoto, poderoso y sensual. Un territorio de liberación estética, que colmase las ansias propias del movimiento romántico –rebeldía, individualidad, libertad–. Pero esta quimera acabó por desconectarse de una realidad social o cultural concreta y se convirtió en un decorado totalizador, en un mero pretexto para dar rienda suelta a la imaginación, una especie de espíritu carnavalesco donde primaron la permisividad y el disfraz.

El disfraz, que es la forma más simple y directa de apropiación cultural, tiene una finalidad eminentemente lúdica, mientras que el camuflaje obedece a un instinto animal de supervivencia, mimetizarse con el entorno para evitar ser descubierto por el depredador. El disfraz es un modo extrovertido de liberación, de ocultamiento de la identidad mediante la adquisición de una nueva, aunque sea de manera superficial. El extenso material visual que certifica el gusto de la cultura europea decimonónica por el disfraz incluye un sinfín de fotografías de turistas ataviados con ropas propias del mundo árabe en artificiosos decorados orientalistas de cartón piedra. A este fenómeno son permeables, y de qué manera, los promotores de la iconografía pictórica orientalista, de los pioneros Delacroix y Fortuny, pasando por todos sus seguidores, hasta llegar a Henri Matisse, al que puede considerarse último gran pintor del orientalismo, ya en las primeras décadas del siglo XX.

1. Eugène Delacroix, Autorretrato. Dibujo. Musée des Beaux-Arts, Orleans 2. Fortuny y amigos disfrazados de árabes, c. 1870 3. Joaquín Agrasot disfrazado de árabe 4. Henri Matisse disfrazado de árabe, c. 1921

Pero no es éste un fenómeno específico del siglo XIX o de comienzos del XX, pues ya Rembrandt se autorretrató en el siglo XVII disfrazado con trajes exóticos de su propiedad, de su «cámara de maravillas», una colección enciclopédica que incluía antigüedades, artículos de lujo, objetos naturales, exóticos, de artesanía y rarezas. Y esa reincidente forma de presentarse públicamente mediante el disfraz estrafalario, un acto de autoafirmación del artista como rara avis, sin miedo al ridículo, la encontramos en los expresivos autorretratos de Chardin entre 1771 y 1779. A uno no deja de sorprenderle el contraste entre sus primorosos bodegones, esa pintura pura, sin anécdota, hecha sólo de materia y técnicamente impecable, y la imagen insólita –«demasiado» humana– del pintor con tocado.

Rembrandt, Autorretrato con traje oriental, 1631. Petit Palais, París
Jean-Siméon Chardin, Autorretrato con anteojos, 1773. Musée du Louvre, París

Y es que en ese apasionante mundo de los autorretratos y las fotografías de artistas disfrazados son muchos los que no salen bien parados, o al menos poco favorecidos. En este grupo heterogéneo del disfraz contemporáneo encontramos looks inverosímiles, como el de Hugo Ball de obispo Dadá, o los de Giorgio De Chirico como un recalcitrante pintor de la antigüedad; artistas transmutados en payasos, como Beckmann y Armand Henrion; convertidos en toreros, como Picasso o Zuloaga, o en inquietantes monstruos, como Ensor, Spilliaert, Francis Bacon o Paula Rego. Y cómo obviar en esta retahíla las identidades travestidas de las fotografías surrealistas de Boiffard o Claude Cahun, y a Duchamp como Rrose Sélavy, y a Cindy Sherman, Christopher Makos y Yasumasa Morimura, que convierten el disfraz en el eje de su discurso. Pero nada de esto tiene que ver ya con la idea de camuflaje, sino con la mascarada, una estrategia del arte de la que ya nos ocuparemos con más calma otro día.

Luis Gordillo y Eduardo Arroyo. Fotografía de Jordi Socías

 

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