Street Life y costumbrismo. Un menú largo y estrecho

Vamos a proponer a los lectores de este blog un menú singular, que fusione la materia prima de Street Life, nuestra actual exposición temporal en el Espacio ArteSonado compuesta por una veintena de instantáneas neoyorquinas de Lisette Model y Helen Levitt, con el espíritu de la abundante colección costumbrista andaluza del museo. Un menú largo y estrecho, que permita rastrear las afinidades entre la fotografía callejera de los años 40 del siglo XX y nuestra pintura más regionalista del XIX. A ver qué sale.

En principio, ambas manifestaciones proponen la representación de los hábitos sociales con un carácter expresivo y se amparan en la afirmación identitaria. Tanto la pintura costumbrista como la fotografía callejera transmiten valores análogos: la observación minuciosa, la predilección por la anécdota o la idea de captar la singularidad y dignidad de sus protagonistas. Además, muestran cómo hemos sido y se interesan, en las distancias cortas, por las pequeñas cosas. Comparten una conciencia social localista, sitúan al ser humano en el centro del discurso y lo presentan de forma directa y natural, en su justo contexto.

Manuel Cabral Aguado Bejarano, Majo sevillano, c. 1850

Por ejemplo, frente a la representación artística de un majo sevillano del XIX tendemos a fijarnos en cómo viste, qué aspecto tiene, qué hace o dónde se encuentra. Cuestiones indefectibles para el análisis de la fotografía callejera. Y aunque la fotografía, en tanto que reproducción analógica de la realidad, es por su naturaleza más precisa que la pintura, el costumbrismo quizá supone la expresión más concreta de las corrientes pictóricas de su tiempo. Dicho de otra manera, podemos percibir del mismo modo un paisaje o un bodegón actual que otro pintado hace un siglo, pero no sucede lo mismo con las representaciones humanas en su ámbito cotidiano, ubicadas siempre en un espacio-tiempo remoto.

La fotografía callejera y la pintura costumbrista plantean un antropocentrismo que emana de la observación directa de la realidad. Con mayor o menor fidelidad, se ocupan de los tipos anónimos y populares, cuando no estereotipos, captados en sus quehaceres diarios. Por su naturaleza son, en gran medida, expresiones etnográficas. El costumbrismo, uno de los ejes vertebradores de la colección permanente del museo, además de por su sencillez, destaca por su sentido narrativo. Es una pintura de fácil lectura y comprensión –dulce, digestible–. A nuestros ojos contemporáneos, propone una otredad para guiris, por su excesivo tipismo: usos y costumbres del pasado interpretados por personajes taurinos y tabernarios, lavanderas o conjuntos flamencos. Pero en el fondo, esas identidades ordinarias, despojadas de su linaje romántico y folclórico, no difieren tanto de las que propone la exposición Street Life: los niños que juegan en los barrios de inmigrantes de Nueva York, los marginados y excéntricos de Coney Island, la fauna nocturna de los cabarés… Una poética que, como el Lorca más vanguardista –«La aurora de Nueva York tiene / cuatro columnas de cieno»–, parece evocar un romance gitano. 

Lisette Model, Café Metropole, New York, c. 1946

Podemos afirmar sin reservas que la fotogenia, característica propia de las artes visuales contemporáneas, es la razón de ser de la pintura costumbrista, amable y pintoresca, además del consuelo de los humildes en la fotografía callejera de Street Life. En ambos casos, funciona como unidad de expresión, equivalente al fonema en la comunicación oral, y dota de vida y elocuencia las obras. La fotogenia es un principio creador –según su etimología, genio procede del verbo griego gignomai, que significa «llegar a ser»–. Se trata de un concepto que no conviene reducir a los dominios de la belleza, y en cambio sí vincularlo al magnetismo que tienen ciertas imágenes y a su capacidad para impresionarnos, a su potencial memorable. Tan fotogénica es la cantante que retrata Lisette Model en el café Metropole como el chulazo sevillano que pinta Manuel Cabral Aguado Bejarano a mediados del XIX, y no son precisamente bellos.

La videncia del fotógrafo urbano no consiste tanto en ver, sino en encontrarse en el lugar adecuado y en el momento justo. Al menos ése es el efecto que producen las fotografías en el espectador. Una verdad natural y azarosa que emerge en el revelado pero que no parece haber sido dispuesta ni prevista por el autor. En eso sí difieren costumbrismo y fotografía callejera. Esta última no diseña una realidad que rememore el pasado, lo testifica notarialmente y de forma masiva. Dice esto ha sido, como sostiene Roland Barthes, «toda fotografía es un certificado de presencia». Porque la fotografía posee una fuerza constatativa, autentifica los acontecimientos, y dentro de ésta, la sección callejera representa el grado máximo de su esencia documental. Por el contrario, el costumbrismo es remembranza pura, impostura, una colección de estampas idealizadas.

En las piezas de las dos fotógrafas de la exposición, Lisette Model y Helen Levitt, advertimos la disposición costumbrista a convertir lo ordinario en algo sobresaliente. Frente a los pintores decimonónicos, que trabajan para satisfacer las necesidades de un incipiente mercado burgués, ellas van por libre, como cazadoras urbanas de instantes, generalmente en entornos suburbiales. Cada una con su propia sensibilidad, actúan como ubicuas flâneuses. La austriaca Lisette Model más partidaria de la fotografía directa, mediante el retrato furtivo de seres anónimos en la calle y espacios de ocio nocturno, con encuadres radicales y tomas muy cercanas; y Helen Levitt atestiguando el bullicio vitalista de los barrios marginales de Nueva York, a través de una obra más documental, donde el registro de la cotidianidad alcanza una dignidad y exquisitez encomiables.

Helen Levitt, New York, c. 1940

Estas propuestas, de una modernidad abrumadora, hay que situarlas en el entorno de la neoyorquina Photo League. Una sociedad fundamental para comprender el giro verista de la fotografía norteamericana en los años 40 y resuelta a promover el cambio social a través del cine y la fotografía. Esa preocupación social es lo que impele a Model y Levitt a cazar, pero se trata de un acecho incruento, refinado y humanista, a la manera de los pioneros de la fotografía callejera: Alfred Stieglitz, Eugène Atget, Berenice Abbot, Walker Evans o Henri Cartier-Bresson. Una fórmula de éxito que se prolonga años después a través de los objetivos de Bill Cunningham, Robert Frank, Diane Arbus, Elliott Erwitt, William Klein, Sy Kattelson, Lee Friedlander o Garry Winogrand.

Esta exposición, en este museo, permite emplatar juntas la fotografía callejera norteamericana y la pintura costumbrista andaluza, dos culturas en principio incompatibles. Repertorios que subliman lo popular y son definitorios de sus respectivos tiempos. Uno muestra una comunidad urbana y multicultural; el otro lo español condensado en la tradición andaluza. Uno, más progresista, evidencia el día a día de los desfavorecidos en la nueva era contemporánea; el otro, más conservador, enaltece el casticismo amenazado por el avance de la civilización. Uno es riguroso y crudo; el otro es optimista, cuando no abiertamente elogioso. Y juntos conforman un menú insólito, a base de huevo y castaña. ¿Alguien se atreverá a probarlo?

Street Life. Lisette Model y Helen Levitt en Nueva York
Espacio ArteSonado, planta 1
Del 7 de marzo al 11 de junio de 2023
Visita virtual

Colección permanente del museo
Paisaje romántico y Costumbrismo, planta 0
Visita virtual

Indecible

«1. adj. Que no se puede decir o explicar.»

Hablar de la obra de Luis Feito (1929-2021) podría resultar inapropiado, ya que el propio pintor fue reacio explicarla. En un tiempo en el que parecía imposible eludir la presión a la que se somete a los artistas para que se expliquen, Feito optó por callar. A través del mutismo muchos creadores alcanzan la libertad, su independencia, y de paso evitan ser prisioneros de sus propias palabras. El silencio es un refugio seguro. A este respecto, recuerdo haber leído a Manuel Vicent una anécdota sobre un misterioso poeta del café Gijón al que por su mudez todos los parroquianos consideraban un sabio, hasta que un día tomó la palabra y se reveló como el verdadero gañán que en realidad era.

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Pintura insomne: Spilliaert en Málaga

Uno de los privilegios de trabajar en un museo, quizá el mayor, es participar en la organización y el montaje de exposiciones protagonizadas por tus artistas favoritos. Si se trata de una muestra de arte belga, contar con piezas de James Ensor, Félicien Rops, Paul Delvaux o, muy especialmente, Léon Spilliaert es cumplir un sueño.

Nacido en Ostende, ciudad balneario donde su padre regenta una importante perfumería, Léon Spilliaert es en esencia un artista autodidacta –a pesar de su breve paso por la Academia de Bellas Artes de Brujas– con una poderosa y singular identidad artística, influida tanto por sus lecturas de Edgar Allan Poe, Friedrich Nietzsche y Maurice Maeterlinck, como por las pinturas de Odilon Redon, Gustave Moreau y Fernand Khnopff. Tal es el virtuosismo de Spilliaert en el dibujo –con la aguada de tinta china, la acuarela, el gouache o el pastel–, que hoy es unánimemente considerado un maestro de la pintura y un referente en la configuración de la modernidad artística europea.

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Una vanguardia fugaz

Para el arte español, los años veinte y treinta del siglo XX fueron un período cargado de sueños de renovación, de esperanzas de un prometedor futuro en el que nuestros creadores se incorporarían, por fin, como protagonistas al devenir de las vanguardias internacionales con las que se había abierto la centuria. Y lo harían desde la construcción de un arte nuevo específicamente español, influido por el ambiente de modernidad internacional, pero elaborado a conciencia como una propuesta a partir de (y en reacción a) la tradición y con una identidad propia. Esas dos décadas fueron, sin embargo, un fugaz espejismo, que la guerra civil borró brutalmente. Con sus protagonistas en el exilio, interior o en el extranjero, fallecidos en algunos casos en la contienda, y, sobre todo, con el clima de efervescencia cultural que había estimulado las novedades interrumpido durante largo tiempo, la vanguardia no resurgirá, bajo las formas de la abstracción, hasta los años cincuenta. Pero esa es otra historia. La que cuenta Real(ismos) es la de aquel tiempo en que todo parecía posible y en el que nuestro arte fue muy moderno siendo realista y nuestros artistas reclamaron un lugar en el panorama internacional de la renovación. Hasta el 4 de septiembre este relato espera a nuestros visitantes en la sala de exposiciones temporales. A nosotros no se nos ocurre un plan mejor ahora que aprieta el calor. Estos son sólo algunos de nuestros motivos para no perderse esta cita en el Museo Carmen Thyssen Málaga.

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5 claves para visitar la expo de Juana Francés

La breve antología de la trayectoria creativa de la alicantina Juana Francés (Alicante, 1924-Madrid, 1990) que propone esta exposición –catorce piezas seleccionadas entre el largo centenar de obras que legó al Museo de Arte Contemporáneo de Alicante–, descubre a una de las artistas más sobresalientes del panorama español de la segunda mitad del siglo XX. Para comprender mejor su dimensión como creadora y la esencia del proyecto organizado en la sala noble del Museo Carmen Thyssen Málaga, os proponemos estas cinco claves.

Juana. Francés. Sin título, 1957
Técnica mixta, tintas y tierras sobre arpillera, 130,5 x 98 x 2,5 cm
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“Paul Strand. La belleza directa”. Las claves de una fotografía única

Haciendo un balance de toda su trayectoria, tras más de seis décadas fotografiando con una mirada singular el mundo que lo rodeaba, decía Paul Strand que se veía a sí mismo «como un explorador que ha pasado su vida en un largo viaje de descubrimiento». En nuestra exposición –que se podrá ver hasta el próximo 6 de marzo y que hemos organizado gracias a nuestros amigos de Fundación MAPFRE–, hemos querido animar a nuestros visitantes a viajar y explorar con este extraordinario fotógrafo, siguiendo sus pasos desde su Nueva York natal hasta el jardín de la casa en la que terminó sus días, cerca de París. Entre ambos lugares, 131 fotografías recorren un universo personal, de paisajes, rostros y arquitecturas que sorprenden por su aparente sencillez y deslumbran por su riqueza oculta en cada encuadre y detalle.

Estas son solo algunas de las razones por las que a nosotros nos fascina esta exposición. Para invitaros a venir a visitarla, nos sobran los motivos.

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Paul Strand: fotografía en los márgenes

«Strand tiene un ojo infalible para lo esencial.»
John Berger

Si en un absurdo propósito reduccionista tuviésemos que decidir quién ha sido el fotógrafo más determinante del siglo XX, es poco probable que Paul Strand (1890-1976) fuese nuestro favorito. Podríamos barajar varios nombres, como Rodchenko y Man Ray por sus imágenes espectaculares o decantarnos por la audacia vanguardista de Moholy-Nagy, por el lirismo de Brassaï, de Kertész, de Cartier-Bresson y hasta de Doisneau, quizá también por las fotografías descarnadas de Robert Capa o Don McCullin, por la impecable exactitud de Renger-Patzsch y August Sander, por el glamuroso encanto de Irving Penn, Richard Avedon y Edward Steichen, e incluso por la impostada ambigüedad de Annie Leibovitz o Helmut Newton. Con suerte, Strand ocuparía un puesto entre los diez mejores. Pero estoy seguro de que si hacemos esa misma petición a un grupo de fotógrafos –más inmunes al efectismo que el común de los mortales–, muchos de ellos elegirían al protagonista de la actual exposición temporal del museo (Paul Strand. La belleza directa) como primera opción.

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Prisionero de la imaginación

Dejando vagar la mente entre los aguafuertes de Piranesi que nos han acompañado estos meses en nuestra Sala Noble, fabulosos sueños de un arquitecto de ciudades y prisiones atrapadas en el papel, recordé una lectura ya lejana, de las peripecias de Giacomo Casanova (1725-1798), célebre prisionero de unas mazmorras bien distintas a las inventadas por su coetáneo y paisano Piranesi (1720-1778).

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La paradoja Piranesi: Bartleby y workaholic

El título ha quedado un tanto confuso y pedante, lo reconozco, pero no es mi intención emperezar al lector de este blog, sino animarle a conocer un poco mejor a Giovanni Battista Piranesi, tan parco en su papel de arquitecto como exuberante en el de grabador.

Que un arquitecto con sólo una obra construida figure entre los más grandes artífices de la disciplina es en sí mismo un caso digno de estudio. De alguna manera, Piranesi prefigura a los creadores afectados por el síndrome Bartleby, según la denominación que Vila-Matas ha asignado –tomando prestado el nombre del protagonista del cuento de Melville (Bartleby, el escribiente, 1853) e inspirado por la mirada de Jean-Yves Jouannais en su ensayo Artistes sans œuvres (1997)– a un mal endémico de las letras contemporáneas: escritores que no escriben, que deciden dejar de escribir o directamente sin obra. Según una máxima de Marguerite Duras, «escribir también es no hablar. Es callarse. Es aullar sin ruido».

Dibujo de Angelica Kauffmann con un posible retrato de Piranesi. Victoria & Albert Museum
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Dibujar es pensar

«No he visto aquello que no he dibujado»
Goethe

El neoyorquino Milton Glaser, grande entre los grandes del diseño, compiló los dibujos de toda una vida y las claves de su peculiar universo creativo en un libro, Drawing is Thinking. No se me ocurre una descripción más certera y aforística para el dibujo que ésa, que por otra parte procede de un ámbito creativo en el que es inusual toparse con títulos sugerentes. Lo que subyace en esa sentencia es el dibujo entendido como una manera de estar en el mundo, de prestarle la debida atención. El dibujo como un resorte que provoca que la verdad del artista emerja, se libere; dibujar para dar un sentido preciso a la mirada, para examinar la estructura de las apariencias. Porque dibujando se construye, no sólo se representa. En definitiva, dibujar como exigencia sensorial, activa y pasiva, para la mano y el ojo, pero también como lucubración.

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