«Strand tiene un ojo infalible para lo esencial.»
John Berger
Si en un absurdo propósito reduccionista tuviésemos que decidir quién ha sido el fotógrafo más determinante del siglo XX, es poco probable que Paul Strand (1890-1976) fuese nuestro favorito. Podríamos barajar varios nombres, como Rodchenko y Man Ray por sus imágenes espectaculares o decantarnos por la audacia vanguardista de Moholy-Nagy, por el lirismo de Brassaï, de Kertész, de Cartier-Bresson y hasta de Doisneau, quizá también por las fotografías descarnadas de Robert Capa o Don McCullin, por la impecable exactitud de Renger-Patzsch y August Sander, por el glamuroso encanto de Irving Penn, Richard Avedon y Edward Steichen, e incluso por la impostada ambigüedad de Annie Leibovitz o Helmut Newton. Con suerte, Strand ocuparía un puesto entre los diez mejores. Pero estoy seguro de que si hacemos esa misma petición a un grupo de fotógrafos –más inmunes al efectismo que el común de los mortales–, muchos de ellos elegirían al protagonista de la actual exposición temporal del museo (Paul Strand. La belleza directa) como primera opción.
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