El rayo que no cesa

Man Ray (1890-1976), el propietario del pseudónimo más cool del arte de vanguardia (apócope de su nombre real Emmanuel Radnitzky), fue siempre reacio a hablar de sus orígenes. Aun así, sabemos que fue el primogénito de un matrimonio de emigrantes judíos rusos que trabajaron como sastre y costurera en Estados Unidos, primero en Filadelfia y al poco en Nueva York.

Aquí una nota biográfica tomada de un reciente catálogo de exposición que sin duda habría hecho sonreír al propio Man Ray, tan aficionado a los juegos de palabras: «1903. Sus padres abren un bar llamado Mitzvah en Brooklyn». Huelga decir que el Bar Mitzvah es el rito judío en que el varón, a los 13 años, comienza a ser responsable de sus obligaciones religiosas. Lost in translation.

La primera aspiración del joven Emmanuel Radnitzky fue convertirse en pintor y en torno al año 1908 inició su carrera artística. En ese tiempo, empezó a trabajar en una oficina de publicidad y por las tardes acudía a clases de dibujo del natural. Visitaba con frecuencia la galería 291 del fotógrafo Alfred Stieglitz e imitaba el estilo de sus pintores favoritos, Cézanne, los cubistas y los futuristas italianos.

En 1912 cambió Nueva York por Ridgefield, en Nueva Jersey. En aquella bucólica localidad, a orillas del Hudson, Man Ray formó parte de una colonia de intelectuales libertarios. A partir de entonces, el artista y su pareja, la poeta belga Adon Lacroix, estrecharon lazos con la flor y nata de la vanguardia, como Stieglitz, Marius de Zayas o Marcel Duchamp, este último se convertiría en su mejor aliado –pese a que Marcel no hablaba ni papa de inglés, ni Man Ray de francés–; la amistad duraría toda su vida, hasta el punto de que la última partida de ajedrez del octogenario Duchamp la jugó contra Man Ray.

La formación artística de Man Ray terminó de apuntalarse en el Ferrer Center, un espacio de arte neoyorquino dedicado a la memoria de Francisco Ferrer Guardia, pedagogo anarquista y librepensador condenado a muerte como instigador de la Semana Trágica de Barcelona (1909). Imbuido de ese espíritu revolucionario, editó, dibujó, compuso y escribió en 1915 The Ridgefield Gazook, un fanzine anarquista. Al tiempo que empezó a fotografiar sus propias obras.

Ese carácter multidisciplinar e inconformista de Man Ray maridaba con el universo transgresor de Dadá, implantado en la ciudad de los rascacielos tras el cataclismo artístico del Armory Show. Sus ensamblajes concordaban con los ready-mades de Duchamp y las pinturas mecanomorfas de Picabia, formando todos ellos la afilada punta del tridente Dadá en la ciudad más dadaísta del mundo, Nueva York.

El 14 de julio de 1921 Man Ray llegó a la capital francesa de la mano de su compadre Duchamp. Parafraseando a Hemingway, París era una fiesta. El artista Dadá era un desconocido de 30 años y en su primera exposición en la ciudad, en la Librairie Six, no vendió absolutamente nada. Aun así, en un tiempo récord logró una red de contactos increíble: André Breton, Louis Aragon, Paul Éluard, Jean Cocteau, Giacometti, Braque, Picasso…, una nómina con la que se podría preparar el índice onomástico de la vanguardia parisina de entreguerras.

La acuciante necesidad de ingresos abocó a Man Ray a la fotografía. Autodidacta, primero fotografió a los artistas en sus estudios y, al poco, produjo sus propias creaciones. Su talento y originalidad no pasaron inadvertidos en París. Fotógrafos había muchos, artistas de la cámara no tantos. Y aquel tipo tenía un don. Sus instantáneas no se parecían a nada visto antes. Una mezcla perfecta de sofisticación y experimentación, afín a la estética surrealista imperante en el arte de los años 20.

Man Ray fue una máquina de producir imágenes icónicas. Por ejemplo, convirtió a su amante y musa Kiki de Montparnasse (Alice Prin) en la Venus de la vanguardia. En El violín de Ingres el norteamericano fotografía como un artista plástico –«Pinto lo que no puedo fotografiar. Fotografío lo que no puedo pintar»–. La pose de la modelo y la marcada y ondulante línea del perfil evocan irremediablemente a las odaliscas de los baños turcos de Jean-Auguste Dominique Ingres.

Man Ray. El violín de Ingres, 1924
Man Ray. El violín de Ingres, 1924

Incluso las dos aberturas acústicas dibujadas con tinta en la espalda de Kiki nos recuerdan que Ingres era, en su tiempo libre, un aplicado violinista. La ironía, la referencia histórica, la ambigüedad y la riqueza de matices al servicio de una imagen poderosa y sensual. La seña de identidad de la producción de Man Ray. Y ese modo distinto de presentar la «convulsa» belleza femenina –tan del gusto de los surrealistas– le condujo a la fotografía de moda.

Man Ray comenzó a crear imágenes de moda «distintas» a finales de 1924, especialmente para Paul Poiret. Al año siguiente, recibió su primer encargo importante para Vogue. Y más adelante para Harper’s Bazaar. Man Ray se consolidó, durante un par de décadas, como el principal fotógrafo de la moda parisina. Autor de vanguardia, utilizó todos los medios a su alcance. La iluminación, para enfatizar la calidad de los materiales, el cuidado en el encuadre y el dominio técnico –solarizaciones, superposiciones, distorsiones, sobreexposiciones– al servicio de un repertorio fascinante y revolucionario.

Man Ray La rejilla (Dora Maar), 1931
Man Ray La rejilla (Dora Maar), 1931

Sin las referencias al universo femenino es imposible explicar a Man Ray. Las mujeres siempre estuvieron muy presentes en su obra y en su biografía –no se puede entender la una sin la otra–. Unas fueron musas, como Kiki, Nusch Éluard o Juliet Browner; otras artistas que le complementaban, como Lee Miller, Dora Maar o Meret Oppenheim. Cada relación significó una nueva vuelta de tuerca a su trabajo, y hubo tornillo para rato (perdón por la metáfora ferretera).

Para comprender el proceso creativo de Man Ray podemos analizar el caso de Lágrimas, una de las piezas más célebres de su producción. El fotógrafo obtuvo dos imágenes del mismo negativo, unos ojos muy maquillados y bañados en lágrimas: la primera toma, publicada en Minotaure en 1933, presenta los dos ojos y fue utilizada por una marca comercial para promocionar su rímel; la segunda, exhibida en nuestra exposición, de un solo ojo, fue publicada en Photographie en 1933 y 1934 y ofrece una resolución exigua debido al considerable recorte.

Man Ray. Lágrimas, 1932
Man Ray. Lágrimas, 1932

Al modificar el encuadre de la foto original, Man Ray dotaba de nuevos significados a sus imágenes. Las lágrimas de vidrio pegadas en el rostro, además de potenciar el dramatismo, confieren un aspecto surrealista, más en el caso de la toma con un solo ojo. Por no hablar del sentido erótico que subyace en estas fotografías –la mirada el aspecto más seductor del retrato– y que en un primerísimo primer plano desconcierta al espectador.

Mientras que Atget, Cartier-Bresson, Brassaï o Kertész capturaban París a pie de calle, Man Ray lo hizo desde su estudio. Unos atrapaban instantes maravillosos, Man Ray los creaba. Sin embargo, sus instantáneas no se manifestaban rígidas y planificadas, sino vívidas y desenvueltas, propias de un estilo personal, de autor (se es artista con los ojos y con el intelecto). El retrato fue para Man Ray quizá su gran pasión, ya que representa aproximadamente la mitad de su producción fotográfica.

Desde su llegada a París, el norteamericano fotografió a los principales protagonistas del arte, a los intelectuales e incluso a la aristocracia. Perseguía captar la esencia del retratado, sobre la base del dominio técnico de la luz y la composición. Man Ray solía disparar su cámara a una considerable distancia de sus modelos, a unos 3 m, para aliviar la tensión de la sesión, y proponía poses originales para éstos. La imagen final la encuadraba definitivamente en el contacto y ampliaba sustancialmente las impresiones.

La exposición que mostramos actualmente en el museo se articula en torno a los años más fértiles de la carrera de Man Ray, las dos décadas que pasó en París antes de la Segunda Guerra Mundial, y merece mucho la pena. Desnudos, rayogramas y retratos, medio centenar de piezas que resumen lo mejor de su legado. Una cuidada selección para gourmets y connoisseurs que continúa impresionando por su audacia, aun en tiempos de Instagram y de la universalización de la fotografía con el móvil.

Man Ray, mitad hombre, mitad fenómeno meteorológico. Seis letras que son un caramelo para comisarios, coleccionistas y diseñadores gráficos. Una ocasión para que el público descubra a uno de los grandes creadores del siglo XX. El rayo que, como en el poema de Miguel Hernández, ni cesa ni se agota. Como reza su lápida en el cementerio de Montparnasse, «despreocupado, pero no indiferente» –Unconcerned, but not indifferent–. Maravilloso epitafio para un artista, por cierto.

Man Ray. Fotografías selectas
Sala Noble
Del 30 de enero al 21 de abril de 2024

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