Paul Strand: fotografía en los márgenes

«Strand tiene un ojo infalible para lo esencial.»
John Berger

Si en un absurdo propósito reduccionista tuviésemos que decidir quién ha sido el fotógrafo más determinante del siglo XX, es poco probable que Paul Strand (1890-1976) fuese nuestro favorito. Podríamos barajar varios nombres, como Rodchenko y Man Ray por sus imágenes espectaculares o decantarnos por la audacia vanguardista de Moholy-Nagy, por el lirismo de Brassaï, de Kertész, de Cartier-Bresson y hasta de Doisneau, quizá también por las fotografías descarnadas de Robert Capa o Don McCullin, por la impecable exactitud de Renger-Patzsch y August Sander, por el glamuroso encanto de Irving Penn, Richard Avedon y Edward Steichen, e incluso por la impostada ambigüedad de Annie Leibovitz o Helmut Newton. Con suerte, Strand ocuparía un puesto entre los diez mejores. Pero estoy seguro de que si hacemos esa misma petición a un grupo de fotógrafos –más inmunes al efectismo que el común de los mortales–, muchos de ellos elegirían al protagonista de la actual exposición temporal del museo (Paul Strand. La belleza directa) como primera opción.

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Prisionero de la imaginación

Dejando vagar la mente entre los aguafuertes de Piranesi que nos han acompañado estos meses en nuestra Sala Noble, fabulosos sueños de un arquitecto de ciudades y prisiones atrapadas en el papel, recordé una lectura ya lejana, de las peripecias de Giacomo Casanova (1725-1798), célebre prisionero de unas mazmorras bien distintas a las inventadas por su coetáneo y paisano Piranesi (1720-1778).

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La paradoja Piranesi: Bartleby y workaholic

El título ha quedado un tanto confuso y pedante, lo reconozco, pero no es mi intención emperezar al lector de este blog, sino animarle a conocer un poco mejor a Giovanni Battista Piranesi, tan parco en su papel de arquitecto como exuberante en el de grabador.

Que un arquitecto con sólo una obra construida figure entre los más grandes artífices de la disciplina es en sí mismo un caso digno de estudio. De alguna manera, Piranesi prefigura a los creadores afectados por el síndrome Bartleby, según la denominación que Vila-Matas ha asignado –tomando prestado el nombre del protagonista del cuento de Melville (Bartleby, el escribiente, 1853) e inspirado por la mirada de Jean-Yves Jouannais en su ensayo Artistes sans œuvres (1997)– a un mal endémico de las letras contemporáneas: escritores que no escriben, que deciden dejar de escribir o directamente sin obra. Según una máxima de Marguerite Duras, «escribir también es no hablar. Es callarse. Es aullar sin ruido».

Dibujo de Angelica Kauffmann con un posible retrato de Piranesi. Victoria & Albert Museum
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Dibujar es pensar

«No he visto aquello que no he dibujado»
Goethe

El neoyorquino Milton Glaser, grande entre los grandes del diseño, compiló los dibujos de toda una vida y las claves de su peculiar universo creativo en un libro, Drawing is Thinking. No se me ocurre una descripción más certera y aforística para el dibujo que ésa, que por otra parte procede de un ámbito creativo en el que es inusual toparse con títulos sugerentes. Lo que subyace en esa sentencia es el dibujo entendido como una manera de estar en el mundo, de prestarle la debida atención. El dibujo como un resorte que provoca que la verdad del artista emerja, se libere; dibujar para dar un sentido preciso a la mirada, para examinar la estructura de las apariencias. Porque dibujando se construye, no sólo se representa. En definitiva, dibujar como exigencia sensorial, activa y pasiva, para la mano y el ojo, pero también como lucubración.

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De profesión, dibujantes

Comienzan a tomar forma estas líneas tras unos segundos turbadores y emocionantes en que la hoja en blanco amenaza desde su imponente silencio. Es un placer sencillo, en estos tiempos inciertos, enfrentarse con un papel anhelante (o con una menos evocadora pantalla de ordenador) que apremia, mudo pero insistente, a llenarlo de palabras. Imagino en ese mismo trance a los autores de los dibujos que exponemos estos días en el Museo en Vanguardia dibujada, instantes antes de plasmar los primeros trazos de sus composiciones, de conjurar el vacío de unos simples papeles y de darles esa vida que late hoy en ellos. Y es que un dibujo transmite una sensación de intimidad creativa; como espectadores no podemos evitar sentir que estamos husmeando en el making of de un artista, el de sus obras y, en general, el de su propio lenguaje, que comenzaron ahí, experimentando sobre una hoja en blanco tras esos momentos de estimulante incertidumbre. Sin embargo, el mero hecho de que los estemos contemplando en una exposición significa que estos dibujos no han quedado abandonados en una carpeta privada, condenados al olvido por pinturas o esculturas a los que pudieron haber servido de estudio previo o que, sencillamente, se impusieron a ellos por ser «artes mayores». Han conservado (o se les ha concedido), en cambio, un valor propio de obra de arte independiente, en el que confluyen la fascinación por «leer» en ellos el gesto más personal de sus creadores y la superación, en la apreciación del arte moderno, del concepto de los géneros artísticos «menores».

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Impresiones sobre «Vanguardia dibujada (1910-1945)»

El dibujo es la primera expresión de un artista. La plasmación de una idea, la técnica que permite que el concepto se materialice y adquiera forma. Durante el pasado constituyó un ejercicio para el estudio de la perspectiva o la proporción, con ayuda de otras ciencias auxiliares, como las matemáticas. La posibilidad de conectar líneas utilizando las reglas de la perspectiva con un punto de fuga visual hizo de este entrenamiento un valor de fórmula, de taller y de academia, de bambalinas que aún no son escenario. El teatro se dejó para la gran obra, para el óleo, considerado como técnica magistral y perdurable.

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Todo es máscara

En estos tiempos (esperemos que transitorios) de mascarillas protectoras nos hemos dado cuenta, ingenuamente, de cómo con ellas se transforma nuestro rostro, perdemos expresividad, nos sentimos extraños e involuntariamente camuflados… No deja de ser un reflejo de la importancia que damos a lo visual y al rostro como lo que más y mejor define al individuo. Pero siempre hemos estado rodeados de máscaras, de objetos que velan el rostro real y lo sustituyen por otro provisional, en contextos muy diversos que les han otorgado múltiples significados. E incluso, etimológicamente, persona y máscara están unidos en el origen de nuestra lengua.

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Más caras que máscaras

«El hombre es menos él mismo cuando habla en su propia persona.
Dale una máscara y te dirá la verdad.»
Oscar Wilde, El crítico como artista, 1891

La exposición Máscaras. Metamorfosis de la identidad moderna aborda un asunto decisivo en el desarrollo del arte moderno: la máscara como elemento catalizador del cambio en los modos de representación del retrato y el enmascaramiento como estrategia iconográfica ambigua y netamente contemporánea. Hasta el punto que podríamos decir que no se entiende el progreso de las artes plásticas durante el siglo XX sin la presencia e influencia de las máscaras en las vanguardias y sus posteriores transformaciones, asimilaciones o filiaciones multiformes. Más caras que máscaras –valga la aliteración–, o rostros como máscaras, es lo que puede encontrase tanto en este texto como en la última sección de la muestra: «Rostros transfigurados», el capítulo más elástico y especulativo –y quizá por ello el más interesante– del proyecto.

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No son sólo máscaras

«Sigue el mundo su paso, rueda el tiempo y van y vienen máscaras.»
Jaime Sabines (1926-1999)

Conocer las fronteras y los límites de la identidad del individuo, provocar el debate sobre su lugar en el mundo y su destino es una de las cuestiones más reveladoras del arte. Descubrir la esencia de los personajes que protagonizan cuadros o esculturas y transmitir aspectos del carácter del ser humano es uno de los principales empeños de los artistas. El relato propuesto por la exposición Máscaras. Metamorfosis de la identidad moderna reflexiona sobre ello en un recorrido repleto de obras que muestran estilos distintos, haciendo evidente que el juego de máscaras, es decir, las tensiones entre lo real y lo ficticio, lo verosímil y lo oculto, han fascinado a multitud de artistas a lo largo del tiempo. Asimismo, el discurso manifiesta que los artistas presentes se preguntaron por el aspecto más inquietante del ser humano, por el lado más velado de su relación con su propia naturaleza y el exterior, en una sociedad que en su evolución confirmaba una complejidad cada vez más notoria.

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Intimidad entre bambalinas

Las extravagancias de José Gutiérrez Solana tienen, en el anecdotario artístico español, una consideración legendaria; como esa que dice que un joven Xavier de Salas –entonces profesor, pero más tarde director del Prado– encontró rodajas de chorizo entre unos grabados de Rembrandt que el pintor le estaba enseñando en su casa. Algo de esa extrañeza irradia Coristas, el único cuadro de Solana en la colección permanente del Museo Carmen Thyssen Málaga.

José Gutiérrez Solana, Coristas, 1927. Colección Carmen Thyssen en préstamo gratuito al Museo Carmen Thyssen Málaga
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