Confinados, atrapados, escondidos, sitiados, encerrados, exiliados, por voluntad propia o de manera forzosa, muchos creadores enfrentaron el tedio, el aislamiento o la amargura de la separación de su vida en libertad refugiándose en su arte o evadiéndose a través de él, en tiempo real, o perseguidos a posteriori por los fantasmas de la memoria. Quizá en esas horas, en las que se añora la cómoda cotidianeidad perdida, en que el aburrimiento amenaza el equilibrio mental, o en que se rebelan los recuerdos, sueña el artista con un arte que, como escribió Matisse, sea “un lenitivo, un calmante cerebral, algo parecido a un buen sofá que relaje de las fatigas”.
Dibujar para pasar el rato y tratar de olvidar el sufrimiento físico era algo que Henri de Toulouse-Lautrec había practicado con asiduidad. Con una vida marcada desde la infancia por la enfermedad y las convalecencias, había dedicado largas horas a un entretenimiento que se convertiría en la pasión de su vida y, quizá, en el único asidero a la estabilidad, en la sola actividad capaz de apartar sus demonios personales, de librarle del desdén paterno, de la vigilancia materna, de la sensación de fracaso de las expectativas de una vida en el seno de la ociosa aristocracia de provincias y de la tortura permanente del dolor y la deformidad física. Dibujar para probarse a sí mismo y a los demás, su cordura y su valía.
Por eso cuando en 1899, tras sufrir en París un episodio de delirium tremens, es internado para una cura forzosa de desintoxicación de su dipsomanía en una “maison de santé” en Neuilly-sur-Seine, a las afueras de la capital francesa, dibujar es su vía de escape, incluso literal, una forma de “comprar su libertad”, como él mismo diría.
Recuperadas al menos parcialmente sus facultades, y superadas las, podemos suponer, difíciles primeras semanas de su reclusión, iniciada en febrero de aquel año, el 17 de marzo escribe a su amigo más fiel, Maurice Joyant, pidiéndole que le envíe “piedras granuladas, una caja de acuarelas con sepia, pinceles, lápices litográficos, tinta china de buena calidad y papel”, materiales, pues, para dibujar y preparar litografías, una de las técnicas artísticas que más exploró en su trayectoria como ilustrador.
Tal vez con intención de estimular la recuperación de su amigo y de darle un objetivo para pasar sus horas, Joyant, que desde 1890 dirigía la sucursal parisina de la galería del marchante y editor de estampas Adolphe Goupil, le propone editar un álbum con los dibujos que realice en la clínica. Bajo los cuidados del prestigioso alienista Dr. René Semelaigne (1855-1934), director del sanatorio La Folie Saint-James, Toulouse-Lautrec bosqueja retratos de otros pacientes y del personal del centro y se entrega a un ejercicio de memoria, dibujando, con sorprendente fidelidad pese a su estado, escenas y personajes vistos en los circos de París y que en los años precedentes habían sido también tema de algunas de sus mejores pinturas y litografías.
Pese a los buenos propósitos de Joyant, amigo de la infancia, organizador de varias exposiciones de Lautrec y su albacea testamentario tras su fallecimiento, los treinta y nueve dibujos de circo que realiza entre marzo y mayo, cuando es “liberado” finalizada su terapia, serán editados, sin embargo, póstumamente. Muerto Lautrec apenas dos años después de esta estancia en Neuilly, en 1901, la edición del álbum, con el título Au cirque (En el circo), verá la luz en dos entregas, en 1905 (por Joyant a través de Goupil, veintidós dibujos) y en 1931 (por la Librairie de France), esta última incluso póstuma al propio Joyant pero a instancias suyas.
El “cautiverio” de Lautrec, como él mismo lo definió, trascurrió en un entorno privilegiado. La “maison de santé” (literalemente, casa de salud) del Dr. Semelaigne era un establecimiento psiquiátrico para pacientes adinerados, situado en un espacio natural espectacular (https://www.neuillysurseine.fr/parc-saint-james), en el que, a finales del siglo XVIII, el barón de Saint-James había mandado acondicionar un extenso parque y una casa de recreo (una “folie”). Como en una jocosa o macabra broma del destino, la “folie”, palabra polisémica en francés que también significa locura, acabó acogiendo un centro para tratamiento de la salud mental. En 1844, otro destacado doctor, Casimir Pinel, especialista en enfermedades nerviosas había instalado allí su sanatorio, a cuyo frente estarían en los años siguientes los Semelaigne, Armand y René, padre e hijo, hasta su clausura en 1921.
Dando muestra de no haber perdido su sentido del humor, Lautrec se refería al psiquiátrico, situado en el número 16 de la avenida de Madrid, como Madrid-les-Bains (baños) o Saint-James-Plage (playa), en alusión sarcástica a las curas de salud que la aristocracia y la pujante burguesía realizaban en balnearios por las costas de todo el país y a los que él mismo había asistido en varias ocasiones. Un confinamiento con comodidades cinco estrellas el de Lautrec, sin duda.
Mientras el pintor luchaba con sus problemas personales y trataba de demostrar que su creatividad y su habilidad artística seguían intactas o, al menos, activas, para huir cuanto antes de su privilegiada prisión, la prensa francesa aprovechó su ausencia para despacharse a gusto contra un artista que incomodaba a muchos, tanto por la modernidad de un arte como por su vida de excesos y su orgullosa convivencia con la fauna nocturna del Montmartre de los cabarés y los prostíbulos y la diaria del mundo circense.
Como lectura para empezar la semana, Alexandre Hepp escribió un artículo en el diario Le Journal, el lunes 20 de marzo, en el que con una evidente inquina venía a decir que el encierro de Lautrec confirmaba lo que todos ya sabían, que estaba loco: “tenía vocación de psiquiátrico. Ahora la locura, a máscara descubierta, firmará oficialmente esos cuadros, dibujos, carteles en los que estuvo anónima tanto tiempo”. Lautrec, que parecía, según Hepp, estar inmerso en un “proyecto general de destrucción”, se merecía lo que le estaba pasando, pensaban sus enemigos.
Sus amigos, por el contrario, acudieron en rescate de su imagen pública. Muchos le visitaron en aquellos días, Joyant, Misia Natanson (esposa de Thadée Natanson, editor de La Revue Blanche en la que Lautrec publicó con asiduidad), el pintor Maxime Dethomas (con cuya hermana se casaría el pintor español Ignacio Zuloaga al día siguiente de la salida de Lautrec de la clínica de la avenue de Madrid) y Arsène Alexandre, crítico de arte, escritor y editor, entre otras publicaciones del semanario satírico Le rire, con el que Lautrec había colaborado entre 1894 y 1897 con dieciocho ilustraciones, seis de ellas de temática circense.
Será el propio Alexandre quien escriba en la primera página del diario Le Figaro, el 30 de marzo, un largo artículo en defensa de su amigo, dando cuenta de su visita, en la que se había encontrado a “un loco lleno de sabiduría, un alcohólico que ya no bebe, un hombre perdido que jamás ha tenido mejor aspecto”. En contra de sus detractores, decía Alexandre que Lautrec, “estará loco, habrá perdido la memoria, el uso de sus ojos que venía de forma tan divertida y aguda, de sus manos que manejaban el lápiz de manera tan mordaz y tan sutil, pero dibuja aún de maravilla y se está fortaleciendo”. A la vista de las láminas expuestas en nuestra Sala Noble, de las ediciones de 1905 y 1931, no se puede más que estar de acuerdo con el diagnóstico. El de Toulouse-Lautrec es en estas imágenes un arte que se impone a la enfermedad, a la deriva personal de un creador en horas bajas y a la reclusión angustiosa de quien había exprimido al máximo la libertad en el efervescente y canalla París de finales del siglo XIX.
El 17 de mayo, con la prueba de su recuperación en los dibujos realizados a lo largo de dos meses, el Dr. Semelaigne, de acuerdo con la condesa Adèle, madre del pintor, concede a Toulouse-Lautrec, aquejado de amnesia, su ansiada libertad, que será en todo caso, vigilada. Un amigo de la familia, Paul Viaud, acompañará día y noche al artista hasta su fallecimiento, para tratar de alejarle de un alcoholismo que, unido a otros problemas de salud, acabaría arrebatándole la vida a los treinta y seis años.
Cautivo estos días tras las puertas cerradas del Museo Carmen Thyssen Málaga, Toulouse-Lautrec aguarda el fin de nuestro encierro para trasladarnos al mayor espectáculo del mundo con el que soñaba desde su particular confinamiento, por estas mismas fechas, hace ciento veintiún años.
Felicitaciones a todo el equipo del Museo Carmen Thyssen Málaga, espacio recoleto en el casco antiguo de la ciudad y dedicado a la sublimación de los sentidos a través del arte. Desde México agradecemos su actividad en línea por sus excelentes contenidos, como el que he disfrutado con esta lectura sobre arte y confinamiento, sin duda, Henri de Toulouse-Lautrec es un Artista en toda su expresión y llega a nosotros con esta espectacular obra dedicada al Circo que el Museo a tenido a bien trabajar para su exhibición, la cual he seguido en línea y ahora nos ilustran con este gran artículo de Bárbara García Menéndez. Quien nos invita a la reflexión en estos tiempos y nos demuestra que ante las perores circunstancias y en tiempos de crisis el arte es un aliciente y un bálsamo en nuestras vidas.
Gracias.
Gilberto Ramírez Toledano
Le agradezco muy sinceramente su comentario, Gilberto, y su interés y entusiasmo por nuestro museo y sus proyectos. Es un placer compartir con nuestros seguidores los contenidos de las exposiciones del Museo y acercárselos también desde diversos enfoques a través de este blog.