El 14 de enero de 1929 el diario parisino L’Intransigeant publicaba una breve entrevista al pintor Henri Matisse realizada por un joven crítico de arte de origen griego, Stratis Eleftheriadis, conocido como Tériade, colaborador habitual de los Cahiers d’Art de Christian Zervos. La conversación con Matisse, entonces de paso en París, tras haberse instalado en la Costa Azul en 1917, giró entorno al color, leitmotiv de la investigación creativa del artista: «la expresión viene de la superficie coloreada», dijo entonces a su entrevistador.
Este encuentro fue el inicio de una amistad y colaboración que perduraron hasta el fallecimiento del pintor en 1954. Tériade, que se convertiría en uno de los grandes editores de arte del siglo XX, incluyó sus obras en varios números de su lujosa revista Verve (1937-1960) y le publicó cuatro libros ilustrados, entre ellos Jazz, en 1947, con textos y láminas del propio artista, que exponemos en la Sala Noble del Museo hasta el próximo 13 de enero.
Las charlas y reflexiones compartidas sobre el color debieron de repetirse muchas veces en los años de su relación y tuvieron algunos resultados extraordinarios, como la portada del número 8 de Verve (1940), realizada a partir de «Symphonie chromatique», un collage de papiers découpés (papeles recortados) de veintiséis colores que Matisse había compuesto en agosto de 1939. Fascinado por el «dibujo con tijeras» del pintor francés, Tériade le propuso en 1941 editar un «manuscrito de pinturas modernas». Entre 1943 y 1946, Matisse trabajó en las maquetas de las veinte láminas que, al año siguiente, y tras un complejo proceso de edición y estampación manual a base de plantillas (pochoirs), supervisado hasta el más mínimo detalle por el pintor, conformarían los 350 ejemplares de Jazz (100 de ellos sin texto y 250 con notas manuscritas a pincel por Matisse), «el más hermoso libro jamás realizado sobre el color» según su editor, y una obra maestra entre los libros de artista del siglo XX.
El título del libro, elegido por Tériade (o quizá por Tériade y Matisse, amante de la música y violinista aficionado), encaja a la perfección con un artista en cuya obra jugaron un papel fundamental conceptos musicales como ritmo, variación, armonía y color, y, en este caso concreto, hace referencia a las, en palabras del pintor, «improvisaciones cromáticas y rítmicas» con las formas de colores que componen sus ilustraciones. El juego libre con siluetas de papeles coloreados con gouache, recortadas con tijeras, evoca la creación espontánea y sin premeditación que se suele destacar como característica principal de la música jazz.
Esta hermosa comparación resulta muy sugerente para el lector (o espectador) que tiene ante sí una obra moderna, vibrante e innovadora. Y era también toda una declaración de intenciones, pues equiparaba el carácter revolucionario de los papeles recortados de Matisse, en los que el artista trabajó desde 1940 hasta su muerte, al del novedoso sonido que había transformado para siempre el panorama musical del siglo XX. Pero, en la Francia ocupada en la que surge en 1941 el proyecto de Tériade y Matisse, y en la de la inmediata posguerra de 1947 en que se publica, invocar el jazz suponía mucho más que una cuestión estética o una referencia de modernidad, era casi un acto de patriotismo, porque entonces, le jazz était français.
El contacto con la nueva música había comenzado durante la Primera Guerra Mundial, introducida por músicos estadounidenses que giraron por Francia o se instalaron en París entre mediados de los años diez y comienzos de los veinte. Frente a la audiencia popular de su lugar de origen, el jazz fue, en sus primeros tiempos en territorio francés, una música de élites intelectuales y círculos artísticos vanguardistas, que se escuchaba y tocaba en Montmartre y Montparnasse, y que seducía a músicos «clásicos» como Satie, Ravel o Stravinsky. El descubrimiento de la escultura africana por los primeros movimientos artísticos de vanguardia, el éxito del espectáculo musical Revue Nègre, en el Théâtre des Champs Élysées, desde 1925, y de su estrella principal, la bailarina y cantante Joséphine Baker, y, podríamos añadir, el ansia de novedad y modernidad de los jóvenes creadores que invadían un París convertido en la capital cultural del mundo, fueron el caldo de cultivo en el que el jazz y sus ritmos hot empezaron un desarrollo y éxito imparable que alcanzaría su cenit entre 1945 y 1960.
Tras su entusiasta recepción, la década de 1930 será un periodo decisivo para la difusión e implantación del jazz en Francia. Se crea entonces el Hot Club de France, una asociación de los primeros aficionados franceses, surgida en el entorno universitario, que desde 1933 empieza a organizar conciertos, convirtiéndose en poco tiempo en la referencia fundamental del hot jazz en París y en todo el país. En 1935 empezará a publicar su propia revista, Jazz Hot, la primera de este género en Francia, activa aún hoy.
En estos años, realizaron giras por el país artistas americanos, hoy reverenciados como grandes maestros del jazz, como, entre otros muchos, Duke Ellington, en 1933; Louis Armstrong, en 1934, o Benny Carter, cuyo estilo tuvo enorme influencia en los saxofonistas franceses hasta finales de los cuarenta.
Paralelamente, surgieron y se consolidaron músicos de jazz franceses, como Django Reinhardt, gitano de origen belga creador de un peculiar estilo de tocar la guitarra con dos dedos y de un gipsy jazz original, y el violinista Stéphane Grappelli, miembros ambos del famoso e influyente Quintette du Hot Club de France y que alcanzaron la cima de su éxito durante la Segunda Guerra mundial (https://www.youtube.com/watch?v=QqEgUC0g6CI). La aparición de estos intérpretes propios y una hábil campaña de propaganda difundieron entre el público nacional, como veremos, la creencia o convicción de que el jazz no era una música negra y americana, importada del otro lado del charco, sino una creación auténticamente francesa.
En este contexto de temprano fervor jazzístico, jugaron un papel de promoción clave dos personajes, Hugues Panassié, autor del primer libro importante de historia y crítica del jazz, en 1934, Le Jazz Hot, y Charles Delaunay, hijo de los pintores Robert y Sonia Delaunay, y responsable de la primera discografía del jazz. Ambos fueron miembros fundadores del Hot Club, de la revista Jazz Hot y de la discográfica Swing, pionera de las especializadas en este tipo de música, cuya estrella era el quinteto de Reinhardt y Grappelli.
Aunque a partir de 1947, el año en que se edita el libro de Matisse, ambos defenderán distintos tipos de jazz, lo que provocará una ruptura en su relación por diferencias irreconciliables, su compromiso con el desarrollo de la nueva música en Francia y su intensa actividad como productores, críticos y divulgadores (que continuó en la posguerra y los años cincuenta) sentó las bases del momento dorado que el jazz francés vivirá entre 1945 y 1960, con un amplísimo alcance a través de conciertos, discográficas, festivales, prensa, radio, y en el que también Delaunay y Panassié fueron protagonistas y animadores.
La Segunda Guerra Mundial y, sobre todo, la ocupación alemana de Francia a partir de 1940, van a marcar un punto de inflexión en las estrategias de difusión del jazz patrio. Para la Alemania nazi era una entartete musik, una música degenerada, por sus intérpretes negros, a lo que se sumaba el rechazo y prohibición de todo lo estadounidense desde la entrada de este país en la guerra, en 1941. Para asegurar la continuidad de sus actividades y del incipiente pero ya brillante jazz francés, se retomó entonces un debate, planteado desde los años veinte, sobre el verdadero origen de esta música.
No habían sido pocas las voces que antes de la Ocupación justificaban una procedencia francesa. En 1928, el crítico Fortunat Strowski había lanzado una «pequeña hipótesis» en respuesta a la pregunta, “¿y si el jazz era francés?”: «nosotros habríamos aportado a los negros las melodías y ellos les habrían dado el ritmo». Para otros, al llegar desde Estados Unidos, el jazz había regresado, en realidad, a casa; sus raíces en una Luisiana que había sido francesa (y española…) eran prueba evidente de que ésta era otra de las grandes contribuciones que Francia había hecho al mundo. Hubo también quienes compararon el ritmo sincopado con el medieval y renacentista de algunos compositores franceses.
Incluso se buscó una etimología francesa para la palabra, haciendo derivar jazz de «jaser» que en su acepción de charlar o parlotear se aplicaba a la especie de diálogo colectivo e improvisado que se establecía entre los músicos de jazz durante sus interpretaciones. Y aún más, se invocaba al inventor del saxofón, instrumento por excelencia del jazz, Adolphe Sax, nacido en una Bélgica bajo dominio francés en 1814, y a la patente del instrumento en París en 1846.
El propio Charles Delaunay organizó desde el Hot Club varias conferencias en octubre de 1940 y editó folletos de los que se hizo eco la prensa, recogiendo ese mito de un origen francés allende los mares, la presencia de estos ritmos en compositores nacionales como Debussy, Ravel o Stravinsky, y la importancia de los auténticos músicos franceses de jazz que él promovía.
Leer hoy estas explicaciones evoca, inevitablemente, el estereotipo del chovinismo francés, pero un análisis del contexto histórico en que surgieron matiza la mera apropiación o soberbia cultural. Para los primeros amantes del jazz, como Delaunay, la nueva música había supuesto la aparición de algo que podía convertirse en seña de identidad de una juventud moderna y vanguardista, que les diferenciaba de la tradición, del pasado y les situaba en una posición privilegiada para hacer del XX, su siglo. El drama de las dos guerras mundiales no solo sembró Europa de cadáveres y destrucción, sino que amenazó la supervivencia y el futuro de toda una generación, cuyas ansias de progreso y libertad se vieron truncadas por la sinrazón y la muerte. Defender la música que les definía era vital para mantener su independencia y sus esperanzas. Y ante la prohibición en la Francia ocupada de la música estadounidense y de la ejecutada por negros y judíos, tratar de convencer de la francité del jazz era una forma de resistencia y una estrategia de supervivencia que les permitía seguir impulsando, en mitad del horror y el aislamiento de la guerra, sus deseos de modernidad y sus ideales.
Eso es lo que justifica, o al menos explica, por qué en los tiempos del Jazz matissiano, esta música «era» o quería ser francesa, y no solo una exaltación de los valores nacionales y de la «grandeur de la France», en la línea del gobierno de Vichy (nada más lejos de Delaunay, miembro de la resistencia francesa) y sus afines, como André Cœuroy, autor en 1942 de una Histoire général du jazz donde se reiteraba la apropiación de la invención: «por su historia, por su materia, el jazz es nuestro, su futuro está en nuestras manos».
Y, desde luego, si su conocida procedencia estadounidense no es cuestionable, tampoco lo es que entre los años treinta y cuarenta Francia hizo suyo el jazz, con sus propios músicos, promotores y teóricos y con un potente foco internacional en París, donde en mayo de 1949 Delaunay organizó el primer festival internacional dedicado al nuevo sonido del siglo XX; una clara manifestación de que también existía un jazz francés.
En 1947, la edición del libro de Matisse y Tériade coincide, pues, con la eclosión de un jazz que, irreductible durante la Segunda Guerra Mundial gracias a su disfraz nacionalista, será símbolo de la juventud de posguerra, reverenciado por los intelectuales de la Rive Gauche y que volvía a abrirse a los músicos americanos. Pero la herida de la guerra no había cicatrizado aún y mientras Francia se recuperaba de la tragedia, el centro del arte internacional se desplazó a Nueva York, donde los artistas europeos exiliados durante la contienda dieron forma, junto a los estadounidenses, a una nueva meca artística. Si Jean Cocteau había descubierto el jazz francés en el Casino de París, Jean-Paul Sartre lo hacía ya en América, en el mismo año 1947. Sus impresiones describen el espíritu que late en el libro de Matisse, en un jazz que era ya patrimonio internacional de la modernidad: «los músicos le hablan a lo mejor de ti, a lo más resistente, lo más libre, a la parte que no quiere ni melodía ni estribillo, sino el más ensordecedor clímax del momento. Te agarran, no te arrullan. Golpean, giran, chocan, el ritmo se dispara. Si eres fuerte, joven, nuevo, el ritmo te engancha y te sacude». Quedan invitados a nuestro hot club matissiano, les esperamos en el Museo Carmen Thyssen Málaga.