«Strand tiene un ojo infalible para lo esencial.»
John Berger
Si en un absurdo propósito reduccionista tuviésemos que decidir quién ha sido el fotógrafo más determinante del siglo XX, es poco probable que Paul Strand (1890-1976) fuese nuestro favorito. Podríamos barajar varios nombres, como Rodchenko y Man Ray por sus imágenes espectaculares o decantarnos por la audacia vanguardista de Moholy-Nagy, por el lirismo de Brassaï, de Kertész, de Cartier-Bresson y hasta de Doisneau, quizá también por las fotografías descarnadas de Robert Capa o Don McCullin, por la impecable exactitud de Renger-Patzsch y August Sander, por el glamuroso encanto de Irving Penn, Richard Avedon y Edward Steichen, e incluso por la impostada ambigüedad de Annie Leibovitz o Helmut Newton. Con suerte, Strand ocuparía un puesto entre los diez mejores. Pero estoy seguro de que si hacemos esa misma petición a un grupo de fotógrafos –más inmunes al efectismo que el común de los mortales–, muchos de ellos elegirían al protagonista de la actual exposición temporal del museo (Paul Strand. La belleza directa) como primera opción.
La dilatada carrera artística de Paul Strand estuvo marcada por la mesura, la honestidad y la coherencia, virtudes intangibles que hoy no cotizan al alza. Al margen de esto, y por concretar sus méritos, Strand merecería un lugar de honor en el Hall of Fame de la fotografía por su avanzada concepción estética –fue el principal promotor de la llamada fotografía directa (Straight Photography)–, por la riqueza de su repertorio –a través de una actividad nómada que le llevó de su Nueva York natal a Canadá, México, Nueva Inglaterra, Francia, Italia, Escocia, Rumanía, Egipto, Marruecos y Ghana– y, sobre todo, por la magnitud ética de su obra, pues convirtió en visible todo aquello que se encontraba en los márgenes.
El único hijo de los Stransky, una familia humilde procedente de Bohemia –su padre era vendedor de menaje de cocina–, entró en contacto con la fotografía de adolescente en la Ethical Culture School, de la mano de su primer maestro, Lewis Hine, un pionero de la fotografía social, conocido por sus instantáneas de inmigrantes en Nueva York, quien le inculcó un profundo sentido de compromiso humanitario, a usar la cámara para denunciar las injusticias sociales y dar testimonio de la vida de los trabajadores explotados, los pobres y los marginados. Como una epifanía, Strand decidió convertirse en fotógrafo en 1907, durante una excursión con sus compañeros de escuela a la galería Photo-Secession de Alfred Stieglitz (más conocida como 291, por el número de la 5.ª Avenida en el que se hallaba). El contacto con aquellos maestros de la fotografía artística le impulsó a probar los diferentes recursos estéticos pictorialistas, tales como filtros, contraluces o desenfoques, pero enseguida encontró su propio camino, inclinándose por una fotografía más precisa y contemporánea, influida por la obra de Alfred Stieglitz y Edward Weston, en la que constituían el núcleo temático las abstracciones, la vorágine urbana y los retratos callejeros.
A partir de 1915, en los primeros años como profesional de Strand, el fotógrafo hizo gala de una pericia técnica sorprendente y sus radicales propuestas lo convirtieron en un referente de la fotografía de vanguardia –el propio Stieglitz publicó sus obras en la revista Camera Work y le dedicó una exposición individual en la galería 291–. En la fotografía de objetos y de espacios abandonó gradualmente lo reconocible, en impresionantes tomas que se encuentran entre las primeras abstracciones conseguidas intencionadamente con una cámara. Pero fue quizá en el retrato donde se mostró más intrépido, con instantáneas protagonizadas por los segmentos desfavorecidos de la próspera sociedad neoyorquina. La conciencia social y el talento de Strand cristalizaron en la fotografía directa. Para captar la espontaneidad e intimidad de sus retratados utilizó una artimaña muy astuta, fue a los barrios marginales del Lower East Side con una cámara que tenía una lente falsa, para que la gente pensara que estaba fotografiando otra cosa, y una lente real escondida bajo su brazo, de modo que sus modelos no sabían que estaban siendo fotografiados. Así, pudo completar una galería del lumpen formada por mendigos, inmigrantes, currantes, hampones, discapacitados y hombres anuncio. Al igual que Lewis Hine, su primer maestro, Strand documentó la pobreza y la condición humana en el contexto urbano moderno, como una alternativa subversiva al retrato glamuroso de estudio, pero con la cámara oculta fue más lejos (y más convincente) que cualquier otro fotógrafo social.
Paul Strand ya no abandonará la senda de una fotografía estéticamente impecable, desprovista de adornos y empática con los más desfavorecidos. El afán de fijar un universo paradójico, firmemente arraigado en un momento y espacio concretos, pero con un carácter atemporal y universal. Están hermanadas sus series de plantas de la década de 1920, tomadas desde un punto de vista muy cercano, con sus últimas fotografías de su jardín francés de Orgeval, las imágenes de formaciones rocosas en Nueva Escocia de 1919 con las de los años cincuenta en las islas Hébridas o sus estudios de puertas y ventanas repetidos a lo largo de su vida. Y son muy evidentes las concomitancias entre sus primeros retratos callejeros de Nueva York y los realizados en geografías remotas, primero en México, en la década de los treinta, y a partir de ahí en Vermont en la década de los cuarenta, en Luzzara en los cincuenta o en Ghana en los sesenta. En todas las obras, al margen del género o del lugar dónde las realizase, se advierten las virtudes intangibles a las que me referí antes: la mesura en el modo de componer las imágenes, siempre en riguroso blanco y negro; la honestidad en el modo fidedigno de aproximarse a los motivos, con un respeto absoluto por todo lo que fotografía; y la coherencia en el modo de crear un repertorio que es al mismo tiempo diverso y unitario. En relación con la de sus contemporáneos, podríamos calificar la fotografía de Strand como equidistante, ya que se encuentra entre el esteticismo del arte por el arte, de la foto bien hecha, y el mensaje directo de la propaganda y de la fotografía documental.
En la trayectoria de Paul Strand, su faceta como cineasta representa otro hito. Strand colaboró con el pintor Charles Sheeler en Manhatta, una película experimental de 10 minutos estrenada en 1921. La película, considerada por muchos críticos como una de las primeras experiencias norteamericanas verdaderamente vanguardista, muestra un día en la ciudad de Nueva York, desde el amanecer hasta el atardecer, y se acompaña de versos del poeta norteamericano Walt Whitman. El filme tuvo un carácter seminal en la génesis de otras sinfonías urbanas similares, como Berlín, sinfonía de una ciudad (1927), de Walter Ruttmann, o El hombre de la cámara (1929), de Dziga Vertov. Pero Manhatta, además de un canto a la desbordante megalópolis que le vio nacer, significó un punto y aparte, ya que a partir de entonces condujo su carrera por otros derroteros: como fotógrafo, y movido por un espíritu fotográfico aventurero, Strand comenzó una vida errante; como cineasta se centró en el documental, donde filmó algunas películas pioneras del género, como Redes (1934), un encargo del gobierno mexicano que muestra la realidad social de una comunidad de pescadores en Veracruz, o, tras fundar la productora sin ánimo de lucro Frontier Films, Heart of Spain (1937) y Native Land (1942), con Leo Hurwitz. Películas que buscan, sobre todo a través de la fotografía y el montaje, la reacción crítica del espectador y la empatía emocional respecto a lo que se presenta ante sus ojos: el sufrimiento del pueblo español durante la guerra civil o la vulneración de los derechos de los trabajadores durante el New Deal norteamericano.
Pero a pesar de que durante un tiempo Strand dedicó gran parte de su atención el cine, fue en el campo de la fotografía donde alcanzó un modo de expresión genuino, especialmente en el ámbito del retrato. Según su etimología, el término retrato –del latín retractus, participio del verbo retrahere, que significa volver a traer o hacer volver atrás– tenía en origen un sentido trascendente: nos devuelve algo que se fue, revive un recuerdo, una esencia que traspasa la finitud del tiempo y, por tanto, logra la inmortalidad. De algún modo ese carácter memorable constituye la principal cualidad del retrato, pero en la fotografía de Strand advertimos una profundidad que supera esa naturaleza testimonial, pues son los aspectos esenciales no visibles o menos visibles del sujeto los que llaman nuestra atención (espíritu, psicología, carácter). Cuando en 1932 Strand recibió por parte del gobierno de México el encargo de dirigir el departamento de cine y fotografía en el Instituto Nacional de Bellas Artes, Strand se propuso «retratar» el México rural, para dejar constancia de su singularidad y revelar su magnitud emocional. A través de fotografías muy sencillas en cuanto a la composición, y de nuevo utilizando la treta de fotografiar sin que los retratados se percatasen de ello, compuso una galería de tipos reales y humildes que son el germen de su producción posterior, en palabras de su amigo Leo Hurwitz, «una autobiografía a través de las cosas que ha visto». De su periplo mexicano nace un portfolio de fotograbados, Photographs of Mexico (1940), una exquisita edición de 250 ejemplares, uno de los cuales mostramos en la exposición, con planchas realizadas por Otto Wackernagel, impresa por Charles Furth y cuidado de la edición a cargo de Virginia Stevens, segunda mujer de Strand. Pero el portfolio mexicano es importante sobre todo en su inherencia, ya que el conjunto fue concebido como un reportaje unitario, una serie ordenada de imágenes que dan sentido a un relato y que será la fórmula que usará Strand para sus trabajos fotográficos más meritorios y publicados en forma de libro.
A partir de entonces, la fotografía de Paul Strand, en esencia realista, trató de ir más allá de la apariencia de las cosas y buscar la naturalidad y la belleza en áreas remotas. La pintura realista había tratado de lograr una transcripción literal de la naturaleza, evitando caer en lo sentimental, lo pintoresco y lo anecdótico. Una lección que fue recogida por la fotografía desde sus inicios. Pero algunos, como Strand, fueron más lejos, advirtiendo una oportunidad que no sólo consistía en mostrar la realidad a través de la cámara, sino constatar empíricamente cómo la cámara muestra la realidad. El fotógrafo –y esto le convierte en paradigma de la modernidad– no se contenta con reproducir apariencias, sino que se obceca en crear una realidad autónoma, algo que podríamos denominar su mundo. Y el mundo de Strand es tan modesto como inconmensurable, un relato protagonizado por seres anónimos a los que ningún artista consideró dar voz antes y que habitan en lugares que ningún artista consideraría apropiados para hacer carrera. Y para captar la naturaleza objetiva de la realidad con total precisión y claridad, y obtener los efectos deseados para cada fotografía, se sirvió de cámaras de gran formato con lentes de excelente calidad y cuidó al detalle todos los aspectos técnicos –revelados, impresiones o papeles–.
El compromiso social de Strand es el axioma que mejor le define. Por ejemplo, participó a mediados de los años treinta en la fundación de la Photo League, una asociación de fotógrafos que abogaba por usar su arte como una herramienta para la justicia y el cambio social. En ella, un grupo de fotógrafos consagrados –Strand ya había expuesto de forma individual en el MoMA en 1945 y en la génesis de la Photo League participaron autores de la talla de Berenice Abbott, Helen Levitt o Edward Weston– tutelaba a jóvenes fotógrafos e impulsaba la obra de profesionales y aficionados hacia una fotografía honesta y directa. Al final de la Segunda Guerra Mundial, la Photo League despertó sospechas entre los servicios de inteligencia, quienes los veían como elementos peligrosos de infiltración comunista, y en 1947 fue incluida oficialmente en una lista negra de organizaciones subversivas, disolviéndose la organización en 1951. Ese ambiente de caza de brujas del McCarthysmo impelió a Paul Strand a abandonar Estados Unidos e instalarse en Francia con su tercera mujer, Hazel. El último proyecto estadounidense que completó fue el fotolibro Time in New England (1950), con Nancy Newhall. A pesar de la serenidad de sus imágenes, subyace en el conjunto una amenaza de pérdida de la identidad regional, que será una constante de sus futuras publicaciones: La France de Profil (con Claude Roy, 1952), Un Paese (con Cesare Zavattini, 1955), Tir a’Mhurain. Outer Hebrides (con Basil Davidson, 1962), Living Egypt (con James Aldridge, 1969) y Ghana: An African Portrait (con Basil Davidson, 1976).
Una vez autoexiliado en Francia, y en un período de cambios radicales, Paul Strand utilizó la fotografía de paisaje, de arquitectura y el retrato (los géneros humanistas tradicionales) como medio de exploración etnológica y sociológica. En una sociedad cada vez más globalizada, Strand buscó las esencias intactas de los lugares que visitaba, tanto en Europa como en el norte de África. Y en su obra se aprecia siempre, aunque de un modo sutil, una responsabilidad ideológica inquebrantable, fruto de un trabajo que no tiene que rendir cuentas ante nadie. Algo que llama la atención al repasar el conjunto de su obra, en un ámbito puramente visual, es la proximidad entre las distintas series, aspecto que denota la coherencia en el modo de operar de Strand durante décadas. Así, podemos encontrar parecidos entre los retratos de europeos y los de norteafricanos, o entre los paisajes pedregosos de Nueva Inglaterra y los de las islas Hébridas, o entre las fotografías de interiores o detalles de puertas y ventanas en emplazamientos separados por miles de kilómetros. Los mismos temas, en distintos momentos y lugares, como esencia de una fotografía muy reconocible.
En gran parte fue la imposibilidad de financiar la realización de películas después de la Segunda Guerra Mundial lo que impulsó a Strand a la publicación de sus fotolibros, ya que este medio le permitía integrar la imagen y el texto de una manera similar al cine y una mayor difusión de su obra. Además, la edición de fotolibros le daba la oportunidad de trabajar con escritores afines a sus principios éticos y estéticos. Estos proyectos permiten conocer mejor su idea de la fotografía y su alta exigencia en cuanto a la calidad del conjunto, desde el relato a las reproducciones, controlando el proceso de edición con una meticulosidad obsesiva –con soluciones que hoy resultan extrañas, como el empeño por imprimir algunos de ellos en Alemania del Este, aunque eso significase su inviabilidad comercial en Estados Unidos–. De su residencia en Luzzara, en la región italiana de Emilia-Romaña, surgió el libro Un paese (1955), en colaboración con el guionista de cine neorrealista Cesare Zavattini, una colección de paisajes, retratos y escenas cotidianas de un pequeño pueblo del valle del Po.
La representación de una comunidad específica, como en el resto de la producción de Strand, se convierte en un paradigma universal de la dignidad de la vida y del trabajo rurales, pero Un paese fue particularmente relevante porque significó una aproximación neorrealista similar a la cinematográfica, otra vuelta de tuerca en su concepto del documental. Las imágenes más célebres del proyecto, como La familia Lusetti, Luzzara, son inquietantemente directas, pero la dignidad de los seres retratados es siempre superior a la impudicia que como espectadores sentimos por transgredir su intimidad.
Paul Strand sentía debilidad por el espíritu de los resilientes y estoicos paisanos, por aquellos que con orgullo plantan cara a los elementos, a la pobreza y a la opresión. Su sensibilidad humanista y su compromiso con la verdad, en una fotografía caracterizada por la total ausencia de artificio, ocultan una meticulosidad en la forma de proceder, pues cada pose, por natural que parezca, o cada encuadre formaban parte de una estudiada puesta en escena. Strand no buscaba apresar un instante decisivo, sino componer una imagen parlante. Claude Roy, con quien Strand realizó el proyecto La France de Profil, se refirió a su propósito como fotógrafo, que consistía básicamente en «capturar la grandeza de la humanidad, la verdad más simple y desnuda». Pero ¿y si esa verdad no fuese tan simple ni tan desnuda? ¿Y si no fuese tan verdadera?
Las mejores fotografías de Strand son, como señaló John Berger, «extrañamente densas», no porque estén sobrecargadas, sino porque están llenas de sustancia, de materia de vida del sujeto fotografiado. Sus imágenes son pura elocuencia, nos permiten como espectadores establecer relaciones de confianza con seres y lugares desconocidos, sin la sensación de que el fotógrafo se interponga. Y aunque no percibamos su mano se trata de un mundo de apabullante claridad e integridad creado por un solo hombre, en el que cada detalle, cada espacio o cada rostro fueron seleccionados y tratados a su conveniencia con un claro propósito: que lo ordinario amplíe cualitativamente nuestra visión del mundo, a través de momentos fotográficos que son en realidad momentos biográficos e históricos. Tanto en sus retratos como en sus objetos y paisajes hay una frontalidad intimidante, con los mínimos elementos accesorios, una realidad incontestable, una verdad rotunda, pero conviene tener en cuenta que esa fotografía también tiene truco, ya que es el fotógrafo quien decide lo que debemos mirar, sin distracciones, y ha sido él quien lo ha dispuesto todo de esa manera –y así se demuestra que la realidad artística está compuesta por ficciones invisibles; los propios testimonios de sus modelos lo certifican. En cualquier caso, el de Strand es un mundo alejado de alfombras rojas y celebrities, de modas e imposiciones del mercado, un universo anónimo y periférico, y todo ello nos resulta, y ésta es quizá la principal virtud de su obra, tremendamente familiar, pues terminamos por reconocemos en la otredad. Honestamente, quizá no sea ésta la mejor exposición de la historia del museo, pero seguro que ocupa un puesto entre las mejores, como Paul Strand en un absurdo ranking de los más determinantes fotógrafos del siglo XX.
Paul Strand. La belleza directa. Fotografías de las Colecciones Fundación MAPFRE
Museo Carmen Thyssen Málaga
Del 16 de noviembre de 2021 al 6 de marzo de 2022