Más allá de la naturaleza

“Yo que soy un hombre de ‘constitución ordinaria’ he hecho todo lo posible para convertir mi alma en monstruosa. Como nadando a ciegas, me he hecho vidente. He visto. Y me he encontrado, para mi sorpresa, enamorado de lo que veía, deseoso de identificarme con ello.” Max Ernst, 1936

En nuestro deseo (y necesidad) de aprehender y comprender el mundo que nos rodea, de encontrar un sentido a todo, hemos compilado y transmitido a lo largo de los siglos nuestro saber y también nuestro desconocimiento sobre la naturaleza. Cada época histórica ha tratado de reflejar su inextricable complejidad para ilustración y asombro de contemporáneos y sucesores. Y si hoy los medios para contener nuestras verdades, teorías, sospechas y errores son tantos que las generaciones del futuro tendrán serias dificultades para recopilar las informaciones en ellos contenidas, nuestros antepasados concentraron el mundo por ellos conocido e ignorado en publicaciones que, bajo el amplio título de Historia natural, compendiaban en extensos volúmenes todo lo referente a las especies y su medio y modo de vida.

La primera gran enciclopedia de la naturaleza se la debemos, como es sabido, a Plinio el Viejo, autor, en el siglo I d. C. de una Naturalis historia en treinta y siete libros, un esfuerzo científico sin precedentes que refundió datos procedentes de centenares de fuentes previas e incorporó las observaciones propias de un apasionado naturalista, que abandonó este mundo víctima de esa naturaleza cuyos misterios había querido desentrañar y transmitir, en la erupción del Vesubio que en el año 79 sepultó Pompeya y Herculano.

Pese al monumento científico que representa esta obra en su tiempo, queda patente en sus páginas que entonces, como hoy, era imposible entender todo lo que ocurre en el mundo natural y que junto a la ciencia comparece en ocasiones la invención, la creación de otra naturaleza, inverosímil y, podríamos decir incluso, surrealista.

Recuerdo con especial deleite en este sentido el capítulo II del libro VII, «De los Escitas y de la diversidad de otras gentes» en el que los tipos descritos por Plinio parecen sacados de un bestiario de criaturas fantásticas que bien podrían haber creado Dalí o Max Ernst: hombres de un solo ojo, otros con los pies vueltos hacia atrás o que ven en la oscuridad o tienen sudor venenoso, otros que matan todo lo que tocan, otros que nunca sufren dolor de cabeza (¡beati illi!), otros con cabezas de perros… Y mis preferidos, los esciápodos, de una sola pierna que «en el tiempo de grande calor echados en el suelo boca arriba se amparan con la sombra de los pies», y que en otra ocasión me volví a encontrar en las páginas de otro repertorio de las maravillas naturales descubiertas en América, en la descripción de los habitantes de aquellas tierras ignotas que el conocimiento científico europeo, sobrepasado por tanta novedad, había convertido en seres increíbles y fantásticos, dignos moradores de un cuadro del Bosco… o de Yves Tanguy.

Ilustración de la Historia natural de Plinio

Podríamos considerar estas «creaciones» naturales fruto de la ingenuidad o del miedo a lo desconocido, pero también de un anhelo de descubrimiento, de una búsqueda más allá de lo rutinario y lo evidente, y de la intuición humana de que la naturaleza nunca dejará de sorprendernos en su variedad. Pues no pocas cosas reales son tan sorprendentes y alucinantes, sobre todo para el apócrifo en el ámbito científico, como las de ese mundo ficticio.

Y si el hombre siempre ha sido una bestia para el hombre, no menos amenazantes y surrealistas son los bestiarios medievales y renacentistas, llenos de animales fantásticos, en los que el principio generador es la metamorfosis natural, la hibridación y combinación fortuita y monstruosa de distintas especies, ya sean de un mismo género o de varios. Estos seres extraordinarios van más allá del temor o la ignorancia, adentrándose en las profundidades de la imaginación y del sueño de la razón, surgidos de una naturaleza que escapa por completo al dominio de la ciencia humana. Y, sin embargo, sus fuentes siguen teniendo un anclaje real en Durero, Arcimboldo o Goya, y los repertorios que los abordan, como los códices iluminados medievales, la misma vocación descriptiva de un tratado naturalista «normal».

Basilisco, en el Bestiario de Aberdeen, siglo XII

Que Max Ernst (Brühl, 1891-París 1976) escogiera precisamente Historia natural como título para su carpeta de treinta y cuatro frottages editada en París, en 1926, me resulta, pues, especialmente elocuente de la intención del artista alemán: interrogar a la naturaleza para desvelar sus secretos y presentar los resultados de la investigación como una verdad científica; exactamente lo mismo que pretendían los naturalistas. Como en los tratados antiguos, Ernst escruta lo natural para descubrir las caprichosas combinaciones de elementos que permiten crear formas. En el mundo real existen unas, pero bien podrían haber sido otras, parece decirnos en sus dibujos.

Ernst, El evadido, 1925, colección particular
Ernst, Los diamantes conyugales, 1925, colección particular

Es conocida la leyenda, transmitida por el propio Ernst, sobre su «descubrimiento» del frottage y sobre el nacimiento del universo que describe su Historia natural. Fue un «día memorable», el 10 de agosto de 1925, en Pornic, una localidad de la costa atlántica francesa, cuando «encontrándome, en un día lluvioso, en un hotel a orillas del mar, me sorprendió la impresión que ejercía sobre mi mirada irritada el suelo, cuyas ranuras se habían acentuado a causa de innumerables lavados. Decidí entonces interrogar el simbolismo de aquella obsesión, y, para ayudar a mis facultades meditativas y alucinatorias, saqué de los tablones del suelo una serie de dibujos, colocando sobre ellos, al azar, unas hojas de papel que froté con lápiz. Mirando atentamente los dibujos así obtenidos […] me sorprendió la intensificación súbita de mis facultades visionarias y la sucesión alucinante de imágenes contradictorias. Despertada y maravillada mi curiosidad, pasé a interrogar indiferentemente, valiéndome del mismo medio, a toda clase de materias que pudiesen encontrarse en mi campo visual: hojas y sus nerviaciones, los bordes deshilachados de una tela de saco, las pinceladas de una pintura “moderna”, un hilo desenrollado de bobina, etc. Mis ojos vieron entonces cabezas humanas, animales diversos […] rocas, el mar y la noche, terremotos, la esfinge en su cuadra, unas mesitas en torno a la tierra, la paleta de César, falsas posiciones, un chal con flores de escarcha, las pampas […]. Reuní bajo el título de Historia natural los primeros resultados obtenidos mediante el procedimiento del frottage

De las manos de Ernst y de objetos comunes y reales surge toda una cosmogonía, la creación de un universo cuyas leyes intenta descifrar el artista. Es la propia realidad la que le suministra las fuentes para esa exploración y experimentación que Ernst definía como «más allá de la pintura» y que iba también, podríamos añadir, más allá de la naturaleza. A partir del frotado sobre diversas superficies y texturas (tablones de un suelo de madera, cordeles, malla metálica, papel arrugado, corteza de pan, etc.), el artista obtiene imágenes fantásticas surgidas con el mismo azar que parece latir en la configuración de lo natural, como si las hubiera extraído del reverso de lo real, como si hubieran estado siempre ahí, ocultas, y solo un demiurgo pudiera hacerlas aflorar. O como si lo real fuera tan complejo de entender que solo dejando actuar al subconsciente pudiéramos asimilarlo.

Para Ernst, el frottage es un equivalente plástico a la escritura automática propuesta por André Breton como medio de creación surrealista, en el que el artista se deja llevar por los impulsos de su subconsciente y en el que la razón ha desaparecido como mediadora entre la mano y el papel. Al practicar ese dibujo, Ernst se veía a sí mismo como un mero espectador del nacimiento de sus obras, del surgimiento de todo un nuevo y sorprendente universo. Frotando con lápiz o carboncillo sobre un papel dispuesto en un material con textura lograba efectos e imágenes inesperados y fortuitos, que surgían de manera inconsciente e incontrolada y que se convertían en objetos, criaturas y paisajes extraños y fantásticos, en todo un repertorio de especies surrealistas.

Plasmada, así, su investigación como las ilustraciones de un peculiar tratado científico, Ernst sintetiza y compila una naturaleza alternativa, creada colectivamente por los integrantes del movimiento surrealista. Desde que el Manifiesto surrealista de André Breton «oficializara», en 1924, esta propuesta de la vanguardia del arte del siglo XX, hasta que en 1939 comenzó la disgregación del grupo, con el exilio de varios de sus integrantes, huyendo de la guerra, principalmente a Estados Unidos, las obras del movimiento definieron la geología, física y biología de otro mundo con sus propias leyes, a través de pinturas, esculturas, frottages, grattages (aplicación del principio del frottage a la pintura, rascando en este caso las superficies), collages, las decalcomanías inventadas por Óscar Domínguez o incluso cadáveres exquisitos. Sin gravedad, donde lo sólido se vuelve blando, donde no hay horizonte ni límites espaciales, en esta naturaleza que parece existir bajo la luz de un amanecer perpetuo, impera el silencio y la sensación de vacío y devastación, se borran las fronteras entre lo material y lo humano, o entre lo animal y lo vegetal, entre los mundos y especies naturales e impera la fragmentación y la libertad.

Para Giorgio de Chirico, el universo surrealista tenía el aspecto de inquietantes ciudades vacías, habitadas por maniquíes sin rostro y estatuas griegas, atrapadas en amaneceres apocalípticos, en un entorno inerte de arquitecturas clásicas que se mezclan con fábricas y trenes del mundo real. Como en esos sueños en los que todo nos resulta reconocible pero sumamente extraño, como pasado por un tamiz alucinógeno.

De Chirico, Las musas inquietantes, 1916-1918, Stanley Museum of Art, Iowa City

En Joan Miró encontramos ojos, constelaciones, peces, pájaros que flotan como apariciones fantasmales en el personal cosmos del artista, como notas de una caótica partitura, quizá la de la música de las esferas celestes de Pitágoras.

Miró, Carnaval del arlequín, 1924-1925, Albright-Knox Art Gallery, Buffalo

Salvador Dalí reúne en sus pinturas objetos blandos, patas que, como raíces, salen de todo tipo de objetos, teléfonos-langosta, hombres de ladrillo, figuras desmembradas, paisajes desolados, desérticos y el Mediterráneo bañando un Cadaqués visto antes de la existencia de la vida o después de un cataclismo.

Dalí, La persistencia de la memoria, 1931, MoMA, Nueva York

Troncos, huesos, corales, formas petrificadas, formaciones geológicas soñadas conforman una especie de fondo marino sin agua en Yves Tanguy.

Tanguy, El sol en su joyero, 1937, Peggy Guggenheim Collection, Venecia

Leonora Carrington, André Masson y Wifredo Lam pueblan estos universos insondables de seres metamorfoseados, de animales humanizados o humanos animalizados: aves, murciélagos, cabras, peces, insectos y toda una fauna indescriptible.

Carrington, Y entonces vimos a la hija del minotauro, 1953, colección particular

Y para Max Ernst, objetos animados, bosques que parecen fosilizados, híbridos humano-animal, formas vegetales y animales fundidas y extrañas criaturas integran el tratado científico que compila la historia natural de todo un modo de ver el mundo a través de una obra de arte y que nos invita a descifrar el nexo oculto entre las cosas, sus analogías visibles.

Ernst, En el establo de la esfinge, 1925, colección particular

Nosotros hemos aceptado el reto y en el montaje de nuestra exposición, que se puede visitar en la Sala Noble del Museo Carmen Thyssen hasta el 13 de octubre, hemos dado una nueva ordenación a las láminas de la carpeta Histoire naturelle, en nuestra propia búsqueda de sentido (o no) para esta naturaleza revelada por el subconsciente de Ernst, una de las figuras capitales del dadaísmo y el surrealismo en las décadas de 1910 y 1920. Porque, al final, seguimos inevitablemente, siglo tras siglo, haciendo lo mismo: intentando explicarnos el mundo que nos rodea. Aunque a veces éste no sea, como nos muestra Ernst, más que el resultado inexplicable y fascinante de lo irracional.

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