Pintura insomne: Spilliaert en Málaga

Uno de los privilegios de trabajar en un museo, quizá el mayor, es participar en la organización y el montaje de exposiciones protagonizadas por tus artistas favoritos. Si se trata de una muestra de arte belga, contar con piezas de James Ensor, Félicien Rops, Paul Delvaux o, muy especialmente, Léon Spilliaert es cumplir un sueño.

Nacido en Ostende, ciudad balneario donde su padre regenta una importante perfumería, Léon Spilliaert es en esencia un artista autodidacta –a pesar de su breve paso por la Academia de Bellas Artes de Brujas– con una poderosa y singular identidad artística, influida tanto por sus lecturas de Edgar Allan Poe, Friedrich Nietzsche y Maurice Maeterlinck, como por las pinturas de Odilon Redon, Gustave Moreau y Fernand Khnopff. Tal es el virtuosismo de Spilliaert en el dibujo –con la aguada de tinta china, la acuarela, el gouache o el pastel–, que hoy es unánimemente considerado un maestro de la pintura y un referente en la configuración de la modernidad artística europea.

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Una vanguardia fugaz

Para el arte español, los años veinte y treinta del siglo XX fueron un período cargado de sueños de renovación, de esperanzas de un prometedor futuro en el que nuestros creadores se incorporarían, por fin, como protagonistas al devenir de las vanguardias internacionales con las que se había abierto la centuria. Y lo harían desde la construcción de un arte nuevo específicamente español, influido por el ambiente de modernidad internacional, pero elaborado a conciencia como una propuesta a partir de (y en reacción a) la tradición y con una identidad propia. Esas dos décadas fueron, sin embargo, un fugaz espejismo, que la guerra civil borró brutalmente. Con sus protagonistas en el exilio, interior o en el extranjero, fallecidos en algunos casos en la contienda, y, sobre todo, con el clima de efervescencia cultural que había estimulado las novedades interrumpido durante largo tiempo, la vanguardia no resurgirá, bajo las formas de la abstracción, hasta los años cincuenta. Pero esa es otra historia. La que cuenta Real(ismos) es la de aquel tiempo en que todo parecía posible y en el que nuestro arte fue muy moderno siendo realista y nuestros artistas reclamaron un lugar en el panorama internacional de la renovación. Hasta el 4 de septiembre este relato espera a nuestros visitantes en la sala de exposiciones temporales. A nosotros no se nos ocurre un plan mejor ahora que aprieta el calor. Estos son sólo algunos de nuestros motivos para no perderse esta cita en el Museo Carmen Thyssen Málaga.

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5 claves para visitar la expo de Juana Francés

La breve antología de la trayectoria creativa de la alicantina Juana Francés (Alicante, 1924-Madrid, 1990) que propone esta exposición –catorce piezas seleccionadas entre el largo centenar de obras que legó al Museo de Arte Contemporáneo de Alicante–, descubre a una de las artistas más sobresalientes del panorama español de la segunda mitad del siglo XX. Para comprender mejor su dimensión como creadora y la esencia del proyecto organizado en la sala noble del Museo Carmen Thyssen Málaga, os proponemos estas cinco claves.

Juana. Francés. Sin título, 1957
Técnica mixta, tintas y tierras sobre arpillera, 130,5 x 98 x 2,5 cm
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“Paul Strand. La belleza directa”. Las claves de una fotografía única

Haciendo un balance de toda su trayectoria, tras más de seis décadas fotografiando con una mirada singular el mundo que lo rodeaba, decía Paul Strand que se veía a sí mismo «como un explorador que ha pasado su vida en un largo viaje de descubrimiento». En nuestra exposición –que se podrá ver hasta el próximo 6 de marzo y que hemos organizado gracias a nuestros amigos de Fundación MAPFRE–, hemos querido animar a nuestros visitantes a viajar y explorar con este extraordinario fotógrafo, siguiendo sus pasos desde su Nueva York natal hasta el jardín de la casa en la que terminó sus días, cerca de París. Entre ambos lugares, 131 fotografías recorren un universo personal, de paisajes, rostros y arquitecturas que sorprenden por su aparente sencillez y deslumbran por su riqueza oculta en cada encuadre y detalle.

Estas son solo algunas de las razones por las que a nosotros nos fascina esta exposición. Para invitaros a venir a visitarla, nos sobran los motivos.

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Paul Strand: fotografía en los márgenes

«Strand tiene un ojo infalible para lo esencial.»
John Berger

Si en un absurdo propósito reduccionista tuviésemos que decidir quién ha sido el fotógrafo más determinante del siglo XX, es poco probable que Paul Strand (1890-1976) fuese nuestro favorito. Podríamos barajar varios nombres, como Rodchenko y Man Ray por sus imágenes espectaculares o decantarnos por la audacia vanguardista de Moholy-Nagy, por el lirismo de Brassaï, de Kertész, de Cartier-Bresson y hasta de Doisneau, quizá también por las fotografías descarnadas de Robert Capa o Don McCullin, por la impecable exactitud de Renger-Patzsch y August Sander, por el glamuroso encanto de Irving Penn, Richard Avedon y Edward Steichen, e incluso por la impostada ambigüedad de Annie Leibovitz o Helmut Newton. Con suerte, Strand ocuparía un puesto entre los diez mejores. Pero estoy seguro de que si hacemos esa misma petición a un grupo de fotógrafos –más inmunes al efectismo que el común de los mortales–, muchos de ellos elegirían al protagonista de la actual exposición temporal del museo (Paul Strand. La belleza directa) como primera opción.

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Prisionero de la imaginación

Dejando vagar la mente entre los aguafuertes de Piranesi que nos han acompañado estos meses en nuestra Sala Noble, fabulosos sueños de un arquitecto de ciudades y prisiones atrapadas en el papel, recordé una lectura ya lejana, de las peripecias de Giacomo Casanova (1725-1798), célebre prisionero de unas mazmorras bien distintas a las inventadas por su coetáneo y paisano Piranesi (1720-1778).

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La paradoja Piranesi: Bartleby y workaholic

El título ha quedado un tanto confuso y pedante, lo reconozco, pero no es mi intención emperezar al lector de este blog, sino animarle a conocer un poco mejor a Giovanni Battista Piranesi, tan parco en su papel de arquitecto como exuberante en el de grabador.

Que un arquitecto con sólo una obra construida figure entre los más grandes artífices de la disciplina es en sí mismo un caso digno de estudio. De alguna manera, Piranesi prefigura a los creadores afectados por el síndrome Bartleby, según la denominación que Vila-Matas ha asignado –tomando prestado el nombre del protagonista del cuento de Melville (Bartleby, el escribiente, 1853) e inspirado por la mirada de Jean-Yves Jouannais en su ensayo Artistes sans œuvres (1997)– a un mal endémico de las letras contemporáneas: escritores que no escriben, que deciden dejar de escribir o directamente sin obra. Según una máxima de Marguerite Duras, «escribir también es no hablar. Es callarse. Es aullar sin ruido».

Dibujo de Angelica Kauffmann con un posible retrato de Piranesi. Victoria & Albert Museum
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Dibujar es pensar

«No he visto aquello que no he dibujado»
Goethe

El neoyorquino Milton Glaser, grande entre los grandes del diseño, compiló los dibujos de toda una vida y las claves de su peculiar universo creativo en un libro, Drawing is Thinking. No se me ocurre una descripción más certera y aforística para el dibujo que ésa, que por otra parte procede de un ámbito creativo en el que es inusual toparse con títulos sugerentes. Lo que subyace en esa sentencia es el dibujo entendido como una manera de estar en el mundo, de prestarle la debida atención. El dibujo como un resorte que provoca que la verdad del artista emerja, se libere; dibujar para dar un sentido preciso a la mirada, para examinar la estructura de las apariencias. Porque dibujando se construye, no sólo se representa. En definitiva, dibujar como exigencia sensorial, activa y pasiva, para la mano y el ojo, pero también como lucubración.

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De profesión, dibujantes

Comienzan a tomar forma estas líneas tras unos segundos turbadores y emocionantes en que la hoja en blanco amenaza desde su imponente silencio. Es un placer sencillo, en estos tiempos inciertos, enfrentarse con un papel anhelante (o con una menos evocadora pantalla de ordenador) que apremia, mudo pero insistente, a llenarlo de palabras. Imagino en ese mismo trance a los autores de los dibujos que exponemos estos días en el Museo en Vanguardia dibujada, instantes antes de plasmar los primeros trazos de sus composiciones, de conjurar el vacío de unos simples papeles y de darles esa vida que late hoy en ellos. Y es que un dibujo transmite una sensación de intimidad creativa; como espectadores no podemos evitar sentir que estamos husmeando en el making of de un artista, el de sus obras y, en general, el de su propio lenguaje, que comenzaron ahí, experimentando sobre una hoja en blanco tras esos momentos de estimulante incertidumbre. Sin embargo, el mero hecho de que los estemos contemplando en una exposición significa que estos dibujos no han quedado abandonados en una carpeta privada, condenados al olvido por pinturas o esculturas a los que pudieron haber servido de estudio previo o que, sencillamente, se impusieron a ellos por ser «artes mayores». Han conservado (o se les ha concedido), en cambio, un valor propio de obra de arte independiente, en el que confluyen la fascinación por «leer» en ellos el gesto más personal de sus creadores y la superación, en la apreciación del arte moderno, del concepto de los géneros artísticos «menores».

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Impresiones sobre «Vanguardia dibujada (1910-1945)»

El dibujo es la primera expresión de un artista. La plasmación de una idea, la técnica que permite que el concepto se materialice y adquiera forma. Durante el pasado constituyó un ejercicio para el estudio de la perspectiva o la proporción, con ayuda de otras ciencias auxiliares, como las matemáticas. La posibilidad de conectar líneas utilizando las reglas de la perspectiva con un punto de fuga visual hizo de este entrenamiento un valor de fórmula, de taller y de academia, de bambalinas que aún no son escenario. El teatro se dejó para la gran obra, para el óleo, considerado como técnica magistral y perdurable.

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