Varios museos y exposiciones después y con los ojos llenos de imágenes, contemplar una obra de arte realista me sigue pareciendo un reto, sensorial e intelectual. Habrá quien piense, al contrario, que ese tipo de obras se «entienden» con facilidad, porque se «parecen» a cosas reales que ya llevamos grabadas por aprendizaje en nuestro repositorio visual, particular y común, y no nos cuesta admirar la maestría en la imitación de lo real de los artistas que las han creado. Pero si además de a mirar lo que se nos muestra, estamos dispuestos a ejercitar nuestra percepción de manera más activa, nos encontraremos con que más allá de la apariencia de realidad de lo pintado puede haber todo un universo, fascinante, misterioso y complejo, que deja a nuestros ojos atónitos, reclamando auxilio al intelecto y a éste rogando a la vista más información, para poder «entender».
Veamos un primer ejemplo, muy contundente, en mi opinión, de cómo lo real fingido no es tan sencillo ni tan accesible a simple vista.
Membrillo, repollo, melón y pepino, pintado por el toledano Juan Sánchez Cotán en los primeros años del siglo XVII (San Diego Museum of Art) es, como su explícito título indica, un sencillo bodegón en el que se representan unas frutas y verduras que su autor, propietario de una mano privilegiada para la copia de la realidad, nos presenta con todo lujo de detalles naturalistas en sus colores, texturas, corporeidad, frescura.
Estos alimentos aparecen sobre una repisa de piedra… ¿o es una ventana? Si lo es, no se ve nada al otro lado. Podría ser una alacena. No, el fondo negro no parece cerrar el hueco, da la impresión de que esa oscuridad esconde un espacio, insondable pero tangible; si pudiéramos meter el brazo en el cuadro, seguramente no tocaríamos el fondo. ¿Qué estamos viendo en realidad?
Por otro lado, ¿qué hacen un membrillo y un repollo colgados de sendos cordeles? Si seguimos los objetos, de izquierda a derecha, parece que estuviéramos viendo una secuencia temporal, si no fuera porque los alimentos son distintos. Es como si se fueran descolgando, rodando por la repisa (o lo que sea) y finalmente quedando en su borde, a punto de caer. Intrigante cuando menos. E hipnótico. Una vez que nos hemos dejado enganchar por la inquietud que genera el cuadro, ya no hay marcha atrás. Necesitamos interpretar lo que vemos, intentamos «entenderlo».
Probemos: podría ser una ventana vista desde el exterior, con un rayo de luz natural que destaca algunas frutas y que no alcanza a penetrar el interior del espacio, que se queda oculto, pero que intuimos claramente que está ahí. Los objetos, iluminados de esta manera, adquieren una poderosa tridimensionalidad, que los hace «reales» y su peculiar disposición es, evidentemente, una composición creada intencionadamente por el pintor. No es pues un mero fragmento de realidad copiado tal cual. Lo real se ha convertido en materia pictórica, con la que el artista juega para explorar la perspectiva, la tridimensionalidad, las texturas. Y para, sin duda, engañar a los que contemplamos su obra, haciéndonos cuestionar lo que vemos. Y, sin embargo, parecía tan fácil de ver y su apariencia tan real…
Estos recursos pictóricos que aspiran a borrar las fronteras entre el cuadro realista y el espacio físico del espectador se conocen en español con una palabra, a mí parecer, hermosa: «trampantojos», muy explícita de su objetivo. En nuestra exposición La apariencia de lo real hemos querido que el espectador se enfrente a un desafío visual, que se plantee los límites de la pintura y la realidad, y que disfrute de un arte, el realista, que encierra enorme riqueza, incluso en la más sencilla de sus muestras. En ella hay, por supuesto, trampas al ojo, en una pequeña presentación de un género de larga tradición y excepcionales logros por el que, de forma absolutamente anárquica, les propongo un fugaz recorrido.
La pintura flamenca y la holandesa del siglo XVII produjeron sofisticadísimos y fascinantes trampantojos que sobrepasan incluso el formato habitual de un lienzo. Desde que la técnica de pintura al óleo se generalizó, a partir del siglo XV, artistas de aquellas procedencias se afanaron en el desarrollo de una pintura naturalista, gracias al virtuosismo que el óleo les permitía para la captación de la luz y las texturas, alcanzando hasta del más mínimo detalle realista. Pero no solo exploraron la tangibilidad de los objetos, buscando un simulacro pintado de lo real, sino que concibieron la totalidad del cuadro como un espacio que podía jugar con la percepción del espectador, haciendo que los interiores representados en estas obras parecieran una continuación del lugar en que aquél se encuentra. Si para Alberti el lienzo era una ventana abierta desde la que se podía observar la historia que en él transcurría, estos cuadros no solo nos dejan asomarnos a lo que acontece en ellos, sino que nos obligan a meternos dentro, e incluso a querer ver más de lo que se nos muestra, a sentir una curiosidad de voyeur por lo que se insinúa al otro lado de puertas y ventanas entreabiertas, en las que el espacio del lienzo continúa, aunque nos toque quedarnos con las ganas de saber cómo y hacia dónde.
La lista de obras que permite ilustrar esto es infinita, pues durante siglos el arte holandés y el flamenco practicaron con ahínco, asiduidad y maestría esta pintura en la que la perspectiva, la ilusión óptica, la luz y el color se conjugaron para hacer de cada lienzo una experiencia visual única, un reto a la mirada. Para comenzar la selección podemos enfrentarnos al Retrato del matrimonio Arnolfini, pintado por Jan van Eyck en 1434 y que nos muestra a una pareja de burgueses de Brujas en una alcoba de su casa, vestidos con unas ricas ropas cuyas telas ha destacado especialmente el artista.
Pero es sin duda el espacio el que nos desafía, pues el trabajo perspectivo lo une al nuestro, la luz lo abre al exterior dentro del propio cuadro, a través de una ventana por la que vislumbramos un jardín y un balcón enrejado y sobre todo, porque el espejo que cuelga en la pared del fondo nos devuelve una imagen de nuestro lado del cuadro. Evidentemente no somos nosotros quienes se reflejan en él, porque, aunque ya casi se nos haya olvidado, el espejo no es real, pero este recurso nos ha transformado de observadores pasivos en potenciales protagonistas del lienzo. Acabamos de ocupar el lugar de un contemporáneo de los Arnolfini que acabara de irrumpir en la habitación donde están posando. El lienzo ha dejado de ser bidimensional, ahora es una caja espacial, una habitación completa, con sus cuatro paredes y una de ellas está detrás de nosotros.
Una de mis piezas favoritas de este tipo de pintura ilusionista es la Vista de un corredor realizada por Samuel van Hoogstraten en 1662 (National Trust, Dyrham Park).
Solo el primer término del cuadro ya deja sin aliento a las neuronas. Estamos ante un arco que da acceso a un largo pasillo a cuyos lados se sugieren estancias y el exterior, cuya luz inunda la casa. Parece a primer vistazo una suerte de pórtico que da la bienvenida a nuestra mirada. Pero es que la perspectiva del arco, en la parte superior del cuadro parece forzada de tal manera que la pared de la estancia que hay detrás sea el propio tímpano del arco, cuyo volumen lo convierte casi en una pieza de escultura, de la que cuelga, claramente invadiendo nuestro espacio, una jaula con un pájaro. Es decir, un espacio que parece venir hacia nosotros en la parte superior se abre sin embargo en la inferior varios metros hacia el fondo. El artista está jugando un doble engaño, fingiendo lo real hacia dentro y hacia fuera del cuadro a la vez, pero recordándonos también que todo es un timo de trileros; que sí, seguimos viendo una pintura sobre un lienzo.
Avanzamos y observamos a varios personajes sentados a una mesa y, por si no hubiera pocos recursos visuales para crear un espacio fingido, un espejo nos deja ver el rostro del hombre de espaldas a nosotros y nos mete una vez más dentro de la habitación.
Pintada en Londres para Thomas Povey, un mercader y político londinense, tuvo ya desde el primer momento una ubicación en la casa de su propietario que ampliaba el exquisito juego óptico del cuadro: tras una puerta que escondía no una habitación, como cabría esperar, sino este interior holandés. En su emplazamiento actual, Dyrham Park Mansion, en Gloucestershire, se ha respetado el engaño visual… imposible resistirse a seguirle el juego a Hoogstraten.
Este mismo pintor es el autor de un ejemplo soberbio de otro tipo de obras que dan un paso más allá en la búsqueda del ilusionismo espacial: su Peepshow con vistas del interior de una casa holandesa (https://www.nationalgallery.org.uk/paintings/samuel-van-hoogstraten-a-peepshow-with-views-of-the-interior-of-a-dutch-house) . Se trata de una caja en cuyo interior se ha pintado un espacio doméstico que el espectador observa a través de unos agujeros que le muestran determinadas perspectivas de la casa, completamente tridimensional gracias a la disposición de los paneles pintados y a una pintura perspectiva, óptica y anamórfica. Espectacular.
Supongo que para los pintores holandeses abordar esto, que para nosotros es un reto mirar y para ellos lo era pintarlo, aportaba algo más a un género, el de la pintura costumbrista consumida por la burguesía, que mostraba una vida cotidiana anodina y plácida. Quienes compraban estos interiores lo hacían para adornar otros iguales, reales, los de sus propias casas, por lo que en ellos la confusión de lo real y lo pintado alcanzaba pleno significado. Esta pintura doméstica era expresión de un mundo confortable, del bienestar de una determinada clase social, exhibición de sus posesiones, y hoy, testimonio de una época, cautivador de por sí, pero más aún cuando se convierte en un puzle para nuestros sentidos.
No me resisto a invitarles a conocer otro trampantojo arrebatador: el violín colgado de una puerta de la State Music Room de Chatsworth House. ¡De cuántas discusiones sobre si es real o pintado no habrá sido testigo! (http://www.sothebys.com/en/news-video/blogs/all-blogs/chatsworth-house/2016/12/episode-6-jan-van-vaardt-tromp-loeil-violin.html) .
Acerquémonos ahora al trampantojo en la pintura española, muy emparentada con la flamenca por su historia común en los siglos XVI y XVII, siendo su inclinación naturalista, fundamental para el desarrollo de esta pintura en nuestro país, donde alcanzó su momento de apogeo en el Siglo de Oro, en manos de la generación de los grandes maestros: Ribera, Zurbarán, Velázquez y Murillo, pero también de Sánchez Cotán, Van der Hamen, el Labrador y tantos otros extraordinarios traductores de lo real a pintura y hábiles alquimistas, capaces de trasmutar unos pigmentos y una tela en verdad.
A diferencia del mundo holandés, donde este recurso pictórico se prodigó, como hemos visto muy rápidamente, en la pintura de interiores domésticos, en España el bodegón será el principal campo de experimentación de las trampas visuales, aunque también hay algún ejemplo, escaso, de otra temática, como veremos. El género de la naturaleza muerta, que vivió una edad dorada en el siglo XVII, recurrió en no pocas ocasiones a incluir diversos elementos que convertían las sencillas mesas y alacenas llenas de alimentos y recipientes de ricas calidades táctiles, que eran los bodegones españoles, en espacios de conexión con el espectador. Objetos que desbordan un quicio, un potente claroscuro que exacerba los volúmenes dotándoles de una corporeidad casi física, intensas sugerencias táctiles en las texturas y engaños espaciales como el ya mencionado para Sánchez Cotán y sus «ventanas», alimentaron el trampantojo en obras de intenso naturalismo, cuando no directamente en otro tipo de naturalezas muertas, llamadas directamente trampantojos, al que se dedicaron artistas del siglo XVIII como Pedro de Acosta.
Tablas fingidas de madera con objetos clavados en ellas (papeles, llaves, estantes) aparecen con frecuencia en la obra de este artista, recogiendo una temática, la del “rincón de taller” que también se había cultivado al norte de Europa y entre cuyos artífices destaca sobremanera Cornelius Gijsbrechts, flamenco, y también aficionado al ilusionismo pictórico. Les dejo dos imágenes, retándoles a discernir si alguna de las dos tiene una puerta de verdad.
Volviendo a España y al bodegón de alimentos o cacharros, en nuestra exposición La apariencia de lo real hemos reunido algunas pinturas en las que se pueden deleitar con sutiles trampas al ojo, de artistas como Zurbarán, Miguel de Pret, Juan van der Hamen y, ya en el siglo XVIII, Luis Meléndez. Pese a su aspecto menos impactante que los interiores holandeses comentados, esconden desafíos que hacen de su contemplación una experiencia fascinante. Ya saben, si quieren vivirla, aquí les esperamos. Si pestañean, se lo pierden, en todos los sentidos.
Como anticipábamos, la pintura española también exploró los límites entre la pintura y la realidad fuera del bodegón. Tienen aquí una obra de Van der Hamen, pintor de origen flamenco, que recuerda algo a Hoogstraten, en su propuesta de un espacio que prolonga el del observador y sugiere, dentro del cuadro, más espacios exteriores (en este caso con el reflejo de una ventana en un jarrón). Colocado el lienzo en el lugar adecuado, el efecto ilusionista también logra el engaño.
Pero vamos a detenernos en una pintura de figuras, el Autorretrato de Murillo, realizado como regalo para sus hijos hacia 1668-1670.
Heredero de la tradición nórdica de Hoogstraten, Gerrit Dou o Rembrandt e inspirado en los retratos de escritores que ilustraban los frontispicios de los libros, por su formato ovalado y la inclusión de instrumentos alusivos a su arte (en este caso al dibujo y la pintura), la fórmula elegida por Murillo hace de esta obra una pieza magistral del género del retrato. La mano del artista saliendo del marco donde supuestamente está retratado, crea un doble espacio fingido en el cuadro. Lo que parece una pintura es a la vez una persona saliendo de ella, para entrar en el otro espacio del cuadro, que como observadores también nosotros habitamos. Ese tránsito de lo pintado a lo real protagonizado por el propio Murillo es toda una declaración de principios del arte naturalista, por uno de sus mejores cultivadores: la frontera entre lo fingido y lo verdadero es, parece decirnos Murillo, el marco del cuadro, pero la pintura es capaz de ponerla en cuestión y romperla, maravillando a quien lo contempla. En una época en que los artistas españoles luchaban por el reconocimiento social de la intelectualidad de su profesión, tradicionalmente considerada un oficio artesanal, este Murillo se presenta como erudito literato y como un pintor capaz de convertir con su arte el acto de mirar en todo un esfuerzo intelectual.
Con su permiso, les alargo un poco más la lectura, añadiendo otro trampantojo de mi repertorio de predilecciones personales. El pintor Antonio Palomino, uno de los teóricos fundamentales del arte español en el período barroco y autor de uno de los más famosos repertorios de biografías artísticas (El parnaso español pintoresco y laureado, 1724), que tantos investigadores han tenido y tenemos como libro de cabecera, estimaba en tal grado el virtuosismo realista de Francisco de Zurbarán que para ilustrarlo comentaba el ejemplo que quiero evocarles:
«En la sacristía del convento de San Pablo, Orden de Predicadores en dicha ciudad [Sevilla], además de otras muchas pinturas suyas, hay un crucifijo de su mano, que lo muestran cerrada la reja de la capilla, que tiene poca luz, y todos los que lo ven, y no lo saben, creen ser de escultura».
Este Crucificado, hoy en el Art Institute de Chicago, pintado en 1627 para el lugar donde lo vio Palomino y donde confundía sobre su naturaleza a los devotos y curiosos, es, sin duda, un prodigio de la pintura naturalista. La iluminación tenebrista crea en efecto un volumen tan rotundo y la representación de la piel tiene una textura tan humana que parece, no ya una escultura, sino una figura real, clavada a una cruz de verdadero leño. Para un espectador del siglo XVIII, contemporáneo de Palomino, el referente de este «hiperrealismo», por decirlo impropiamente, era la escultura policromada, en la que el simulacro de lo real podía ser tan eficaz que llegaba a producir incomodidad o desagrado al observador. Entonces estas obras cumplían una función de la que los museos les hemos privado, así que podemos decir sin temor que algunas nos han llegado a parecer «gore» en sus nuevos emplazamientos. El inocente placer que nos producían los interiores holandeses llenos de recovecos ilusionistas está en las antípodas temáticas de este otro realismo crudo, pero su poder de salir del cuadro hacia nosotros es idéntico y resulta igualmente seductor y abrumador. No podemos dejar de mirar y de enfrentarnos al dilema permanente, ¿real o pintado?
Solo nos queda desvelar el truco final, el que hace que todo trampantojo sea lo que es, pues por encima de cualquier otro elemento, hay uno sin el cual el engaño no existiría: la luz. De su apariencia real depende todo el tinglado, de su posición, su color y su capacidad para desvelar u ocultar, a conveniencia del pintor, lo que se nos quiere mostrar. Y si además esa luz nos deja ver el aire que hay dentro del cuadro, la atmósfera se vuelve tan real que por un momento dudamos si sería posible seguir a Alicia a través del espejo, o cruzar al otro lado del armario que conduce a Narnia, para meternos, por ejemplo, en el antiguo Alcázar de Madrid, entrando desde la sala 12 del Museo del Prado, caminando sin detenernos, salvo para saludar a Velázquez, a través de Las Meninas. Y como los genios se reconocen entre ellos, Dalí lo vio mejor que ninguno de nosotros. Preguntado por qué es lo que salvaría del Prado en caso de un incendio, sin dudarlo respondió «el aire contenido en las Meninas, que es el de mejor calidad que hay» (https://www.youtube.com/watch?v=WG3wuWS6K9c). Pues eso, que donde mejor se respira es dentro de un cuadro, de uno de Zurbarán, de Meléndez, o de Antonio López, Isabel Quintanilla, Manuel Franquelo, César Galicia… Si desean comprobarlo, les esperamos hasta el 10 de septiembre, en La apariencia de lo real, en el Museo Carmen Thyssen Málaga por supuesto.
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Muy buen articulo.Grandes obras de arte!!
Un paseo por esta galería es un placer