En una anterior entrada intentábamos explicar cómo afloró el texto en las obras de arte de las vanguardias tras los quinientos años de hegemonía cortesana, eclesiástica y académica en Occidente. Aquel fenómeno, un combate por la liberación de un nuevo concepto de belleza, tuvo distintos agentes y focos a lo largo del siglo XX. Y el resultado es indiscutible: las bellas artes, convertidas hoy en artes visuales, no sólo admiten la contaminación gráfica –ese pelo en la sopa–, sino que utilizan sistemáticamente el texto como una herramienta estilística de primer orden.
Como ya apuntamos, en el origen de esa manifestación hay un factor determinante: el trabajo que realizaron los diseñadores de carteles en París a finales del siglo XIX, durante el periodo de la Belle Époque –Toulouse-Lautrec, Grasset, Chéret, Steinlen, Mucha…–, pues ellos contribuyeron a dotar de sentido artístico una disciplina publicitaria de naturaleza efímera y surgida con el desarrollo de la cultura de masas.
Desde entonces el cartel ha complementado la intención creativa del arte (a través de la imagen) con la voluntad comunicativa (mediante el texto). Aunque el axioma presente algunos resquicios teóricos –pues el arte puede comunicar y el texto puede ser un mero ornamento–, lo cierto es que no puede haber un cartel sin mensaje lingüístico. Frente al arte, que sólo necesita de la mirada del espectador, el cartel requiere un receptor más completo, un espectador-lector, es decir, un espectador alfabetizado. Además de esa condición dual de lenguajes (icónico y textual), y a diferencia del arte, el cartel tiene un propósito, que no es otro que hacer público un mensaje, es decir, enunciar y difundir algo masivamente. Y ese mensaje debe ser muy conciso y efectivo (debe entenderse) y ser capaz de captar la atención y el interés (debe gustar). El cartel funciona como un signo repleto de signos, cuyos códigos suelen ser más fácilmente decodificados que los del arte.
Para que la comunicación sea efectiva, es preferible que el mensaje del cartel sea escueto. Por su esencia inmediata, de duración limitada, el cartel –según el teórico de la comunicación Abraham Moles– expone un único argumento y rara vez supera las veinte palabras. Y en ese contexto, la tarea de los ilustradores es determinante, pues deben acertar con las imágenes que incluyan, y acertar significa impactar, sorprender, atraer, persuadir… En este punto es cuando se pueden poner de relieve las aportaciones de los artistas al lenguaje del cartel. Nadie tan familiarizado con la belleza como los artistas.
Los motivos y maneras que tuvieron los artistas de acercarse a este soporte comunicativo son diversos. Están los que, haciendo gala de su reconocible estilo artístico, crearon obras ex novo. Cuando alguien realiza un encargo a un artista de éxito, quiere que el resultado se parezca a aquello por lo que el artista alcanzó la fama, es de cajón. En la exposición Carteles de artista, que actualmente se exhibe en el museo, encontramos varios ejemplos interesantes. Uno de ellos podría ser Aidez l’Espagne, cartel muy mironiano y que constituye un hito de la historia del medio, e incluso del arte contemporáneo. La obra, destinada a la realización de sellos para financiar la República durante la Guerra Civil, es una adaptación al lenguaje del cartel –texto muy legible, colores planos, proporciones deliberadamente distorsionadas– del mural El segador, más abstracto, que se exhibió en la Exposición Internacional de París de 1937.
Luego están los artistas que reciclan una obra propia para otro fin. En este caso la composición artística sirve como mera ilustración de un anuncio. La colaboración del artista se limita a prestar una pieza que, por su expresividad o belleza, sirve para potenciar el reclamo. En la exposición tenemos un sugerente cartel de Roy Lichtenstein que divulga la celebración de un simposio poético en 1988, y con el pretexto de ilustrar esa «poetry of everyday life», se reproduce una obra –Still Life–, de 1976. La imagen reúne todas las condiciones para ese fin, es muy lichtensteiniana (qué mal suena) y funciona fenomenal por su carácter esquemático, casi simbólico, algo característico de la producción de este artista, protagonizada por objetos extraídos de las viñetas del cómic, despojados de su materialidad y convertidos en símbolos atemporales y descontextualizados. En este caso, el reciclaje es un acierto. Esa poética de la vida diaria tiene su reflejo en la obra de arte reproducida, que ordena, da sentido y connota el anuncio.
Y, por último, están los artistas que renuncian a su estilo para adaptarse al lenguaje del cartel. Éstos son los menos. En el fondo, el cartel, más que de artistas, es cosa de diseñadores, pues hay que saber disponer las partes en el todo, ser práctico, sobrio, sencillo, alejado de las modas, funcional, minucioso en los detalles… y no todos los artistas quieren (o saben) cumplir esos requisitos. En la exposición tenemos un interesante ejemplo de artista adaptado, con todas sus consecuencias, al soporte comunicativo. Se trata del húngaro Victor Vasarely, hoy conocido como el padre del op art, pero que en sus comienzos, desde 1930 en que se instala definitivamente en París, trabajó en varias agencias de publicidad. En este cartel que promociona la línea aérea Air France, Vasarely se muestra como un dominador de la retórica del cartel –la composición efectista, la reducida gama cromática, el fuerte contraste o la concisión tipográfica–.
Los anteriormente mencionados son ejemplos de carteles en los que la imagen prevalece sobre el texto. Por una cuestión de lógica, los elementos de mayor tamaño pesan más en el diseño y son percibidos por el receptor como más importantes. En estos casos, la función del texto es informar y dotar de significado al diseño, además de contribuir a la eficacia visual y armonía del conjunto. Pero existe otro tipo de cartel, también artístico, que deliberadamente renuncia al poder de la imagen. Se trata del cartel tipográfico.
El texto puede ser la forma más básica y efectiva de representar una idea, pero ¿por qué no también la más bella? En Carteles de artista mostramos un primoroso cartel tipográfico diseñado por Marcel Duchamp para la exposición dadaísta en la galería Sidney Janis de Nueva York de 1953. Al margen del interés por la impresionante nómina de artistas que formaron parte de aquella muestra, el cartel ejemplifica un modelo tipográfico distinto al habitual cartel de exposiciones. Es ingenioso, ya que sirve tanto de folleto como de cartel; es audaz, se puede leer en tres posiciones distintas; es completo, además de los textos explicativos y los textos fundacionales del movimiento, contiene el listado de 144 obras presentes; es sencillo, está impreso con sólo dos tintas; y, sobre todo, es muy bello. Se trata de un cartel prodigioso, capaz, únicamente mediante signos gráficos, de dar sopas con honda a cualquier cartel dominado por reproducciones de obras artísticas.
En definitiva, para lograr una buena comunicación gráfica se necesitan buenos instrumentos. Los artistas son capaces de proporcionar las mejores imágenes, pero no todos tienen el mejor gusto o predisposición para la tipografía. Ya hemos dicho que el lenguaje publicitario usa unos códigos distintos al artístico, básicamente es que su finalidad es distinta, debe ser útil (justo lo contrario que el arte). La practicidad se percibe sobre todo en el mensaje denotado del cartel, su texto explícito, simple y objetivo; ejemplo: la convocatoria de tal acto (el qué) será el día tal (el cuándo) y en tal lugar (el dónde)… aunque también hallemos utilidad en el mensaje connotado, añadiendo a la convocatoria una imagen evocadora que dispare la imaginación del espectador y despierte su curiosidad. La cuestión es que para que el cartel funcione con unidad estética, debe haber un perfecto equilibrio entre texto e imagen.
La forma de presentarse el texto varía en cada caso, aunque podríamos establecer tres grandes grupos. El primero, y quizá menos frecuente, sería el que utiliza el texto caligráfico, es decir, letras escritas por la mano del autor –el valor del autógrafo es importante cuando se trata de un genio del arte–. En la exposición tenemos varios ejemplos, como el cartel que promociona Niza como destino turístico. Y ¿cuál sería la baza comercial de optar por la caligrafía? Pues que el mensaje se manifiesta más cercano y auténtico, además de que la recomendación viene de parte de Henri Matisse.
Otro género textual sería el del lettering, que no es más que el dibujo de letras. El lettering manifiesta intención artística, pues se trata de la tipografía deliberadamente creada para acompañar una imagen. Delata la intención y el estilo de su creador, su pericia en la composición de textos, su originalidad… además de permitir al artista convertirse en tipógrafo. En Carteles de artista hay una obra que lo ejemplifica, la propuesta de Richard Lindner para el Festival de Spoleto de 1967, cuyas letras siguen en su diseño (forma, color, colocación…) el patrón marcado por la figura femenina que protagoniza el cartel.
El último y más extenso grupo lo conforman los carteles compuestos mediante tipografías convencionales. Son las letras comerciales con las que cualquiera puede preparar sus diseños y que liberan al artista de la tarea más técnica del diseño gráfico. En el cartel de Sol LeWitt para Lincoln Center de Nueva York se advierte cómo técnica y creatividad pueden convivir en armonía. El estilo minimalista de LeWitt, su idea de arte ordenado a base de colores planos y formas geométricas, encaja con una tipografía austera y moderna.
Creo que conviene señalar que el sistema de clasificación tipográfica se creó en el siglo XIX, justo en el momento en que se surgió el cartel moderno. Se estableció entonces la división en grandes familias: tipos humanísticos relacionados con la caligrafía y el gesto de la mano; tipos modernos con remates finos, más abstractos y contrastados; tipos egipcios más decorativos y con remates pesados… hasta la dominación casi total en el cartel, durante el siglo XX, de la tipografía sin remates, llamada de palo seco o sans serif.
El orden y claridad expositiva son dos conceptos indispensables para este medio. Para ello es deseable evitar el abuso de distintas familias tipográficas y proponer al espectador una lectura en bustrófedon (¡vaya palabro!), es decir, de izquierda a derecha y de arriba abajo. Conviene usar tipos que sean legibles a distancia, como las negritas condensadas, cuidar los detalles, tratar los espacios vacíos (los blancos), con el mismo valor que los llenos. Con una buena dosis de sentido común es posible multiplicar el valor de la imagen mediante el texto y viceversa, aunar belleza y mensaje. Una máxima del diseño, formulada por Ludwig Wittgenstein, dice que «todo lo que se puede decir se puede decir claramente, y lo que no se puede decir se debe callar», y ponerle más palabras a la explicación de un medio parlante puede resultar estéril y pesado, aquí lo dejamos, para que sean los carteles sin intermediarios los que comuniquen, pues ya se sabe que de la mano a la boca, se pierde la sopa.