El tiempo de la creación (Antonio López y María Moreno)

Por María López

Mis padres, los pintores Antonio López y María Moreno nacieron en 1936 y 1933 respectivamente. Se conocieron en la Escuela de San Fernando de Madrid en los años cincuenta. Se casaron en 1961 y han trabajado juntos, codo con codo, hasta hoy. Ahora tienen 81 y 82 años. Como la mayoría sabe, sus trayectorias profesionales y vivencias van unidas a ciertas figuras, como las del pintor Antonio López Torres, tío de mi padre, Francisco y Julio López Hernández, Isabel Quintanilla, Amalia Avia y Esperanza Parada, casi todos reunidos en esta exposición.

Fotografía: El País. Gorka Lejarcegi

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Pintura comestible (tutti frutti)

«Yo con vigor diferente
Convenzo la vista humana,
Que juzga, al verme presente,
Ser cuerpo, que espira y siente,
Lo que es superficie llana.»
Juan de Jáuregui, Rimas, 1786

Esta receta necesita membrillos, pero no muchos, bastará con los que caben en un plato. Antonio López intentó pintar demasiados en su Sol del membrillo, pero no le dio tiempo porque estaba el tiempo muy malo, y, por su propio peso, los membrillos acabaron por el suelo. La naturaleza alecciona a los artistas, para pintar la fruta con detenimiento mejor al cobijo del estudio, porque a la intemperie hay demasiadas distracciones y además los frutos tienden a desprenderse de las ramas.

La fragancia del membrillo es una delicia, pero su carne es tan ácida y áspera que no se puede comer cruda. Será por el tanino, sustancia tóxica en dosis elevadas, como el exceso de realidad en el arte. Conviene cocinar el membrillo con pocos ingredientes, azúcar y agua serán suficientes, como la luz y el color de la pintura. Se trata de ajustar las proporciones. Pura alquimia de fuego lento y paciencia que convierte la pulpa en delicioso dulce de membrillo (como el que según parece se hace en casa de los López con los frutos caídos).

Isabel Quintanilla, Bodegón del membrillo, 1984. Colección particular

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Edo, capital del mundo flotante

En la segunda mitad del siglo XIX, Europa descubrió el arte japonés. Desde luego no fue esa la primera vez que las manifestaciones artísticas niponas se veían aquí, pues a través de comerciantes, viajeros y misioneros, los europeos habían tenido contacto con Japón en el XVI. Sin embargo, desde comienzos del siglo XVII y hasta las décadas de 1850-1860, el férreo gobierno militar de los shōgun cerró Japón a cualquier relación con el exterior, por lo que su reapertura comercial y cultural a Occidente, tras un siglo y medio de aislamiento, fue como una ventana abierta de par en par a un mundo nuevo. Las Exposiciones Universales, como las celebradas en Londres y París por aquellos años, y la llegada masiva de productos artísticos japoneses permitieron que, desde mediados del XIX, artistas y coleccionistas se dejaran seducir por un universo visual novedoso y fascinante, muy diferente del occidental y cuya imitación o asimilación abría nuevas perspectivas en el fatigado arte europeo, ansioso de renovaciones.

Pabellón de Japón en la Exposición Universal de París, 1878

Anuncio de la tienda Fantaisies Japonaises de Samuel Bing, en París

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“La apariencia de lo real” en la tienda del Museo Carmen Thyssen Málaga

(Nuestro agradecimiento a los artistas)

¿Cuál es la función principal de la tienda de un Museo?

La respuesta a esta pregunta parece fácil. Conseguir ingresos explotando comercialmente la colección que custodia, así como las obras de las exposiciones temporales que programa la institución.

Este es el cometido principal de una tienda de Museo, sí. Pero no el único. Sigue leyendo

Leyendas del Oeste: estereotipos

«This is the West, sir. When the legend becomes fact, print the legend.»
John Ford, The Man Who Shot Liberty Valance (1962)

Al hilo de mi anterior post sobre las leyendas del Oeste, y a propósito de los conceptos de mito y leyenda, desde un punto de vista puramente léxico es posible desmitificar pero no deslegendizar (espero que a nadie más se le ocurra usar esta palabra). Lo cual puede explicarse por una peculiar simbiosis entre leyenda y estereotipo que, lejos de menguar su poder de influencia, convierte el dúo en una sociedad inquebrantable, con su dosis exacta de sólida realidad e invención prejuiciosa, como un monumento más fácil de abrillantar que descabalgar de su peana. Aun así, intentemos desmontar la leyenda, por el puro placer iconoclasta.

Frederic Remington, El trampero, 1903. Colección Carmen Thyssen-Bornemisza

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Leyendas del Oeste: indios

Aunque podría parecerlo, mito y leyenda no son la misma cosa. El mito es atemporal y se alimenta exclusivamente de invención, mientras que la leyenda se fundamenta en la historia, aunque deformada por una narración que pone los acentos en ciertos fenómenos sobrenaturales. Y esta leyenda de indios del Oeste comienza como un mito: el del buen salvaje.
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Leyendas del Oeste: pintores

Al iniciarse el siglo XIX, en Europa triunfaba una pintura que rendía culto a los grandes personajes y acontecimientos de la historia, una pintura mayúscula en sentido literal, basada en los principios académicos del clasicismo; al tiempo que Estados Unidos, país fundado un 4 de julio de 1776, carecía todavía de relatos y tradiciones dignos para su propia narración artística. La distancia entre ambos centros artísticos era abismal, lo cual se comprende al confrontar el principal arte oficial del momento, el retrato (de aparato) de sus líderes. Así, en Francia Jacques-Louis David o Dominique Ingres creaban una imagen sublimada (mitológica) del emperador Napoleón, en España Goya convertía a la insulsa familia de Carlos IV en obra maestra, mientras en Estados Unidos Gilbert Stuart fabricaba la imagen de George Washington, el primer retrato icónico norteamericano, que visto con perspectiva presenta un amaneramiento acartonado y una heroicidad de guardarropía. [Como nota curiosa, el Thyssen de Madrid posee en su colección un interesante retrato de un esclavo, cocinero de Washington, firmado por Gilbert Stuart].

Gilbert Stuart, George Washington (retrato Lansdowne), 1796. National Portrait Gallery, Washington D.C.

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Quiero despertarme en una ciudad que no duerme

No es difícil imaginar la fascinación que Nueva York despertó en Joaquín Sorolla, el encuentro con la gran urbe que crecía rápidamente hacia lo alto con sus rascacielos, su ritmo ajetreado, su población tan variopinta. Sin duda muy diferente a las ciudades que él conocía: su Valencia natal, Madrid, e incluso París, la capital del arte en aquel momento. La Nueva York que Sorolla (1863-1923) vio en sus viajes de 1909 y 1911 era muy distinta de la actual megalópolis. Conservaba aún mansiones señoriales y un cierto carácter de la vieja Europa que en las décadas siguientes iría desapareciendo al compás de la veloz modernización que transformó el Nuevo Mundo y lo dotó de su propia idiosincrasia. Pero no dejaba de ser un lugar vibrante, sorprendente, cautivador y nuevo para un artista apasionado por la vida y la luz, como lo era Sorolla.

Joaquín Sorolla, Central Park, 1911. Museo Sorolla, Madrid

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Leyendas del Oeste: la frontera

«We can never have enough of nature
Henry David Thoreau, Walden, Life in the Woods, 1854

Comenzamos una serie de textos sobre las leyendas del Oeste atendiendo a la que concierne al espacio físico donde se desarrollaron los acontecimientos, monumentales escenarios que sirvieron para subrayar la épica de las narraciones. Se trata de una inmensa región con un clima de extremos violentos, una naturaleza virgen, en apariencia infinita, compuesta por animales salvajes, caudalosos ríos, frondosos bosques, extensas praderas, abruptas cordilleras, implacables desiertos… En el vasto territorio conocido como la «frontera» (frontier), término que no alude tanto a la línea que separa dos regiones (la frontera natural del río Misisipi), sino que se refiere, en sentido etimológico, a la tierra que está en frente, el Lejano Oeste.
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Blanco de plomo

«… una luz cegadora, un disparo de nieve…»
Silvio Rodríguez, Ojalá

Uno no deja de asombrarse por la potencia evocadora y la riqueza de matices de estos pequeños gouaches neoyorquinos de Sorolla que se exponen ahora en el museo. Están pintados en el comienzo de la primavera de 1911, con una meteorología cambiante que permite al artista captar la ciudad bajo diferentes efectos. Vemos la lluvia sobre el asfalto, la luz plomiza, los reflejos eléctricos en la noche, el pleno sol o la nieve en Central Park. Un repertorio de condiciones atmosféricas ideales para que un artista portentoso ejercite, con unas pocas pinceladas, su enorme magisterio.

En aquel momento, Sorolla está descansando en Nueva York con su mujer Clotilde, tras un triunfante tour de exposiciones por Estados Unidos. Además, comienza a bosquejar el que será el gran encargo de su vida, el ciclo de la Visión de España, que realizará para su mecenas Archer Milton Huntington. Estos gouaches son nada más (y nada menos) que un divertimento, sin mayor pretensión que el de capturar un recuerdo, una especie de suvenir que llevarse de vuelta a España.

Joaquín Sorolla, Nieve en Central Park, Nueva York, 1911. Gouache sobre papel. Museo Sorolla, Madrid

Joaquín Sorolla, Nieve en Central Park, Nueva York, 1911. Gouache sobre papel. Museo Sorolla, Madrid

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