Vamos a proponer a los lectores de este blog un menú singular, que fusione la materia prima de Street Life, nuestra actual exposición temporal en el Espacio ArteSonado compuesta por una veintena de instantáneas neoyorquinas de Lisette Model y Helen Levitt, con el espíritu de la abundante colección costumbrista andaluza del museo. Un menú largo y estrecho, que permita rastrear las afinidades entre la fotografía callejera de los años 40 del siglo XX y nuestra pintura más regionalista del XIX. A ver qué sale.
En principio, ambas manifestaciones proponen la representación de los hábitos sociales con un carácter expresivo y se amparan en la afirmación identitaria. Tanto la pintura costumbrista como la fotografía callejera transmiten valores análogos: la observación minuciosa, la predilección por la anécdota o la idea de captar la singularidad y dignidad de sus protagonistas. Además, muestran cómo hemos sido y se interesan, en las distancias cortas, por las pequeñas cosas. Comparten una conciencia social localista, sitúan al ser humano en el centro del discurso y lo presentan de forma directa y natural, en su justo contexto.
Por ejemplo, frente a la representación artística de un majo sevillano del XIX tendemos a fijarnos en cómo viste, qué aspecto tiene, qué hace o dónde se encuentra. Cuestiones indefectibles para el análisis de la fotografía callejera. Y aunque la fotografía, en tanto que reproducción analógica de la realidad, es por su naturaleza más precisa que la pintura, el costumbrismo quizá supone la expresión más concreta de las corrientes pictóricas de su tiempo. Dicho de otra manera, podemos percibir del mismo modo un paisaje o un bodegón actual que otro pintado hace un siglo, pero no sucede lo mismo con las representaciones humanas en su ámbito cotidiano, ubicadas siempre en un espacio-tiempo remoto.
La fotografía callejera y la pintura costumbrista plantean un antropocentrismo que emana de la observación directa de la realidad. Con mayor o menor fidelidad, se ocupan de los tipos anónimos y populares, cuando no estereotipos, captados en sus quehaceres diarios. Por su naturaleza son, en gran medida, expresiones etnográficas. El costumbrismo, uno de los ejes vertebradores de la colección permanente del museo, además de por su sencillez, destaca por su sentido narrativo. Es una pintura de fácil lectura y comprensión –dulce, digestible–. A nuestros ojos contemporáneos, propone una otredad para guiris, por su excesivo tipismo: usos y costumbres del pasado interpretados por personajes taurinos y tabernarios, lavanderas o conjuntos flamencos. Pero en el fondo, esas identidades ordinarias, despojadas de su linaje romántico y folclórico, no difieren tanto de las que propone la exposición Street Life: los niños que juegan en los barrios de inmigrantes de Nueva York, los marginados y excéntricos de Coney Island, la fauna nocturna de los cabarés… Una poética que, como el Lorca más vanguardista –«La aurora de Nueva York tiene / cuatro columnas de cieno»–, parece evocar un romance gitano.
Podemos afirmar sin reservas que la fotogenia, característica propia de las artes visuales contemporáneas, es la razón de ser de la pintura costumbrista, amable y pintoresca, además del consuelo de los humildes en la fotografía callejera de Street Life. En ambos casos, funciona como unidad de expresión, equivalente al fonema en la comunicación oral, y dota de vida y elocuencia las obras. La fotogenia es un principio creador –según su etimología, genio procede del verbo griego gignomai, que significa «llegar a ser»–. Se trata de un concepto que no conviene reducir a los dominios de la belleza, y en cambio sí vincularlo al magnetismo que tienen ciertas imágenes y a su capacidad para impresionarnos, a su potencial memorable. Tan fotogénica es la cantante que retrata Lisette Model en el café Metropole como el chulazo sevillano que pinta Manuel Cabral Aguado Bejarano a mediados del XIX, y no son precisamente bellos.
La videncia del fotógrafo urbano no consiste tanto en ver, sino en encontrarse en el lugar adecuado y en el momento justo. Al menos ése es el efecto que producen las fotografías en el espectador. Una verdad natural y azarosa que emerge en el revelado pero que no parece haber sido dispuesta ni prevista por el autor. En eso sí difieren costumbrismo y fotografía callejera. Esta última no diseña una realidad que rememore el pasado, lo testifica notarialmente y de forma masiva. Dice esto ha sido, como sostiene Roland Barthes, «toda fotografía es un certificado de presencia». Porque la fotografía posee una fuerza constatativa, autentifica los acontecimientos, y dentro de ésta, la sección callejera representa el grado máximo de su esencia documental. Por el contrario, el costumbrismo es remembranza pura, impostura, una colección de estampas idealizadas.
En las piezas de las dos fotógrafas de la exposición, Lisette Model y Helen Levitt, advertimos la disposición costumbrista a convertir lo ordinario en algo sobresaliente. Frente a los pintores decimonónicos, que trabajan para satisfacer las necesidades de un incipiente mercado burgués, ellas van por libre, como cazadoras urbanas de instantes, generalmente en entornos suburbiales. Cada una con su propia sensibilidad, actúan como ubicuas flâneuses. La austriaca Lisette Model más partidaria de la fotografía directa, mediante el retrato furtivo de seres anónimos en la calle y espacios de ocio nocturno, con encuadres radicales y tomas muy cercanas; y Helen Levitt atestiguando el bullicio vitalista de los barrios marginales de Nueva York, a través de una obra más documental, donde el registro de la cotidianidad alcanza una dignidad y exquisitez encomiables.
Estas propuestas, de una modernidad abrumadora, hay que situarlas en el entorno de la neoyorquina Photo League. Una sociedad fundamental para comprender el giro verista de la fotografía norteamericana en los años 40 y resuelta a promover el cambio social a través del cine y la fotografía. Esa preocupación social es lo que impele a Model y Levitt a cazar, pero se trata de un acecho incruento, refinado y humanista, a la manera de los pioneros de la fotografía callejera: Alfred Stieglitz, Eugène Atget, Berenice Abbot, Walker Evans o Henri Cartier-Bresson. Una fórmula de éxito que se prolonga años después a través de los objetivos de Bill Cunningham, Robert Frank, Diane Arbus, Elliott Erwitt, William Klein, Sy Kattelson, Lee Friedlander o Garry Winogrand.
Esta exposición, en este museo, permite emplatar juntas la fotografía callejera norteamericana y la pintura costumbrista andaluza, dos culturas en principio incompatibles. Repertorios que subliman lo popular y son definitorios de sus respectivos tiempos. Uno muestra una comunidad urbana y multicultural; el otro lo español condensado en la tradición andaluza. Uno, más progresista, evidencia el día a día de los desfavorecidos en la nueva era contemporánea; el otro, más conservador, enaltece el casticismo amenazado por el avance de la civilización. Uno es riguroso y crudo; el otro es optimista, cuando no abiertamente elogioso. Y juntos conforman un menú insólito, a base de huevo y castaña. ¿Alguien se atreverá a probarlo?
Street Life. Lisette Model y Helen Levitt en Nueva York
Espacio ArteSonado, planta 1
Del 7 de marzo al 11 de junio de 2023
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Colección permanente del museo
Paisaje romántico y Costumbrismo, planta 0
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