[Texto publicado en el catálogo de la exposición Modernidad latente. Vanguardistas y renovadores en la figuración española (1920-1970). Colección Telefónica, editado por el Museo Carmen Thyssen Málaga en 2024]
Un texto del falangista Eugenio Montes aparece sobreimpresionado al comienzo de la película Surcos (1951), de Nieves Conde: «Estos campesinos que han perdido el campo y no han ganado la muy difícil civilización, son árboles sin raíces». La vuelta al campo a la que se exhortaba durante la posguerra, y que se ajustaba al concepto de Arcadia feliz, en realidad tenía que ver con la crisis económica que padecía el país, en la que el campo supuso un respiro para atenuar la gravedad de la situación. Para Primo de Rivera, «España es casi toda campo. El campo es España». Frente a los vicios y perversiones del mundo moderno, la vida rústica se presentaba como un refugio del «espíritu nacional» y despensa de la autarquía, además permitía controlar a la población en núcleos pequeños. Aquel universo fue un pilar de la política franquista en la posguerra, en contraposición a la ciudad, presentada en los medios de comunicación, en el cine y en la literatura como un foco sombrío y desalentador.
Durante años el régimen y sus adeptos trataron de soslayar la miseria de los jornaleros y obreros en las artes plásticas, pero no pudieron impedir la representación de los espacios rurales y urbanos en los que se consumaba el sacrificio. Madrid fue definida en la posguerra por Dámaso Alonso en Hijos de la ira (1944) como «una ciudad de más de un millón de cadáveres», un espacio fantasmagórico envilecido por el hambre y la desesperanza. En este sentido, es muy reveladora la imagen que ofrece Delhy Tejero desde su estudio del Palacio de la Prensa –también allí lo tuvo Pancho Cossío, otro «camisa vieja»– de la Plaza del Callao (1946): una ciudad solitaria y triste, casi sin peatones ni tráfico, vencida –no en vano, la mayor filiación republicana se produjo en las grandes ciudades–.
Para la maquinaria propagandística y doctrinal del franquismo en sus primeros tiempos la ciudad suponía un peligro liberal, una encarnación del vicio y el lumpen obrero. Porque España era esencialmente un país rural, agrícola, y en el imaginario colectivo aparecía representado por las sobrias llanuras de Castilla y sus campesinos, más que por los imponentes edificios de la Gran Vía madrileña. Esto se puede explicar con la vista de Madrid de Francisco San José presente en la exposición; en ella se distingue el skyline de la ciudad, dominado por el edificio España, inaugurado en 1953 y entonces el más alto del país, una panorámica moderna tomada desde las tierras de labranza de la ribera del Manzanares, lugar predilecto para los paisajistas de la capital.
En los años treinta la Escuela de Vallecas de Benjamín Palencia y Alberto constituyó un episodio fundamental para comprender el rumbo que tomó el arte nuevo español, significado por su lirismo y la inusitada reivindicación de la naturaleza suburbial, estableciendo una asociación indisoluble entre lo vernáculo o telúrico y la renovación formal, una fórmula alejada de la típica imaginería de la vida moderna. Se trató de una experiencia plástica, lírica y sensorial para los artistas, un modo de vida estoico –de acuerdo con la naturaleza– que perduró durante el franquismo por distintas sendas, pero la mayor parte de las veces muda y soterrada.
Aquella redefinición del paisaje figurativo castellano trató de rescatarla Benjamín Palencia tras la contienda, con Francisco San José como discípulo más fiel, el apoyo inicial de Castellanos y Díaz-Caneja, y la entusiasta colaboración de un puñado de estudiantes de la Academia de San Fernando: Álvaro Delgado, Gregorio del Olmo, Carlos Pascual de Lara o Enrique Núñez Castelo; iniciativa disuelta hacia 1942, por «inanición», y embrión de lo que se denominaría Escuela de Madrid, germinada con las semillas de la pintura vallecana.
Ya en 1947, cuatro años antes de la I Bienal Hispanoamericana, el gran acontecimiento expositivo que puso en el candelero la pintura renovadora, el régimen apostó por la joven Escuela de Madrid, y sus paisajes rurales, para representar al país en la exposición de arte español contemporáneo de Buenos Aires. Luis García-Ochoa, Agustín Redondela, Menchu Gal, Álvaro Delgado, Rafael Zabaleta y Eduardo Vicente, entre otros, evidenciaron la buena salud de la pintura figurativa española y su sintonía con las corrientes internacionales. La estrategia cultural del franquismo no se limitó al rescate de los pesos pesados de la modernidad republicana, como Vázquez Díaz, Benjamín Palencia y José Gutiérrez Solana, sino que favoreció un verdadero cambio de orden, sustituyendo la representación oficial de la pintura academicista por las nuevas tendencias.
Una década más tarde, hacia 1957, se produjo la definitiva eclosión de las vanguardias en la España franquista, con la formación de los grupos Parpalló, El Paso y Equipo 57. Una miscelánea de artistas abstractos, muchos de ellos residentes en París, que el gobierno usó para escenificar internacionalmente el desarrollismo, compatible con la actividad renovadora del arte figurativo. Además del cambio de tendencia artística, en los sesenta se vivió un impuso del modo de vida urbano, asimilado al bienestar y el progreso. Este proceso supuso un desbordamiento la capacidad de absorción de las ciudades, con la consiguiente proliferación chabolista y la desatención de los suburbios.
La cultura urbana de los años sesenta es la base de los llamados Realistas de Madrid, creadores académicamente bien formados y dotados para representar la realidad con una precisión casi fotográfica. No obstante, su obra se significó por una visión lírica y nostálgica de la ciudad, distante del elogio a la sociedad de consumo de la época, y por una preferencia por la pintura de espacios íntimos, una suerte de hortus conclusus seculares, remansos de paz en mitad de la vorágine metropolitana. Es lo que hallamos en las composiciones de esos años de Antonio López, María Moreno o de la sevillana Carmen Laffón. La expresión del paraíso doméstico que conserva los tonos pardos del paisajismo de posguerra y el carácter espiritual, en cuanto a la proyección de un estado de ánimo, de la tradición española.
Simultáneamente triunfó en el país un paisajismo rural enraizado a la tierra, de expresión contenida, escapista, intemporal, sin anécdota ni propósito moralizador. Una pintura compuesta mediante líneas, planos y surcos, como labrada con azada. Tal es caso de las interpretaciones personales de José Beulas de los áridos campos aragoneses, o las de Castilla y Extremadura por Godofredo Ortega Muñoz. Este último, bien conectado con los pintores más renovadores del país –en la tertulia del café Lyon, a la que asistían los miembros de la Escuela de Madrid–, ya había participado en el proyecto de la Escuela de Vallecas antes de la guerra. Pese al carácter independiente de su trabajo, Ortega Muñoz obtuvo desde la década de 1950 un considerable reconocimiento oficial –por ejemplo, Sala de Honor en la III Bienal Hispanoamericana–, demostrando que era posible avenir la potencia del arte moderno con la más pura y silente emoción poética en la naturaleza campesina, entre sementeras, barbechos y caminos polvorientos.